Capítulo 3

La costa irlandesa occidental, cuatro días después.

Ben se despertó sobresaltado. Se quedó tendido unos breves instantes, desorientado y confuso, mientras la realidad se recomponía poco a poco. A su lado, sobre la mesita de noche, el teléfono móvil estaba sonando. Alargó el brazo para cogerlo. Torpe a causa del sueño prolongado, su mano vacilante derribó el vaso vacío y la botella de güisqui que había junto al teléfono. El vaso se hizo añicos en el suelo de madera. La botella se estrelló contra los tablones con una pesada sacudida y fue rodando hasta un montón de ropa sucia.

Profirió una maldición mientras se incorporaba en la cama deshecha. Le dolía la cabeza y tenía la garganta seca, así como un sabor de boca a güisqui rancio.

Cogió el teléfono.

—¿Diga? —respondió, o más bien intentó responder. Su áspero graznido dio paso a un acceso de tos. Cerró los ojos y experimentó la sensación desagradablemente familiar de verse absorbido hacia atrás por una espiral larga y oscura, con dolor de cabeza y el estómago revuelto.

—Lo siento —se disculpó la voz al otro lado de la línea. Era una voz masculina con acento inglés entrecortado—. ¿Me he equivocado de número? Estoy buscando a un tal Benjamín Hope. —La voz denotaba un tono de desaprobación que enojó de inmediato a Ben a pesar de su aturdimiento.

Volvió a toser, se restregó la cara con el dorso de la mano y trató de abrir bien los ojos.

—Benedict —musitó, se aclaró la garganta y habló con más claridad—. Es Benedict Hope. Al habla… ¿Qué horas son estas de llamar? —añadió irritado.

La voz pareció aún más disgustada, como si su impresión acerca de Ben acabara de confirmarse.

—Pues las diez y media, la verdad.

Ben sepultó la cabeza en la mano. Miró el reloj. La luz del sol brillaba a través del hueco de las cortinas. Empezó a aclararse.

—Vale. Perdone. He tenido una noche movidita.

—Es evidente.

—¿En qué puedo ayudarlo? —espetó bruscamente Ben.

—Señor Hope, me llamo Alexander Villiers. Le llamo en nombre de mi jefe, el señor Sebastian Fairfax. El señor Fairfax me ha pedido que le explique que le gustaría contratar sus servicios. —Hizo una pausa—. Según parece, es usted uno de los mejores detectives privados del mundo.

—Pues le han informado mal. No soy detective. Encuentro a personas perdidas.

La voz continuó.

—Al señor Fairfax le gustaría verle. ¿Sería posible concertar una cita? Como es natural, lo recogeremos y le pagaremos por las molestias.

Ben se reclinó contra la cabecera de roble y alargó la mano para coger los Gauloises y el Zippo. Sujetó el paquete entre las rodillas y extrajo un cigarrillo. Giró la rueda del mechero con el dedo pulgar y lo encendió.

—Lo siento, no estoy disponible. Acabo de terminar un trabajo y pensaba tomarme un descanso.

—Lo comprendo —repuso Villiers—. El señor Fairfax también me ha pedido que le informe de que está dispuesto a ofrecerle una generosa remuneración.

—No se trata de dinero.

—En ese caso, tal vez debería añadir que se trata de una cuestión de vida o muerte. Nos han dicho que usted es nuestra única posibilidad. ¿No quiere al menos venir a conocer al señor Fairfax? Cuando oiga lo que tiene que decirle puede que cambie de opinión.

Ben titubeó.

—Gracias por acceder —dijo Villiers al cabo de una pausa—. Lo recogerán dentro de unas horas. Esté preparado, por favor. Adiós.

—Espere. ¿Dónde?

—Ya sabemos dónde está, señor Hope.

Ben salió a correr como cada día por la playa desierta, con la única compañía del agua y algunas estridentes aves marinas que describían círculos en el aire. El océano estaba en calma y el sol era más frío ahora que se avecinaba el otoño.

