El sitio no era exactamente lo que Ben esperaba encontrar. Para él, la palabra «laboratorio» conjuraba imágenes de instalaciones modernas, espaciosas, funcionales y perfectamente equipadas. Su sorpresa aumentó cuando siguió las indicaciones que le habían dado por teléfono y se detuvo ante un antiguo edificio de apartamentos ubicado en el centro de París. No había ascensor, de modo que subió por una chirriante escalera de caracol con una maltrecha barandilla de hierro forjado con pasamanos hasta el angosto rellano del tercer piso, donde había una puerta a cada lado. Percibió el hedor acre y malsano de la humedad.
Mientras subía las escaleras no dejaba de pensar en el incidente de Notre Dame. Estaba obsesionado. Había tomado precauciones durante el trayecto, deteniéndose con frecuencia para observar los escaparates y tomar nota de la gente que lo rodeaba. Si alguien lo había seguido ahora, no lo había descubierto.
Comprobó el número del apartamento y pulsó el timbre. Al cabo de unos segundos, un joven delgado con el cabello oscuro ensortijado y la tez cetrina le abrió la puerta y le invitó a pasar a lo que resultó no ser más que un diminuto apartamento.
Llamó a la puerta que indicaba: «Laboratorio» y se interrumpió un instante antes de entrar.
El laboratorio no era más que un dormitorio remodelado. Las superficies de trabajo se combaban bajo el peso de al menos una docena de ordenadores. Los montones de libros y archivadores apilados en todas partes amenazaban con venirse abajo. En un extremo había un lavabo y diversos artilugios científicos maltrechos, tubos de ensayo en una gradilla y un microscopio. Apenas quedaba espacio para el escritorio ante al que estaba sentada una joven de poco más de treinta años que llevaba una blusa blanca de laboratorio. Llevaba el cabello rojo oscuro recogido en un moño que le confería un aire de seriedad. Era lo bastante atractiva para no ponerse maquillaje y el único adorno que llevaba consistía en un par de sencillos pendientes de perlas.
Alzó la vista y sonrió cuando Ben entró.
—Perdone. Estoy buscando a la doctora Ryder —dijo en francés.
—Pues acaba de encontrarla —respondió ella en inglés. Tenía acento americano. Se puso en pie—. Por favor, llámeme Roberta. —Se estrecharon la mano.
La joven lo observó en busca de una reacción, a la espera de la inevitable ceja enarcada y los comentarios de sorpresa fingida del estilo de: «¡Si es una mujer!» o «Vaya, los científicos de ahora son más guapos» que hacían casi todos los hombres que conocía, algo que la irritaba profundamente. Se había convertido en una especie de examen estandarizado con el que ponía a prueba a los hombres que conocía. Era exactamente la misma reacción refleja exasperante que se producía cuando les decía que era cinturón negro de kárate shotokan: «Vaya, será mejor que me ande con cuidado». Qué gilipollas.
Pero cuando le ofreció un asiento a Ben no advirtió que este hiciera ninguna mueca. Qué interesante. No era como los típicos ingleses que había conocido, que tenían las mejillas sonrosadas, barriga cervecera, un gusto horrible a la hora de vestirse y el cabello peinado en forma de cortinilla para disimular la calvicie. El hombre que estaba delante de ella era más bien alto, medía casi dos metros y hacía gala de una elegancia tranquila con pantalones vaqueros y una chaqueta fina sobre un jersey negro de cuello vuelto que ocultaba una constitución esbelta pero musculada. Quizá tuviera cinco o seis años más que ella. Lucía el bronceado intenso de una persona que ha pasado una temporada en un país cálido, donde el sol le había aclarado el espeso cabello rubio. Era el tipo de hombre que podía interesarle. Pero percibía cierta severidad en la línea de la mandíbula, así como algo frío y distante en aquellos ojos azules.
—Gracias por haber accedido a reunirse conmigo —dijo.
—Mi ayudante, Michel, me ha dicho que es usted del Sunday Times.
—Así es. Estoy trabajando en un reportaje para el suplemento de nuestra revista.
—¿Ajá? ¿Y en qué puedo ayudarlo, señor Hope?
—Ben.
—Vale, ¿qué puedo hacer por ti, Ben? Ah, por cierto, este es mi amigo y colaborador Michel Zardi. —Hizo un ademán con la mano para referirse a Michel que había entrado en el laboratorio para coger un documento—. Oye, estaba a punto de hacer un poco de café —añadió—. ¿Quieres uno?
—Me encantaría —asintió Ben—. Solo, sin azúcar. Tengo que hacer una llamada rápida. ¿Te importa?
—Claro, adelante —dijo ella. Se volvió hacia Michel—. ¿Quieres un café? —preguntó. Hablaba francés a la perfección.
