—¿Es una lectura interesante?
—Bastante interesante —contestó distraídamente, alzando la vista del escritorio. Roberta estaba sentada mirando por la ventana, bebiendo café a sorbos con aire aburrido. Ben retomó la lectura del diario, pasando cuidadosamente las páginas amarillentas por el tiempo, y examinando algunas de las anotaciones redactadas por la mano elegante y delicada del alquimista.
—¿Vale treinta de los grandes?
Ben no contestó. Tal vez valiese lo que le había pagado a Clément y tal vez no. Parecía que habían desaparecido numerosas páginas, y otras estaban tan deterioradas que resultaban ilegibles. Confiaba en que el diario contuviese indicios acerca del legendario elixir, quizá incluso una especie de receta. A medida que lo hojeaba comprendía que probablemente fuera una expectativa ingenua. Parecía tratarse de un diario como otro cualquiera, el relato cotidiano de la vida de un hombre. Su mirada se posó en una entrada extensa y empezó a leerla.
9 de febrero de 1924
El ascenso de la montaña fue largo y peligroso. Me estoy haciendo demasiado viejo para estas cosas. En muchas ocasiones estuve a punto de despeñarme hacia la muerte al ascender por la roca casi vertical un centímetro tras otro con los miembros entumecidos mientras la nevada daba paso a una ventisca. Finalmente, me arrastré hasta la cumbre de la montaña y descansé mi cuerpo extenuado unos instantes, resollando, con los músculos temblorosos a causa del esfuerzo. Me aparté la nieve de los ojos y alcé la vista para ver las ruinas del castillo que tenía delante.
El paso de los siglos no ha tratado bien a la que antaño fuera la orgullosa fortaleza de Amauri de Lévis. Las guerras y las epidemias se han sucedido, las dinastías guerreras han florecido y se han extinguido y la tierra ha pasado de un gobernante a otro. Han pasado más de quinientos años desde que el castillo, que ya entonces era antiguo y estaba deteriorado, fuera asediado, bombardeado y finalmente destruido en el transcurso de una disputa entre clanes olvidada desde hace mucho tiempo. Sus poderosas torres redondas se hallan prácticamente reducidas a escombros y las murallas que las contiendas desfigurasen están cubiertas de musgo y de líquenes. En algún momento el fuego debió de devastar el interior del castillo, provocando el derrumbamiento del techo. El tiempo, el viento, la lluvia y el sol han hecho el resto.
Buena parte de las ruinas están recubiertas de aulagas y matojos y tuve que abrirme paso hasta el otro lado de la arcada gótica de la entrada principal. La podredumbre ha devastado las puertas de madera y solo quedan los ennegrecidos goznes de hierro suspendidos del ruinoso arco de piedra mediante remaches oxidados. Cuando crucé la puerta flotaba un silencio sepulcral sobre la desierta estructura gris. Perdí la esperanza de encontrar jamás lo que había ido a buscar.
Deambulé por el patio nevado y contemplé los restos de las murallas y las almenas que me rodeaban. Al pie de una escalera de caracol descendente encontré el acceso a un antiguo almacén en el que me cobijé del viento y encendí una pequeña hoguera para calentarme.
La ventisca me dejó atrapado en las ruinas del castillo durante dos días. Las escasas raciones de pan y queso que había llevado conmigo bastaron para sustentarme y tenía una manta y una pequeña sartén para fundir nieve para beber. Dediqué mi tiempo a explorar las ruinas, esperando fervientemente que lo que habían revelado mis investigaciones fuese cierto.
Sabía que mi recompensa, si acaso existía, no estaría sobre el suelo, en los restos de las almenas ni de las torres, sino debajo, en el entramado de túneles y cámaras excavadas en la roca debajo del castillo. Muchos túneles se habían desplomado con el tiempo, pero había otros que seguían intactos. En los niveles inferiores descubrí mazmorras frías y húmedas. Los huesos de sus desventurados habitantes se habían reducido a polvo hacía mucho tiempo. Errando por los pasadizos tenebrosos y húmedos, y por las sinuosas escaleras, alumbrándome con una lámpara de aceite, busqué y recé.
