Es el comienzo de la tarde tal vez, en medio del departamento desmantelado, completamente despierto y seguro de sí, con la bolsa de cocaína en un costado, el Gaucho Dorda tiene algo de vida aún por delante, le extraña que sean tantos los que están por ahí y eso le parece una buena señal. «Cuando vengan a matarme vendrá uno solo, el canalla de Silva tal vez, el feroz y cobarde comisario Silva; entrará solo a matarme». Se sonreía perdido, ileso, sentado contra el parante de la puerta, atisbando en la luz húmeda y acariciando la metra con la mano izquierda. Listo para morir no; porque nadie está listo nunca para morir, pero sí dispuesto a morir, como quien lleva un estigma de chico, desde siempre, que le dice: «Vos vas a terminar mal». Rodeado, aislado en su covacha, encerrado en el círculo muerto, en medio de un departamento sitiado, sin poder moverse, está dispuesto a morir. Los dichos de la finada le vuelven como un rezo.
—Vos vas a terminar mal.
Es decir, muerto de un tiro, herido por la espalda, traicionado y sin embargo, había terminado bien, entero, sin traicionar a nadie, sin dar el brazo a torcer. Le entusiasmaban esas palabras y veía cómo en una foto, un brazo al que torcían en una pulseada en la glorieta de un bar al aire libre en Cañuelas y después su cuerpo muerto en la tapa de Crónica. «Cayo la hiena Dorda». Vengan, dijo, vengan gran puta. Se sostuvo el brazo y se ató con la goma para buscar la vena.
No importa nada. Se asomo a la ventana, a ver que preparaban los guanacos, se movían como muñequitos abajo, apretados contra las paredes, los focos iluminando la tarde. Atrás, al fondo, estaba el Parque Rodó y más atrás el río. Abajo de la tierra, bajo los adoquines, estaban las cloacas, los caños maestros que corrían como pasillos clandestinos y desembocaban en el río. Escapar por los sótanos, cavar un túnel con las manos, salir por los pasadizos hasta el desagüe, subir por la escalera de fierro, levantar la tapa y salir al aire libre. Los curas tenían el colegio en medio del campo, con árboles y quintas y altos muros. Pupilo, te vas pupilo. Y él había pensado primero en un ojo que lo miraba mientras dormía, el ojo del Colorado Jara, el celador, tuerto, con un ojo lechoso, blanquecino, que les pegaba en el cuerpo para que no se vieran las marcas. El Gaucho se meaba en la cama y lo obligaban a sacar el colchón y caminar adelante de todos que se reían de él mientras cargaba el colchón para llevarlo a secar al sol y andaba por el patio sin llorar, el Gaucho, hasta que lo mandaban a las duchas y ahí sí con el agua que le cae por la cara puede llorar sin que nadie se dé cuenta. No sea marica, Dorda, no sea puto, se mea encima el manflorón. Y se reían, los otros, y él se les tiraba encima y se revolcaban en la tierra, a los golpes. Pupilo, la madre se lo había sacado de encima y la palabra le sonó rara al oírla, como una maldición, —vas de pupilo— dijo la finada y él pensó que le iban a operar el ojo, una mancha para que no viera ya la cara de su madre, pero después, al tiempo, comprendió que eran las chicas, en las ventanas del quilombo del pueblo, a las que espiaban cojer desde los techos, por las banderolas, las piernas blancas, que flotaban en el aire, las pupilas, ¿lo mandaban ahí? No podía ser. Las pupilas de la Madama Iñíguez, que salían a pasear a la madrugada por el pueblo vacío. No había hombres en la casa de alto, atrás de los corrales viejos, todo lo hacían ellas, las mujeres, sólo había un mucamo al que echaron al poco tiempo, todas mujeres regenteando el prostíbulo, atrás de la estación de María Juana. La Rusita fue la primera mujer con la que estuvo, no hablaba en cristiano, le sonreía y decía unas palabras en un idioma raro, mezclado con algunas palabras en argentino. Lindo machito, pagáme un canario, entráme querido, dicho con aire indiferente como si hiciera cuentas o recitara las palabras recordadas de un sueño. Eran iguales, él y la Rusa, no sabían decir bien lo que sentían. La iba a ver y se sentaba con ella y la miraba tocarse entre las piernas y por eso le pagaba lo que había ganado o lo que había robado por las quintas, en los galpones de la estación, en los fondos del almacén del turco Abad. No decían nada, el Gaucho hablaba poco ya en ese tiempo, tenía catorce, trece, rubio, ojos claros, cara de galleta y a veces oía en los tubitos de aire del cerebro sonar como una música dulce la voz pura e inexplicable de la Rusita, que le hablaba en idioma y también le decía Lindo, machito y aprendió a decir Mi Gaucho Rubio y también otras palabras