—Non, merci. Voy a salir dentro de un minuto para comprarle pescado a Lutin.
Roberta se rio.
—Ese maldito gato tuyo come mejor que yo.
Michel sonrió y abandonó la estancia. Roberta preparó café mientras Ben sacaba su teléfono. Marcó el número de Loriot, el editor que había mencionado Rose. No obtuvo respuesta. Le dejó un mensaje y su número de teléfono.
—Hablas francés bastante bien para ser un periodista inglés —comentó Roberta.
—Es que he viajado bastante. Tú también hablas muy bien. ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?
—Hace ya casi seis años. —Sorbió el café caliente—. En fin, vayamos al grano, Ben. ¿Quieres que hablemos de alquimia? ¿Quién te ha hablado de mí?
—El profesor Jon Rose, de la Universidad de Oxford. Había oído hablar de tu trabajo y pensaba que a lo mejor podías ayudarme. Como es natural —mintió—, te citaremos como fuente de la información que usemos en el artículo.
—No hace falta que incluyas mi nombre. —Se rio sombríamente—. Probablemente lo mejor es que ni siquiera me menciones. Ahora soy oficialmente la intocable del mundo científico. Pero si puedo ayudarte lo haré. ¿Qué quieres saber?
Ben se inclinó hacia adelante en el asiento.
—Estoy intentando averiguar más cosas sobre el trabajo de alquimistas como…, Fulcanelli, por ejemplo —explicó con un tono deliberadamente despreocupado—. Quiénes eran, a qué se dedicaban, qué descubrimientos hicieron, esa clase de cosas.
—Ya. Fulcanelli. —Roberta se interrumpió, mirándolo a los ojos—. ¿Cuánto sabes sobre la alquimia, Ben?
—Muy poco —reconoció este sinceramente.
Ella asintió.
—Vale. Bueno, en primer lugar, déjame aclararte una cosa. La alquimia no se reduce solamente a convertir metales comunes en oro, ¿de acuerdo?
—¿Te importa que tome notas? —Sacó una pequeña libreta de su bolsillo.
—Adelante. Lo que quiero decir es que en teoría no es imposible crear oro. La diferencia entre un elemento químico y otro es una simple cuestión de manipular pequeñas partículas de energía. Quitas un electrón de aquí, añades otro allá, y en teoría puedes transformar cualquier molécula en otra. Pero a mi juicio ese no es el auténtico propósito de la alquimia. Me parece que lo de convertir metales comunes en oro es más bien una metáfora.
—¿Una metáfora de qué?
—Piénsalo, Ben. El oro es el metal más estable e incorruptible que existe. No se corroe ni se desluce. Los objetos de oro puro siguen siendo perfectos durante miles de años. Compáralo con algo como el hierro, que enseguida se oxida y desaparece. Ahora, imagina que consigues encontrar una tecnología que puede estabilizar la materia corruptible, impidiendo el deterioro.
—¿De qué?
—En principio, de cualquier cosa. En esencia, todo el universo se compone de la misma materia. Me parece que lo que andaban buscando los alquimistas, en suma, era un elemento universal presente en la naturaleza que pudieran extraer o controlar y utilizar para mantener o devolver la perfección a la materia; toda clase de materia, no solo los metales.
—Entiendo —dijo Ben mientras tomaba nota en la libreta.
—¿Vale? Ahora bien, si consigues dar con una tecnología semejante y hacer que funcione, el potencial es ilimitado. Sería como la bomba atómica, pero al revés: emplear la energía de la naturaleza para crear en lugar de para destruir. Personalmente, como soy bióloga, me interesan los efectos potenciales sobre los organismos vivos, sobre todo en los humanos. ¿Y si pudiéramos frenar el deterioro de los tejidos vivos, tal vez incluso restablecer el funcionamiento sano de los que están enfermos?
Ben no tuvo que darle muchas vueltas.
—Tendríamos la tecnología médica definitiva.
Roberta asintió.
—En efecto. Sería increíble.
—¿De veras crees que estaban en el buen camino? ¿Es posible que creasen algo así?
Ella sonrió.
—Sé lo que estás pensando. Es cierto que probablemente buena parte de los alquimistas fueran viejos chiflados que abrigaban ideas disparatadas sobre la magia; hasta puede que algunos lo considerasen brujería, así como Internet o los teléfonos le parecerían artes oscuras a una persona que fuera teletransportada al presente desde hace un par de siglos. Pero también había alquimistas que eran científicos respetables.
—¿Por ejemplo?
—¿Isaac Newton? El padre de la física clásica también era un alquimista que no había salido del armario; es posible que uno de sus descubrimientos más notables, que los científicos continúan utilizando en la actualidad, estuviera basado en sus investigaciones alquímicas.