Después de muchas horas de crueles decepciones atravesé a rastras un túnel semiderruido en las profundidades de la tierra y me vi en una cámara cuadrada. Cuando alcé la linterna reconocí el techo abovedado y los deteriorados escudos de armas del viejo grabado de madera deslucida que había encontrado en París. En ese momento supe que mi búsqueda había dado fruto y mi corazón se puso a dar saltos de alegría.
Contorneé la cámara hasta que llegué al punto señalado. Cuando hice a un lado las gruesas telarañas y soplé las nubes de polvo aparecieron las marcas desgastadas por el tiempo en el bloque de piedra. Como ya sabía, las marcas me indicaban una losa concreta del suelo. Excavé la tierra húmeda de los bordes hasta que pude introducir los dedos por debajo y la alcé con gran esfuerzo. Cuando vi la oquedad de piedra que ocultaba y comprendí lo que había encontrado me desplomé de rodillas, manando silenciosas lágrimas de alivio y exultación.
El corazón me palpitaba con tanta fuerza que tuve miedo al sacar a rastras del agujero aquel pesado objeto y apañar la tierra y los restos descompuestos de la envoltura de piel de oveja. El féretro de acero se encuentra bien conservado. Se escuchó un siseo al escaparse el aire cuando abrí la caja haciendo palanca con el cuchillo. Metí la mano con dedos temblorosos y al trémulo fulgor de la lámpara me empapé de la visión de mi increíble hallazgo.
Nadie ha puesto los ojos sobre estas preciosidades desde hace casi setecientos años. ¡Qué alegría!
Creo que los artefactos son obra de mis ancestros, los cátaros. Son una muestra de gran maestría que ha permanecido oculta a los siglos y las generaciones. Es posible que juntos encierren la clave del Secreto de los Secretos y la meta de todo nuestro trabajo. Es un milagro tan grande que temo contemplar su poder…
Ben pasó algunas páginas, impaciente por seguir descubriendo cosas.
3 de noviembre de 1924
Es tal como yo sospechaba. Descifrar el antiguo manuscrito ha resultado mucho más laborioso de lo que había previsto al principio. Durante muchos meses he traducido con denuedo sus arcaicos lenguajes, sus mensajes taimadamente encriptados y sus numerosos engaños deliberados. Pero hoy Clément y yo hemos sido recompensados al fin por nuestras largas penalidades.
Fundimos las sustancias en un crisol sobre el horno tras reducirlas a sales, destilarlas y someterlas a diversos preparativos. Se escuchó un silbido sobrecogedor y unos chorros de vapor llenaron el laboratorio. Clément y yo nos quedamos asombrados ante el olor a tierra fresca y flores de dulce fragancia. El agua adoptó un color dorado. Añadimos cierta cantidad de mercurio y dejamos que la solución se enfriase. Cuando abrimos el crisol…
La humedad y los ratones habían devorado el resto de la página.
—Mierda —masculló Ben. Quizá allí no hubiese nada de provecho al fin y al cabo. Siguió leyendo, mirando fijamente la descolorida caligrafía, que en algunos puntos apenas era visible a través de las manchas de humedad.
8 de diciembre de 1924
¿Cómo se prueba un elixir de la vida? Hemos preparado la mezcla siguiendo las detalladas instrucciones de mis ancestros. Clément, ese entrañable sujeto, tenía miedo de probarlo. Yo ya he consumido aproximadamente treinta dracmas de este líquido de dulce sabor. No he observado efectos adversos. Solo el tiempo juzgará sus poderes para preservar la vida…
El tiempo lo juzgará, claro, se dijo Ben. Frustrado, pasó por alto algunas páginas y dio con una anotación que databa de mayo de 1926 y que estaba intacta, sin desperfecto alguno.
Esta mañana, cuando he vuelto a la rue Lepic tras mi paseo diario, ha salido a mi encuentro un hedor pútrido que emanaba del laboratorio. Al bajar corriendo las escaleras que conducen al sótano ya sabía lo que había sucedido y, tal como esperaba, cuando empujé la puerta del laboratorio descubrí a mi joven aprendiz Nicholas Daquin rodeado de nubes de humo y los estragos que había causado un experimento alocado.