cariñosas como un canto incomprensible que sólo ellos dos entendían y que le entraban (al Gaucho) en las entretelas del corazón. Trataba de explicarle, el Gaucho, las arborescencias que hay en el corazón, son como una enredadera alimentada por la sangre. Ella entendía. Él le trataba de explicar. Y ella sabía que no era en las mujeres donde él buscaba el amor que le entibiara el alma. Quería decirle cosas así, como las canciones que escuchaba la finada, pero no le salía la voz. Ensayaba lo que iba a decirle pero se le trababan las palabras. Entonces ella lo miraba, sonriendo, como si comprendiera que el Gaucho era distinto a los demás, no afeminado, muy machito, pero diferente a los demás, un invertido se decía en el campo, un mariquita no y ella se hacía las uñas de los pies, desnuda, sentada en la cama, el olor de la acetona lo mareaba y lo calentaba, le daban ganas de pintarse las uñas y miraba a la mujer con los pedacitos de algodón que le separaban los deditos de los pies y él hubiera querido arrodillarse a besarla, como a una virgen pero no se animaba y seguía quieto, triste, callado y a veces ella se sonreía y le hablaba en su idioma incomprensible o le cantaba en polaco, la Rusa, y al final se acercaba y el Gaucho se dejaba tocar rígido, fláccido, sin poder penetrarla jamás y a veces era él quien la tocaba a la rusita, la acariciaba como si ella fuera una muñeca, una nena que amaba en secreto el Gaucho Rubio. Eso era en el '57 o en el '58. Ya había empezado a andar con armas en ese tiempo y ella no se asombraba, ni se asustaba, al verlo dejar la Ballester Molina en la mesa de luz y ella como si no lo viera, seguía ahí, dulce, bajo el velador hablando en su lengua, como una letanía. ¿Y después? Ya no se acordaba. Había estado dos veces en el reformatorio pero todavía no lo habían llevado al Melchor Romero, todavía no le habían vaciado la cabeza con los shock eléctricos, con las inyecciones de insulina, para que fuera como todos. Fue el Dr. Bunge, con sus anteojitos redondos y la barbita en punta el primero que le empezó a decir que tenía que ser igual a todos. Que se buscara una mujer, que hiciera un familia. Porque desde siempre, al Gaucho, que era un matrero, un retobao, un asesino, hombre de agallas y de temer en la provincia de Santa Fe, en los almacenes de la frontera, al Gaucho siempre le habían gustado los hombres, los peones, los arrieros viejos que cruzaban a la madrugada por el arroyo, al otro lado de María Juana. Lo llevaban bajo los puentes y lo sodomizaban (esa era la palabra que usaba el Dr. Bunge), lo sodomizaban y lo disolvían en una niebla de humillación y de placer, de la que salía a la vez avergonzado y libre. Siempre suelto, siempre furioso y sin poder decir lo que sentía, con esas voces que le sonaban adentro, las mujeres que le daban consejos y le murmuraban porquerías, le daban órdenes contradictorias, lo maldecían, sólo de mujeres las voces en el cerebro de Dorda. Por eso lo trataban con las inyecciones y las pastillas en el hospital para curarlo, para volverlo sordo, para sacarlo del pecado de la sodomía. Se sonrió ahora pensando como miraba a los peones con los que convivía en las épocas en que se conchababa para ir a la cosecha. Había que convivir meses enteros, en pleno verano, con los paisanos, un solazo que te calcina los sesos. Hasta esa tarde en que se quedaron jugando al sapo en el almacén, todos medio borrachos y lo empezaron a cargar y se reían y le hacían chistes y el Gaucho no podía hablar, solo sonreía, con los ojos vacíos y el viejo Soto lo tomó de punto, lo provocó y lo provocó hasta que el Gaucho lo mató a traición, lo dejó seco cuando Soto estaba subiendo muy borracho al zaino y boleaba la pata y no alcanzaba el estribo y el Gaucho, como si quisiera parar ese baile ridículo, sacó un arma y lo mató. Fue el primer hombre muerto de una serie que no tenía fin (según Bunge decía el Gaucho). Ahí empezaron las desgracias y el Gaucho pasó de ser un chorrito, un descarriado, a ser un asesino. Lo llevaron a Sierra Chica y lo encerraron a pan y agua para que confesara lo que todos sabían. Tenía recuerdos nítidos de ese entonces y se los contaba al Dr. Bunge que anotaba todo en una libretita blanca.
—Si sigue así va a terminar mal, Dorda —le dijo el médico.
—Yo voy mal —dificultoso para expresarse, el Gaucho Rubio—. Vengo mal desde chico. Yo soy desgraciado. No sé expresarme, doctor.
Hacía gestos con las manos para decir lo que sentía, pero se le reían en la cara. Se enfurecía. Vos vas a terminar mal, le decía siempre la finada su madre.