—No lo sabía.
—Desde luego. Y otro sujeto que estaba tremendamente involucrado en la alquimia del que quizá hayas oído hablar era Leonardo da Vinci.
—¿El artista?
—Además de inventor, diseñador e ingeniero brillante —contestó Roberta—. Y también estaba el matemático Giordano Bruno; es decir, hasta que la Inquisición católica lo quemó en la hoguera en el año 1600. —Hizo una mueca—. Esos son los alquimistas que me interesan, los que pusieron los cimientos de una ciencia moderna completamente novedosa que va a cambiarlo todo. Eso es lo que creo y en lo que básicamente consiste mi trabajo. —Hizo una pausa—. Mira, en lugar de explicártelo, ¿quieres que te enseñe una cosa? ¿Qué te parecen los bichos?
—¿Los bichos?
—Los insectos. A algunos les dan asco.
—No, a mí no me pasa nada.
Roberta abrió una puerta doble que daba a lo que originalmente debía de haber sido un armario empotrado o un vestidor. Lo habían adaptado instalando estantes de madera para que albergase tanques acristalados. Pero no estaban llenos de peces. Estaban llenos de moscas. Miles de ellas. Enjambres negros e hirsutos que se aglomeraban sobre la superficie de vidrio.
—Joder —masculló Ben mientras retrocedía.
—Es asqueroso, ¿eh? —observó jovialmente Roberta—. Bienvenido a mi experimento.
En los dos tanques había sendas etiquetas «A» y «B».
—En el tanque B está el grupo de control —explicó la doctora—. Lo que significa que son moscas corrientes; están bien atendidas, pero no las hemos sometido a ningún tratamiento. En el tanque A se encuentran las moscas experimentales.
—Vale… ¿Qué pasa con ellas? —inquirió cautelosamente Ben.
—Que las hemos tratado con una fórmula.
—¿Y cuál es esa fórmula?
—No tiene nombre. La he inventado, o mejor dicho, la he copiado de antiguos textos alquímicos. En realidad no es más que agua sometida a ciertos procesos especiales.
—¿Qué clase de procesos?
Roberta sonrió maliciosamente.
—Procesos especiales.
—¿Y qué les pasa a las moscas que tratáis con ella?
—Ah, esa es la parte interesante. Una mosca común adulta bien alimentada tiene una esperanza de vida de seis semanas. Eso es más o menos lo que viven las moscas del tanque B. Pero las moscas del tanque A, que reciben pequeñas cantidades de la fórmula en la comida, viven sistemáticamente entre un treinta y un treinta y cinco por ciento más, unas ocho semanas.
Ben entrecerró los ojos.
—¿Estás segura?
Ella asintió.
—Vamos por la tercera generación y los resultados se mantienen.
—Entonces, ¿se trata de un descubrimiento reciente?
—Sí, la verdad es que aún estamos en la primera fase. Sigo sin saber por qué funciona, cómo explicar el efecto. Sé que puedo obtener mejores resultados y pienso hacerlo… Y entonces le meteré una guindilla por el culo a la comunidad científica.
Ben se disponía a replicar cuando sonó su teléfono.
—Mierda. Lo siento. —Había olvidado apagarlo durante la entrevista. Sacó el teléfono del bolsillo.
—¿Y bien? ¿No vas a responder? —preguntó ella, enarcando una ceja.
Ben pulsó el botón de «contestar» y dijo:
—¿Diga?
—Al habla Loriot. He recibido su mensaje.
—Gracias por devolverme la llamada, monsieur Loriot —dijo Ben, al tiempo que miraba a Roberta para disculparse, alargando un dedo como diciendo: «Solo será un minuto». Ella se encogió de hombros y bebió un sorbo de café; a continuación cogió una hoja de papel del escritorio y se puso a leerla.
—Me interesa conocerlo. ¿Quiere venir esta noche a mi casa para tomar una copa y charlar?
—Me parece estupendo. ¿Dónde vive, monsieur Loriot?
Roberta arrojó la hoja, exhaló un suspiro y miró el reloj con ademanes exagerados.
—Vivo en Villa Margaux, cerca del pueblo de Brignancourt, al otro lado de Pontoise. No está lejos de París.
Ben anotó los detalles.
—Brignancourt —repitió rápidamente, tratando de poner fin a la conversación sin ser grosero con Loriot. Podía ser un contacto importante. Pero si finges ser periodista, por lo menos intenta hacerlo con un poco de estilo profesional, joder, se dijo, irritado consigo mismo.
—Mandaré mi coche a recogerlo —añadió Loriot.
—De acuerdo —accedió Ben mientras escribía en la libreta—. Esta noche a las ocho cuarenta y cinco… Sí… Estaré encantado… En fin, gracias de nuevo por llamar… Adiós. —Desconectó el teléfono y volvió a metérselo en el bolsillo—. Lo siento —le dijo a Roberta—. Ya está apagado.
