Capítulo 6

Oxford

Ben llegó temprano a la cita en la Oxford Union Society[2]. Al igual que muchos antiguos alumnos de la universidad, era un miembro vitalicio de aquella venerable institución enclavada en una bocacalle de Cornmarket que durante siglos había desempeñado las funciones de punto de encuentro, sala de debate y club exclusivo. Como solía hacer en su época de estudiante, evitó la pomposa entrada y accedió por la puerta trasera situada en una angosta callejuela junto al McDonald’s de Cornmarket. Enseñó su gastado carné de socio al pasar frente al mostrador y atravesó los pasillos consagrados por primera vez desde hacía casi veinte años.

Le resultaba extraño volver allí No había pensado que volvería a poner un pie en aquel lugar, ni siquiera en aquella ciudad, que tantos recuerdos sombríos le deparaba: recuerdos de la vida que antaño había planeado y de la que la fortuna le había concedido.

El profesor Rose aún no había llegado cuando Ben penetró en la antigua biblioteca de la Union. No había cambiado nada. Observó en derredor el entarimado oscuro, las mesas de lectura y las elevadas galerías de libros encuadernados en piel. En lo alto, los frescos del techo, con sus pequeños rosetones y sus inestimables murales de leyendas artúricas, dominaban la magnífica estancia.

—¡Benedict! —exclamó una voz a sus espaldas. Se volvió para ver a Jonathan Rose recorriendo a grandes zancadas las tablas enceradas del suelo para estrecharle alegremente la mano. Aunque ahora era más corpulento y tenía el cabello más canoso y ralo, lo reconoció al instante como el catedrático de Historia al que había conocido tanto tiempo atrás.

—¿Cómo está, profesor? Ha pasado mucho tiempo.

En la biblioteca, se arrellanaron en sendos sillones de piel un tanto ajados e intercambiaron banalidades durante unos minutos. Las cosas habían cambiado poco para el profesor: la vida académica de Oxford proseguía en gran medida como había hecho siempre.

—Me ha sorprendido un poco recibir noticias tuyas después de tantos años, Benedict. ¿A qué debo este placer?

Ben le explicó el propósito de haberle pedido una cita.

—Y entonces recordé que conocía a uno de los estudiosos de historia antigua más importantes del país.

—Pero no me llames historiador antiguo como hacen la mayoría de mis alumnos —sonrió Rose—. De modo que te interesa la alquimia, ¿eh? —Enarcó las cejas y observó a Ben por encima de las gafas—. No creía que esas cosas fueran de tu gusto. Espero que no te hayas convertido en uno de esos de la new age.

Ben se rio.

—Ahora soy escritor. Solo me estoy documentando un poco.

—¿Escritor? Vaya, vaya. ¿Cómo has dicho que se llamaba ese tipo, Fracasini?

—Fulcanelli.

Rose meneó la cabeza.

—Admito que no he oído hablar de él. La verdad es que no soy el más indicado para ayudarte. Es un tema un tanto estrambótico para la mayoría de los académicos carrozas como yo…, incluso en esta época post Harry Potter.

Ben sintió una punzada de abatimiento. No esperaba que Jon Rose pudiera ofrecerle gran cosa acerca de Fulcanelli, ni mucho menos acerca de un manuscrito escrito por este, pero teniendo tan pocas pistas era una pena prescindir de cualquier fuente potencial de información fidedigna.

—¿Puedes contarme algo a grandes rasgos sobre la alquimia? —inquirió.

—Ya te he dicho que no es mi campo —contestó Rose—. Me inclino por tachar todo eso de disparatado, como casi todo el mundo. —Sonrió—. Aunque hay que reconocer que hay pocos cultos esotéricos que hayan perdurado tan bien con el paso de los siglos. Se trata de una subcorriente que siempre acaba volviendo a la superficie, desde el antiguo Egipto y China hasta el Renacimiento, pasando por la Alta y la Baja Edad Media, a lo largo de toda la historia. —Mientras hablaba, el profesor se reclinó en el gastado sillón de piel, adoptando la pose magistral que estaba tan arraigada en él—. Aunque sabe Dios lo que tramaban, o lo que creían que tramaban: transformar el plomo en oro, elaborar pociones mágicas, elixires de la vida y todas esas cosas.

—Entonces no crees en la existencia de un elixir alquímico capaz de curar a los enfermos.

Rose frunció el ceño, advirtiendo el semblante deliberadamente inexpresivo de Ben y preguntándose adonde quería llegar.

—Creo que si hubieran desarrollado un remedio mágico para la peste, la sífilis, el cólera, el tifus y todas las demás enfermedades que nos han asolado a lo largo de la historia, nos habríamos enterado. —Se encogió de hombros—. El problema es que todo es sumamente especulativo. Nadie sabe a ciencia cierta lo que descubrieron los alquimistas. La alquimia es famosa por su inescrutabilidad, todas esas intrigas y misterios, hermandades secretas, acertijos, códigos y supuestos conocimientos ocultos. Personalmente, opino que no tiene ningún fundamento.

