El Citroën consiguió llevarlos hasta el silencioso bar de carretera antes de parar al fin a causa de un agujero en el radiador. Roberta lo miró tristemente por última vez cuando lo abandonaron en un rincón oscuro del aparcamiento y entraron, pasando junto a un par de motocicletas y algunos coches, bajo el destello rojo intermitente del letrero de neón instalado encima de la puerta.
La cantina estaba prácticamente desierta. Había un par de motoristas melenudos al fondo que jugaban al billar y se reían estentóreamente, bebiendo cerveza directamente de la botella.
Apenas se dijeron palabra mientras ocupaban una mesa en un rincón, apartados del fragor del rock duro que emanaba de la máquina de discos. Ben se dirigió a la barra y volvió al cabo de un minuto con una botella de vino tinto barato y dos copas. Sirvió una para cada uno y deslizó la de Roberta sobre la cochambrosa superficie de la mesa. Ella bebió un sorbo y cerró los ojos.
—Jo, menudo día. Bueno, ¿cuál es tu historia?
Ben se encogió de hombros.
—Estaba esperando al tren.
—Pues casi lo coges.
—Ya me había dado cuenta. Gracias por intervenir.
—No me des las gracias. Solo dime qué está pasando y por qué nos hemos vuelto tan populares de repente.
—¿«Nos»?
—Sí, «nos» —repitió acaloradamente la joven, golpeando la mesa con el dedo—. Desde que he tenido el placer de conocerte esta mañana tengo intrusos que intentan matarme, amigos que se convierten en enemigos, cadáveres que desaparecen de mi apartamento y policías gilipollas que creen que estoy chiflada.
Ben escuchó atentamente a Roberta con creciente aprensión mientras esta le explicaba todo lo que había sucedido durante las horas precedentes.
—Y por si fuera poco —concluyó—, casi me hace papilla un tren mientras te rescato. —Hizo una pausa—. Supongo que no has recibido mi mensaje —añadió indignada.
—¿Qué mensaje?
—A lo mejor deberías encender el teléfono.
Ben profirió una amarga carcajada al recordar que lo había apagado aquella mañana durante la entrevista. Sacó el móvil del bolsillo y lo activó.
—Mensaje —gruñó cuando apareció en la pantalla el pequeño símbolo del sobre.
—Buen trabajo, Sherlock —se mofó Roberta—. Menos mal que como no me devolviste la llamada decidí venir a advertirte en persona. Aunque empiezo a preguntarme por qué me he molestado.
Ben frunció el ceño.
—¿Cómo sabías dónde encontrarme?
—¿No te acuerdas? Estaba delante cuando recibiste la llamada de…
—Loriot.
—Lo que sea. Tienes unos amigos encantadores. En fin, recordé que habías mencionado que pensabas ir a Brignancourt esta noche y supuse que podría darte alcance allí si no llegaba demasiado tarde. —Lo miró con dureza—. En fin. ¿Vas a contarme lo que está pasando, Ben? ¿Todos los periodistas del Sunday Times tienen una vida tan emocionante?
—Parece que tú has tenido un día más emocionante que yo.
—No me jodas. Tienes algo que ver con todo esto, ¿verdad?
Ben guardó silencio.
—¿Y bien? ¿Es verdad? Vamos. ¿Se supone que tengo que creerme que es una coincidencia que aparecieras haciendo preguntas sobre mi trabajo, nos fotografiasen y alguien intentara matarnos a los dos el mismo día? No me trago lo del periodista. ¿Quién eres en realidad?
Ben rellenó las copas de ambos. Su cigarrillo se había consumido. Arrojó la colilla por la ventana, cogió el Zippo y encendió otro.
Roberta tosió cuando el humo flotó hacia ella por encima de la mesa.
—¿Tienes que hacer eso?
—Sí.
—Está prohibido.
—Me importa una mierda —repuso Ben.
—Entonces, ¿me cuentas la verdad o llamo a la policía?
—¿Qué te hace pensar que esta vez te creerán?
El maquinista aún tenía el corazón en un puño mientras recorría la línea. Cuando los faros iluminaron a los dos coches que se interponían en su camino era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Respiró profundamente. ¡Joder! Hasta entonces solo se había topado con un venado en la vía. No le gustaba imaginar lo que habría sucedido si los coches no se hubiesen apartado a tiempo.
¿Qué clase de idiota pasa por debajo de la barrera del paso a nivel cuando se aproxima un tren? Críos, probablemente, haciendo locuras con coches robados. El maquinista exhaló un suspiro prolongado mientras su pulso volvía a la normalidad y cogió el mando de la radio.
—¡Joder!
—Os dije que deberíamos haber esperado.
Los tres hombres estaban sentados dentro del Audi observando la línea férrea en la que previamente habían abandonado el Mercedes. Naudon fulminó a sus colegas con una mirada cáustica y se arrellanó en el asiento. Mientras Berger y Godard estaban sentados riéndose entre dientes en el bar, él había estado escuchando la radio. Si se hubiera producido un accidente de tren lo habrían mencionado. Pero no dijeron nada, de modo que siguió importunando a los demás hasta que al fin estos transigieron, solo para hacerlo callar.
Y estaba en lo cieno. No había ocurrido ningún siniestro, no había tren descarrilado ni muerto alguno. El Mercedes vacío estaba estacionado a varios metros de la vía y, desde luego, no parecía que lo hubiera golpeado un tren a toda velocidad.
Peor aún, no estaba solo. La oscura carrocería reflejaba las luces azules giratorias de dos coches patrulla de la policía que estaban aparcados a ambos lados.
—¡Qué putada! —masculló Berger, aferrando el volante.
—Creía que habías dicho que la poli nunca pasaba por aquí —señaló Godard—. Eso es lo bueno de este puto sitio, ¿no?
—Os lo dije —repitió Naudon desde el asiento trasero.
—¿Cómo…?
—Bueno, chicos, al jefe no le va a hacer ninguna gracia.
—Será mejor que le llames.
—Yo no pienso hacerlo. Llámale tú.
Los agentes de policía estaban inspeccionando la escena. Los haces de sus linternas se balanceaban de un lado a otro como reflectores mientras se escuchaba de fondo el crujido y el chisporroteo de las radios.
—Eh, Jean Paul —dijo uno que sostenía la insignia rota de la rejilla de un Citroën que había encontrado en la tierra—. Aquí hay fragmentos de cristales de faros por todas partes —añadió.
—El maquinista mencionó un Citroën dos caballos —repuso otro.
—¿Adónde ha ido?
—No muy lejos, eso seguro. Hay refrigerante por todas partes.
Otros dos agentes estaban proyectando charcos luminosos con las linternas dentro de la limusina. Uno de ellos divisó un pequeño objeto que refulgía en el reposapiés trasero. Sacó un bolígrafo de su bolsillo y lo empleó para recoger el casquillo vacío.
—Vaya, ¿qué es esto? Un casquillo de nueve milímetros. —Lo olisqueó, percibiendo el aroma de la cordita—. Lo han disparado hace poco.
—Mételo en una bolsa.
Otro policía había encontrado algo: una tarjeta de visita en el asiento. La observó con los ojos entrecerrados al resplandor de la linterna Maglite.
—Es un nombre extranjero.
—¿Qué crees que ha pasado aquí?
—¿Quién sabe?
Veinte minutos más tarde apareció la grúa de la policía. El maltrecho Mercedes fue enganchado y trasladado en la claridad que proyectaban las luces azules y anaranjadas, con un coche patrulla delante y otro detrás. Las vías del tren se quedaron sumidas en una silenciosa oscuridad.