Sofoqué las llamas y, tosiendo a causa del humo, me volví hacia él.
—Ya te había advertido sobre esta clase de cosas, Nicholas —dije.
—Lo siento —contestó Nicholas con esa desafiante mirada suya—. Pero, maestro, casi lo consigo.
—Los experimentos pueden ser peligrosos, Nicholas. Has perdido el control sobre los elementos. Mantener el equilibrio entre ellos requiere un toque muy preciso.
Me miró.
—Pero si me ha dicho que tenía buen olfato para esto, maestro.
—Y lo tienes —repliqué—. Pero la intuición por sí sola no basta. Posees un talento en bruto, amigo mío. Debes aprender a refrenar tus juveniles impulsos.
—Hace falta tanto tiempo para aprenderlo todo… Quiero saber más cosas. Quiero saberlo todo.
Mi novicio de veinte años es a veces testarudo y arrogante, pero no puedo negar que posee un considerable talento. Nunca me había topado con un joven estudiante que manifestase tanta impaciencia.
—No esperarás que condense en unas pocas lecciones tres mil años de filosofía y los esfuerzos de toda mi vida —le expliqué pacientemente a Nicholas—. Los secretos más poderosos de la naturaleza son cosas que se deben aprender lentamente, paso a paso. Esa es la disciplina de la alquimia.
—Pero, maestro, estoy lleno de preguntas —protestó Nicholas, fulminándome con sus intensos ojos oscuros—. ¡Usted sabe tantas cosas! Odio tener la sensación de ser tan ignorante.
Asentí.
—Ya aprenderás. Pero debes aprender a controlar tu obstinada naturaleza, joven Nicholas. Es insensato intentar correr antes de aprender a caminar. Por el momento debes limitarte al estudio de la teoría.
El joven se sentó pesadamente en una silla, con aspecto agitado.
—Estoy cansado de leer libros, maestro. Aprender la teoría de nuestro trabajo está muy bien, pero necesito algo práctico, algo que pueda ver y tocar. Tengo que creer que lo que estamos haciendo tiene un propósito.
Le aseguré que lo comprendía. Al observarlo, me preocupaba que un exceso de instrucción teórica pudiese al fin desanimar a un alumno que poseía dones tan extraordinarios. Yo mismo soy muy consciente de que una vida dedicada al estudio sin obtener la recompensa de un verdadero descubrimiento, de una recompensa tangible, puede parecer yerma y estéril.
Pensé en mi propia recompensa. Tal vez si pudiera compartir parte de ese increíble conocimiento con Nicholas satisfaría su ardiente curiosidad.
—De acuerdo —anuncié al cabo de una pausa prolongada—. Te permitiré ver más, algo que no se encuentra en tus libros.
El joven se puso en pie de un salto con un fulgor apasionado en los ojos.
—¿Cuándo, maestro? ¿Ahora?
—No, ahora no —contesté—. No seas tan impaciente, mi joven aprendiz. Pronto, muy pronto. —En este punto alcé un dedo admonitorio—. Pero recuerda lo siguiente, Nicholas. Ningún estudiante de tu edad habrá llegado tan lejos ni tan deprisa en el conocimiento de la alquimia. Es una pesada responsabilidad y debes estar dispuesto a aceptarla. Cuando comparta contigo los mayores secretos no podrás revelárselos a nadie. A nadie, ¿comprendes? Tendrás que jurarlo.
Alzó el mentón con sus ademanes orgullosos.
—Lo juraré ahora mismo —declaró.
—Reflexiona sobre ello, Nicholas. No te apresures. Es una puerta que, una vez abierta, no se puede cerrar.
Mientras hablábamos, Jacques Clément había entrado y silenciosamente se había puesto a recoger el desorden resultante de la explosión. Cuando Nicholas se marchó Clément se me acercó con aire aprensivo.