—¿A qué se debe tanto misterio? —preguntó Ben, recordando las lecturas que había hecho durante los dos últimos días, tras haber llevado a cabo búsquedas en Internet basándose en términos tales como «conocimientos antiguos» y «secretos de la alquimia», bregando en un sitio web esotérico detrás de otro. Había dado con una amplia selección de escritos alquímicos que se remontaban desde el presente hasta el siglo XIV. Todos ellos compartían el mismo lenguaje altisonante e incomprensible, la misma atmósfera enigmática de secretismo. No había logrado determinar hasta qué punto eran auténticos, en lugar de meras afectaciones esotéricas destinadas a los crédulos devotos que habían atraído a lo largo de los siglos.

—Si quisiera ser cínico yo diría que en realidad no tenían nada que mereciese la pena desvelar —sonrió Rose—. Pero tampoco has de olvidar que los alquimistas tenían enemigos poderosos y que tal vez parte de su obsesión con el secretismo fuera una forma de protegerse.

—¿De qué?

—Bueno, por un lado estaban los tiburones y los especuladores que se aprovechaban de ellos —explicó Rose—. De vez en cuando secuestraban a algún desventurado alquimista que había fanfarroneado demasiado sobre la fabricación de oro para obligarlo a que les revelase el proceso. Si no lograba cumplir con lo prometido, cosa que probablemente pasaba siempre, por supuesto, acababa colgando de un árbol. —El profesor hizo una pausa—. Pero su verdadero enemigo era la Iglesia, sobre todo en Europa, donde los quemaban constantemente por herejes y brujos. Mira lo que la Inquisición católica les hizo a los cátaros franceses en la Edad Media, obedeciendo las órdenes directas del papa Inocencio III. A la aniquilación de un pueblo entero la llamaron la obra de Dios. Ahora la llamamos genocidio.

—He oído hablar de los cátaros —dijo Ben—. ¿Puedes contarme más cosas?

Rose se quitó las gafas y las limpió con el extremo de la corbata.

—Es una historia terrible —declaró—. Era un movimiento religioso medieval bastante extendido que se había establecido principalmente en la zona del sur de Francia que ahora se conoce como Languedoc. Tomaba el nombre de la palabra griega kataros, que significa «puro». Sus creencias religiosas eran un tanto radicales, puesto que consideraban que Dios era una especie de principio cósmico de amor. No le atribuían demasiada importancia a Cristo, y puede que ni siquiera creyeran en su existencia. Afirmaban que, aunque en efecto hubiera existido, era imposible que hubiese sido el hijo de Dios. Creían que toda la materia era fundamentalmente burda y corrupta, incluidos los seres humanos. Para ellos, el culto religioso consistía en espiritualizar, perfeccionar y transformar dicha materia prima para alcanzar la unión con lo divino.

Ben sonrió.

—Comprendo que semejantes puntos de vista molestaran un poco a los ortodoxos.

—Desde luego —asintió Rose—. En esencia, los cátaros habían fundado un estado libre que escapaba al control de la Iglesia. Peor aún, predicaban abiertamente ideas que podían socavar gravemente su autoridad y su credibilidad.

—¿Los cátaros eran alquimistas? —preguntó Ben—. Eso de transformar la materia prima se parece mucho a las ideas de la alquimia.

—No creo que nadie lo sepa a ciencia cierta —admitió Rose—. Como historiador, yo no me jugaría el cuello en ese sentido. Pero tienes mucha razón. No cabe duda de que el concepto alquímico de purificar la materia prima para convertirla en algo más perfecto e incorruptible encaja a la perfección con las creencias de los cátaros. Pero nunca lo sabremos con seguridad porque no vivieron lo suficiente para contarlo.

—¿Qué les pasó?

—En pocas palabras, los exterminaron en masa —dijo Rose—. Cuando el papa Inocencio III llegó al poder en 1198 las supuestas herejías de los cátaros le proporcionaron una magnífica excusa para acrecentar y fortalecer los poderes de la Iglesia. Diez años después reunió a un formidable ejército de caballeros como nunca se había visto en Europa en aquella época. Eran soldados aguerridos y muchos de ellos habían combatido en Tierra Santa. Al mando del antiguo cruzado Simon de Monfort, que además era el duque de Leicester, este enorme contingente militar invadió Languedoc y uno tras otro devastaron todos los baluartes, pueblos y aldeas que tuvieran siquiera la más remota conexión con los cátaros. De Monfort se hizo famoso como Le glaive de l’Église.

—La espada de la Iglesia —tradujo Ben.

Rose asintió.