—Ah, no te preocupes. —Dejó entrever un deje de sarcasmo en su tono—. Tampoco es que tenga que ponerme a trabajar, ¿verdad?
Ben se aclaró la garganta.
—En fin, esa fórmula tuya…
—¿Sí?
—¿La has probado en otras especies? ¿Qué pasa con los humanos?
Roberta meneó la cabeza.
—Todavía no. Eso sí que sería un logro, ¿verdad? Si los resultados se correspondiesen con el experimento de las moscas, la esperanza de vida de un ser humano sano podría pasar de unos ochenta años a unos ciento ocho. Y creo que podríamos aumentarla aún más.
—Si una de las moscas estuviese enferma o moribunda, ¿tendría la capacidad de curar lo que le pasara y mantenerla con vida? —preguntó tentativamente.
—¿Quieres decir que si posee propiedades medicinales? —repuso ella. Chasqueó la lengua y suspiró—. Ojalá pudiera decir que sí. Se la hemos dado a moscas moribundas del grupo B para ver lo que pasaba, pero se mueren de todas formas. Hasta el momento parece que solo funciona de manera preventiva. —Se encogió de hombros—. Pero ¿quién sabe? No hemos hecho más que empezar. Con el tiempo puede que seamos capaces de desarrollar algo que no solamente prolongue la vida de los especímenes sanos, sino que cure las dolencias de los enfermos, quizá incluso evite indefinidamente que mueran. Si finalmente consiguiéramos replicar ese efecto en los humanos…
—Parece que a lo mejor has descubierto una especie de elixir de la vida.
—Bueno, no descorchemos el champán aún —dijo ella con una risita—. Pero sí, me parece que he dado con algo. El problema es la falta de financiación. Para hacerlo público y verificarlo habría que efectuar unas engorrosas pruebas clínicas que pueden prolongarse durante años.
—¿Por qué no te financian las empresas médicas?
Roberta se rio.
—Vaya, mira que eres ingenuo. Estamos hablando de alquimia. Brujería, vudú, paparruchas. ¿Por qué crees que dirijo esta operación desde la habitación de invitados? Nadie me toma en serio desde que escribí sobre este tema.
—He oído que has tenido problemas por ello.
—¿Problemas? —Resopló—. Sí, es una forma de decirlo. En primer lugar me sacaron en la portada de Scientific American; algún editor listillo me puso un sombrero de bruja y un letrero alrededor del cuello que decía: «Unscientific American»[3]. Después, los gilipollas de la universidad me pusieron de patitas en la calle, me dejaron colgada. Eso no ha impulsado mi carrera precisamente. Hasta despidieron al pobre Michel, que tenía un puesto de técnico de laboratorio. Dijeron que estaba malgastando el dinero y el tiempo de la universidad en mi ridículo proyecto. Es el único que ha permanecido a mi lado a pesar de todo. Le pago lo que puedo, pero las cosas han sido difíciles para los dos. —Suspiró y meneó la cabeza—. Cabrones. Ya les enseñaré.
—¿Tienes la fórmula aquí? —preguntó—. Me encantaría verla.
—No, no la tengo —repuso ella firmemente—. Se me ha acabado, tengo que hacer más.
Ben escrutó sus ojos en busca de indicios de una mentira. Era difícil asegurarlo. Hizo una pausa momentánea.
—En ese caso, ¿podrías dejarme una copia de las notas de la investigación? —inquirió, confiando en que la petición no fuera demasiado atrevida. Sopesó la posibilidad de ofrecerle dinero a cambio, pero eso habría hecho que recelase al instante.
Roberta meneó el dedo a modo de negativa.
—Ja, ja. Ni hablar, colega. Además, ¿crees que soy lo bastante tonta para escribir la fórmula? —Se dio palmaditas en la cabeza—. Lo tengo todo aquí. Esta es mi criatura y nadie va a ponerle las manos encima.
Ben sonrió compungido.
—Vale, olvida que lo he mencionado.
Hubo unos segundos de silencio entre ambos. Roberta lo observó expectante; después apoyó las palmas de las manos en las rodillas para señalar el final de la entrevista.
—¿Puedo ayudarte con otra cosa, Ben?
—No quiero entretenerte más —respondió este, que se preguntaba si habría metido la pata al pedirle las notas—. Pero si descubres algo importante, ¿me llamarás? —Le entregó una tarjeta.
Ella la aceptó y sonrió.
—Si quieres, pero no te entusiasmes demasiado. Es un proceso lento. Vuelve a llamarme dentro de unos tres años.
—Trato hecho —dijo Ben.