Montpellier, en el sur de Francia
—Marc, pásame el destornillador. Marc… ¿Marc? ¿Dónde estás, capullo? —El electricista se bajó de la escalera dejando los cables sueltos colgando y miró coléricamente a su alrededor—. Ese cabrón no aprenderá nunca. —¿Dónde se había metido ahora?
El muchacho era un estorbo, ojalá nunca le hubiese contratado. Natalie, su cuñada, adoraba a su hijo y no se daba cuenta de que era un perdedor, igual que su padre.
—Tío Richard, mira esto. —La emocionada voz del aprendiz reverberó por el estrecho pasillo de cemento. Richard dejó las herramientas, se limpió las manos en el mono de trabajo y fue siguiendo el sonido. Al final del lóbrego pasillo había una abertura tenebrosa. Era una puerta de acero abierta. Unos escalones de piedra descendían hasta un espacio negro. Richard se asomó.
—¿Qué demonios estás haciendo ahí dentro?
—Tienes que ver esto —resonó la voz del muchacho desde el interior—. Es muy extraño.
Richard suspiró y bajó ruidosamente los escalones. Se encontró en un sótano amplio y desierto. Unas columnas de piedra sostenían el suelo del piso de arriba.
—Así que es un maldito sótano. Vamos a salir, no has debido entrar aquí. Deja de perder el tiempo.
—Sí, pero mira. —Marc encendió la linterna y Richard vio unos barrotes de acero que relucían en la oscuridad. Jaulas. Argollas atornilladas a la pared. Mesas metálicas.
—Venga, largo de aquí.
—Pero ¿qué es eso?
—No lo sé. Serán jaulas para perros… ¿A quién coño le importa?
—Nadie tiene perros en el sótano… —Las aletas de la nariz de Marc se estremecieron al percibir el intenso olor del desinfectante. Alumbró la linterna en derredor y descubrió el origen del hedor; era un conducto de cemento en el suelo que conducía a la tapa de un sumidero de gran tamaño.
—Muévete, chico —refunfuñó Richard—. Voy a llegar tarde al siguiente trabajo… Me estás retrasando.
—Espera un minuto —insistió Marc. Se dirigió al objeto reluciente que había atisbado en las sombras y lo recogió del suelo. Lo estudió en la palma de la mano, preguntándose qué significaba.
Richard fue a grandes zancadas hasta el muchacho, lo asió del brazo y lo arrastró hacia las escaleras.
—Mira —advirtió—. Llevo en este oficio desde antes de que tú nacieras. Una cosa que he aprendido es que si quieres seguir teniendo trabajo has de ocuparte de tus propios asuntos y mantener la boca cerrada. ¿Vale?
—Vale —balbució el chico—. Pero…
—Sin peros. Ahora ven a ayudarme con esa maldita luz.