—Perdóneme, maestro —dijo con titubeos—. Como bien sabe, nunca he cuestionado sus decisiones…
—¿En qué estás pensando, Jacques?
Jacques habló con cautela.
—Ya sé que tiene en mucha estima al joven Nicholas. Es un alumno brillante y aplicado, de eso no cabe duda. Pero su naturaleza impetuosa… Anhela el conocimiento así como un hombre codicioso ambiciona la riqueza. Posee demasiado ardor.
—Es joven, eso es todo —contesté—. Nosotros también lo fuimos antaño. ¿Qué intentas decirme, Jacques? Habla libremente, viejo amigo.
Clément vaciló.
—¿Está completamente seguro, maestro, de que el joven Nicholas está preparado para ese conocimiento? Es un gran paso para él. ¿Estará a la altura?
—Así lo creo —afirmé—. Confío en él.
Ben cerró el diario y reflexionó un instante. Era obvio que Fulcanelli había adquirido aquellos conocimientos, cualesquiera que estos fuesen, gracias a los artefactos que había encontrado en el castillo y que ahora, al parecer, se hallaban en manos de Klaus Rheinfeld. Por fin tenía una pista consistente.
A su lado, en el escritorio, el ordenador portátil estaba emitiendo un tenue zumbido. Ben alargó la mano y empezó a pulsar las teclas. Se escuchó el chirrido estridente acostumbrado al conectarse a Internet y apareció la página de inicio del buscador Google. Introdujo el nombre de Klaus Rheinfeld en la barra de búsqueda y pulsó el botón de «Buscar».
—¿Qué estás buscando? —preguntó Roberta, mientras instalaba una silla a su lado.
Ben se sorprendió cuando aparecieron los doscientos setenta y un resultados que reportó la búsqueda en red del término «Klaus Rheinfeld».
—¡Joder! —masculló. Se dispuso a repasar la prolija lista—. Bueno, parece que esto promete.
Klaus Rheinfeld dirige Paria, protagonizada por Brad Pitt y Reese Witherspoon…
—«Una apasionante película de suspense… Rheinfeld es el nuevo Quentin Tarantino» —leyó Roberta.
Ben refunfuñó y siguió bajando. Casi todos los enlaces de la lista remitían a reseñas de la nueva película Paria o entrevistas con su director, un californiano de treinta y dos años. También estaba Exportaciones Klaus Rheinfeld, una empresa de vino.
—Y ahí está Klaus Rheinfeld, el hombre que susurra a los caballos —señaló Roberta.
Cuando pasaron varias páginas de resultados de la búsqueda encontraron un artículo de un diario regional. Estaba extraído de un pequeño periódico de Limoux, un pueblo de la región de Languedoc, en el sur de Francia. El titular rezaba:
LE FOU DE SAINT-JEAN
—«El loco de Saint-Jean» —tradujo Ben—. Está fechado en octubre de 2001… Vale, escucha esto…
Han descubierto a un hombre herido que deambulaba semidesnudo por el bosque en los alrededores del pueblo de Saint-Jean, en Languedoc. Según el padre Pascal Cambriel, el sacerdote local que lo encontró, estaba farfullando en una lengua extraña y al parecer sufría una grave demencia. Se cree que el sujeto, a quien se pudo identificar gracias a sus documentos como Klaus Rheinfeld, anteriormente residente en París, se infligió atroces cuchilladas. Un operario de la ambulancia le confesó a nuestro reportero: «Nunca había visto nada semejante. Tenía extrañas marcas por todo el cuerpo, triángulos, cruces y cosas parecidas. Era repugnante. ¿Cómo puede alguien hacerse eso?». Los rumores sugieren que esas extrañas lesiones están relacionadas con rituales satánicos, aunque las autoridades locales han negado terminantemente ese punto. Rheinfeld fue atendido en el hospital de Sainte Vierge…
—No dice adonde lo llevaron después. Maldita sea. Podría estar en cualquier parte.
—Pero está vivo —señaló Roberta.
—O lo estaba hace seis años. Suponiendo que se trate del mismo Klaus Rheinfeld.