Después de recorrer alrededor de un kilómetro y medio de arena lisa, sintiendo apenas el eco mortecino de una resaca, enfiló un sendero que descendía hasta la ensenada rocosa que era su parte favorita de la playa. No la visitaba nadie excepto él. Era un hombre aficionado a la soledad, aunque su trabajo consistiera en reunir a los demás con las personas que habían perdido. Le gustaba ir allí de vez en cuando, cuando no estaba trabajando fuera. Era un paraje donde podía olvidarse de todo, donde podía quitarse de la cabeza el mundo y todas sus complicaciones durante unos preciosos instantes. Ni siquiera se veía la casa, que estaba oculta tras una empinada loma de arcilla, peñascos y matas de hierba. Le importaba poco aquella casa de seis dormitorios (era demasiado grande para él y Winnie, su anciana asistenta), y solo la había adquirido porque venía con aquel tramo de cuatrocientos metros de playa privada que era su santuario.

Se sentó en el sitio de siempre, una voluminosa roca plana con percebes adheridos, y arrojó perezosamente un puñado de piedrecillas al mar de una en una mientras la marea siseaba y lamía los guijarros a su alrededor. Entrecerró los ojos azules para protegerse del sol y observó el arco descendente de una piedra recortándose contra el cielo y la pequeña salpicadura blanca que produjo al desaparecer en el seno de una ola que se acercaba a la costa. Bien hecho, Hope, se dijo para sus adentros. Esa piedra había tardado mil años en llegar a la orilla y ahora la has vuelto a tirar al agua. Encendió otro cigarrillo y escudriñó el mar mientras la suave brisa salada le revolvía el cabello rubio.

Al cabo de un rato se levantó de mala gana, saltó de la roca y se encaminó de nuevo a la casa. Encontró a Winnie afanándose en la espaciosa cocina, preparándole algo de comida.

—Me iré dentro de un par de horas, Win. No me hagas nada especial.

Winnie se volvió a mirarlo.

—Pero si volviste ayer. ¿Adónde vas ahora?

—No tengo ni idea.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—Eso tampoco lo sé.

—Pues será mejor que comas algo —dictaminó firmemente—. Siempre de aquí para allá, sin pararte a recuperar el aliento en ningún sitio. —Suspiró y meneó la cabeza.

Winnie había sido una compañera fiel e incondicional de la familia Hope durante muchos años. Ben era el único que quedaba desde hacía largo tiempo. Después de la muerte de su padre había vendido la residencia familiar y se había trasladado a la costa occidental de Irlanda. Winnie lo había seguido. Más que una simple asistenta, era como una madre; una madre preocupada y con frecuencia exasperada, pero siempre paciente y devota.

Dejó la comida que había empezado a cocinar y preparó enseguida un montón de sándwiches de jamón. Ben se sentó ante la mesa de la cocina y engulló un par de ellos, embebido en sus pensamientos.

Winnie lo dejó para dedicarse a las restantes tareas domésticas. No había mucho que hacer. Ben casi nunca estaba en casa, y cuando volvía apenas hacía sentir su presencia. Nunca le hablaba de su trabajo, pero ella sabía lo suficiente sobre él para darse cuenta de que se trataba de algo peligroso. Eso la preocupaba. También la preocupaban las cajas de güisqui que llegaban en una furgoneta con una regularidad un tanto excesiva. Ella nunca se lo había dicho abiertamente, pero la inquietaba que, de un modo u otro, acabara en una tumba prematura. Solo el buen Señor sabía qué acabaría antes con él, el güisqui o una bala. Su mayor temor era que no creía que a él le importase una cosa o la otra.

Si encontrase algo que le importara, pensó. Alguien que le importara. Su vida privada era un secreto que guardaba celosamente, pero ella sabía que se había deshecho de las contadas mujeres que habían tratado de acercarse a él, de hacer que las amase, y que había dejado que se las llevara la corriente. Nunca había llevado a nadie a casa, y muchas llamadas de teléfono habían quedado sin respuesta. Al final siempre dejaban de llamar. Tenía miedo de amar a alguien. Era como si hubiese matado aquella parte de sí mismo, como si se hubiese despojado de sus emociones, como si estuviera vacío por dentro.

Winnie lo seguía recordando cuando era un muchacho que rebosaba optimismo alegre y sueños, que tenía algo en lo que creer, algo que le daba fuerzas y que no salía de una botella. Eso había sido hacía muchísimo tiempo. Antes de que aquello sucediera. Suspiro ante el recuerdo de aquella terrible época. ¿De veras había terminado? Ella era la única, aparte del propio Ben, que comprendía lo que le impulsaba en secreto. Que conocía el dolor que habitaba en su corazón.