—Y no se andaba con tonterías. Las crónicas de la época señalan que aniquilaron a cien mil hombres, mujeres y niños solo en Béziers. Durante los años posteriores el ejército del papa arrasó toda la región, destruyéndolo todo a su paso y quemando vivo a cualquiera que no hubiesen pasado a cuchillo. En 1211 arrojaron a cuatrocientos herejes cátaros a la pira en Lavaur.

—Vaya, qué bien —comentó Ben.

—Fue una infamia —prosiguió Rose—. Además, en aquella época fue cuando la Iglesia católica instauró la Inquisición, una nueva ala del oficialismo eclesiástico que confería más autoridad a las atrocidades cometidas por el ejército. Se ocupaban de los interrogatorios, las torturas y las ejecuciones. Solo respondían ante el papa en persona. Ejercían un poder absoluto. En 1242 los inquisidores se habían vuelto tan sanguinarios que en un momento dado un destacamento de caballeros asqueados, desertaron de su puesto y asesinaron a unos cuantos en un paraje llamado Avignonet. Por supuesto, la rebelión de los caballeros fue sofocada de inmediato. Por fin, en 1243, después de que los cátaros se hubiesen resistido mucho más de lo que habían previsto, el papa decidió que había llegado la hora de acabar con ellos de una vez por todas. Ocho mil caballeros asediaron el último bastión de los cátaros, el castillo montañoso de Montsegur, arrojando enormes rocas a sus almenas con catapultas durante diez meses seguidos hasta que finalmente los cátaros fueron traicionados y los obligaron a rendirse. Los inquisidores bajaron de la montaña a doscientos miserables y los asaron vivos. Y ese vino a ser su fin. El fin de uno de los holocaustos más escandalosos de todos los tiempos.

—Entiendo que meterse en la herejía alquímica fuera algo arriesgado —observó Ben.

—En algunos aspectos, lo sigue siendo —repuso Rose con aire travieso.

Ben estaba desconcertado.

—¿Qué?

El profesor echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—No quiero decir que sigan ejecutando a los herejes en la plaza mayor. Estaba pensando en el peligro que entraña para la gente como yo, los académicos y los científicos. El motivo de que nadie quiera tocar este tema ni siquiera con pinzas es que se coge fama de chiflado. De vez en cuando alguien muerde la manzana prohibida y le cortan la cabeza. Hace algún tiempo despidieron a una pobrecilla precisamente por esa razón.

—¿Qué pasó?

—Fue en una universidad parisina. Una profesora de biología americana salió escaldada tras haber emprendido una investigación no autorizada…

—¿Sobre la alquimia?

—Algo así. Escribió algunos artículos en la prensa que sentaron mal a algunas personas.

—¿Quién era esa americana? —preguntó Ben.

—Estoy intentando acordarme del nombre —dijo Rose—. Una tal doctora…, doctora Roper, no, Ryder, eso es. Se armó un gran revuelo en el mundo académico. Hasta lo mencionaron en el boletín de la Sociedad Medieval francesa. Según parece, Ryder recurrió a un tribunal universitario por despido improcedente. Pero no le sirvió de nada. Ya te he dicho que cuando te tachan de chiflado es una auténtica caza de brujas.

—La doctora Ryder en París —repitió Ben al tiempo que lo anotaba.

—Hay un artículo entero al respecto en un ejemplar atrasado de Scientific American que estaba tirado en la sala común de la facultad. Cuando vuelva te lo busco y te llamo. Puede que haya un número de contacto de Ryder.

—Gracias, no estaría de más comprobarlo.

—Ah… —recordó bruscamente Rose—. Otra cosa. Si estás en París puede que también quieras ponerte en contacto con otra persona, un tipo llamado Maurice Loriot. Es un editor importante, fascinado por toda clase de temas esotéricos, que publica muchas cosas de esas. Es un buen amigo mío. Aquí tienes su tarjeta… Si lo ves, dale recuerdos.

Ben aceptó la tarjeta.

—Así lo haré. Y por favor, dame el número de esa doctora Ryder, si es que lo encuentras. Me gustaría mucho conocerla.

Se separaron con un cálido apretón de manos.

—Buena suerte con la investigación, Benedict —dijo el profesor Rose—. La próxima vez procura que no pasen veinte años.

Dos voces hablaban por teléfono muy lejos de allí.

—Se llama Hope —repitió una de ellas—. Benedict Hope. —El hombre tenía acento inglés y hablaba con susurros apresurados y furtivos, levemente humedecidos, como si hubiera ahuecado la mano alrededor del auricular para impedir que otros lo oyesen.

—No te preocupes —respondió la segunda voz. El italiano parecía confiado y sereno—. Nos encargaremos de él igual que nos hemos ocupado de los demás.

—Ese es el problema —cuchicheó la primera—. Este no es como los demás. Me parece que puede causarnos problemas.

Una pausa.

—Mantenme informado. Nos ocuparemos de ello.