—Te apuesto cualquier cosa a que es el mismo —dijo ella—. ¿Marcas satánicas? Se sobreentiende que son marcas alquímicas.
—¿Por qué estaba lleno de cortes? —se preguntó.
La joven se encogió de hombros.
—A lo mejor es que estaba loco.
—Vale… Así que tenemos a un lunático alemán cubierto de cuchilladas que puede que posea importantes secretos relacionados con Fulcanelli y que podría estar en cualquier lugar del mundo. Eso nos facilita mucho las cosas. —Exhaló un suspiro, actualizó la pantalla y empezó una nueva búsqueda—. Ya que nos hemos conectado, vamos a echar un vistazo. —Escribió el nombre del servidor de correo electrónico de Michel Zardi, aguardó hasta que se cargó el sitio e introdujo el nombre de la cuenta. Solo precisaba la contraseña de correo electrónico para acceder a los mensajes, y sabía que la mayoría de las personas utilizan una palabra de su vida privada—. ¿Qué sabes acerca de la vida privada de Michel? ¿Tenía novia o algo así?
—No mucho… Que yo sepa no tenía novia seria.
—¿Cómo se llama su madre?
—Hmmm… Espera… Me parece que se llama Claire.
Escribió el nombre en la caja de la contraseña.
CLAIRE
CONTRASEÑA INCORRECTA
—¿Cuál era su equipo de fútbol favorito?
—No tengo la menor idea. No creo que fuera aficionado a los deportes.
—¿Una marca de coche o de moto?
—Usaba el metro.
—¿Tenía mascota?
—Un gato.
—Es cierto. El pescado —dijo Ben.
—Ese gilipollas con el pescado… ¿Cómo he podido olvidarlo? Bueno, el gato se llama Lutin: ele, u, te, i, ene.
LUTIN
—¡Bingo! —Los mensajes de Michel aparecieron en la pantalla. La mayoría eran spam que anunciaban píldoras de Viagra y alargamientos de pene. No había nada de sus misteriosos contactos. Roberta se inclinó hacia delante y pinchó en «Elementos enviados». Todos los mensajes que contenían los informes que Michel había enviado a «Saúl» aparecieron en una extensa columna, ordenados según la fecha en que los había enviado.
—Mira cuántos —comentó mientras pasaba el cursor sobre la lista—. Este es el último, el que contiene el archivo adjunto del que te hablé. —Volvió a pinchar en el icono del clip y le enseñó los archivos fotográficos JPEG. Ben les echó una ojeada antes de cerrar la caja y pinchar en «Escribir nuevo mensaje». Apareció una ventana en blanco.
—¿Qué estás haciendo?
—Resucitar a nuestro amigo Michel Zardi. —Dirigió el nuevo mensaje a Saúl, al igual que los anteriores. Roberta lo miraba con los ojos como platos, alarmada, mientras Ben tecleaba.
¿Adivinas quién soy? En efecto, os habéis equivocado de hombre. Habéis matado a un amigo mío, cabrones. Ahora, si queréis a Ryder, la tengo en mi poder. Seguid mis instrucciones y os la entregaré.
—No es lo que se dice Shakespeare, pero servirá.
—¿Qué demonios estás escribiendo? —Roberta se puso en pie de un salto, mirándolo fijamente con horror.
Ben le asió la muñeca. La joven forcejeó para desasirse. Ben aflojó la presa y la condujo suavemente a la silla.
—Quieres averiguar quién es esa gente, ¿verdad? —Roberta volvió a sentarse, pero Ben se percató del recelo que denotaban sus ojos. Suspiró y arrojó un puñado de llaves sobre el escritorio—. Ahí las tienes. Como te he dicho, eres libre de marcharte cuando quieras. Pero accediste a hacer esto a mi manera, ¿te acuerdas?
Roberta no dijo nada.
—Confía en mí —añadió Ben en voz baja.
Ella suspiró.
—Vale, confío en ti.
Ben se volvió hacia la pantalla y terminó de escribir el mensaje.
—Bombas fuera —dijo al tiempo que pulsaba «Enviar».