Y había terminado aquí. En este departamento con su hermano muerto, con la metra apuntando a la calle y la calle llena de pesquisas que venían a matarlo. Me van a estaquear y me van a mandar otra vez a Sierra Chica, con los chilenos. Eran terribles los chilenos, lo trataban como a un animal. Ahí no vuelvo. A Sierra Chica no me llevan más. Se asomó por la ventana, con el Nene tirado en el piso, la medallita entre los dedos, el Gaucho, lo sentía muerto en el piso, al único hombre que lo había querido y lo había defendido siempre y lo había tratado como a una persona, mejor que a un hermano, como a una mujer lo había tratado el Nene Brignone, que lo entendía cuando no podía hablar y decía siempre, el Nene, lo que el Gaucho sentía sin poder expresar como si le leyera el pensamiento pero ahora estaba ahí, lo veía tirado con la cara limpia, el Nene, lleno de sangre, boca arriba, muerto.
Se asomó por la ventana y miró hacia la calle. Había una rara quietud, abajo. Arriba los oía moverse, a los pesquisas, como si se arrastraran, como si movieran una chapa acanalada.
—Vengan, gran puta —gritó—. Me quedan todavía dos cajones de balas.
Pudo decirlo y pudo pensar, sin decirlo, tengo un paquete de droga, una bolsa de cocaína, para seguir despierto, había resistido tantas horas, había llegado la mañana y el mediodía y no habían podido sacarlos de adentro. Se ponía la bolsa en la cara y la aspiraba y sentía que lo liberaba y le llenaba la garganta como un aire sereno, una frescura limpia que lo despejaba y le hacía pensar que iba a poder salir, salvarse.
Se iba a ir llevándose con él a todos los guanacos que pudiera, eso se habían jurado sin decírselo el Nene Brignone y el Gaucho Rubio. En un costado habían hecho las marquitas, con el cortapluma, en el marco de la puerta, cada mierda que caía, iban cuántos, le costaba contar, cerca de diez o doce. Si tuviera una bomba, si tuviera dinamita, se la ataría en la cintura y se tiraría a la calle, donde estaban todos los canas esperando verlo morir. Que volara en pedazos con ellos.
No estaban acostumbrados a enfrentarse con hombres que les hicieran frente y que no arrugaran. Estaban acostumbrados, los mandrias, a verduguear, a atarte en el elástico de una cama y darte máquina hasta reventarte. Pero cuando encuentran un tipo que se planta, no se animan, hacía dos horas que daban vueltas sin atreverse a entrar.
—Vení Silva, chancho culiado.
La voz, al Gaucho, le salía firme y toda la ciudad estaba quieta, en silencio y su voz sonaba como la voz de Dios que llega desde lo alto, la voz del Santísimo, allá en el pueblo. Santa María Madre de Dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte amén. La rezó de un saque, se la acordó toda, cuánto hacía, la oración se la había enseñado la Hermana Carmen. Un hospicio atendido por monjitas que le enseñaron a rezar y el Gaucho a veces para borrar las voces rezaba y rezaba siempre la misma oración a la Madre de Dios.
—Tráiganme un cura —dijo—. Me voy a confesar.
Habían entrado a caballo por el patio embaldosado y la mujer salió a pedirles respeto con la escopeta de dos caños bajo el brazo. ¿De dónde venía ese recuerdo?
—Tengo derecho a pedir por un cura, soy bautizado.
Sonaron unos tiros afuera y unas voces lejanas. Él estaba tranquilo, ahora, sabía que andaban por los departamentos vecinos, los pesquisas. Se acordaba de esa mujer con la escopeta, ¿era su madre?, pero después no se acordaba de nada, estaba en blanco, era todo un vacío, una nada. Así era su vida. Los años anteriores al hospicio se los acordaba bien y después todo borrado y después se encontró con el Nene. Le pasaban volando los días y no se terminan nunca los meses. La cárcel hace lentos los días y veloces los años. ¿Quién decía eso? Después que salió de la cárcel no se acordaba de nada hasta el día de hoy, sentado en el piso contra la ventana, esperando que vinieran a matarlo.
Ya no le quedaba voz para rezar al Gaucho Dorda. Pobrecito, se iba a morir, en la República Oriental del Uruguay. Así hablaba el finado su padre: conozco Entre Ríos, y la República Oriental del Uruguay. Había viajado mucho, su padre, que tenía una tropa de carros y hacía la cosecha gruesa.
Un viento suave llegaba por las banderolas y movía los espectros de las cortinas quemadas en el cuarto. El cuerpo del Nene tendido en un costado y atrás la ventana que daba al patio. Y vio a su padre, de pronto, que llegaba a la noche en el tobiano.
—Que dice, aparcero…
Los caballos a poco andar ya conocían el ruido del motor de las cosechadoras, cuando venía forzando la mata porque la hilera era gorda y se aceleraba el regulador, los tungos se paran y cuando se alivia, siguen. Le venían ahora las imágenes claras de la cosecha cuando tendría, diez, once años, por Tandil. La velocidad que tenían para coser las bolsas, cuando el rinde llegaba a las treinta por hectárea, dos por tres salía alguno por la batea porque en el apuro se cosía la punta de la blusa en la arpillera. El hilo de seda en la boca de la bolsa, un cruce nomás, una cruz. Nunca pudo aprender a coser la boca de las bolsas. Era medio retrasao, dicen, pero no es cierto, le costaba hablar y estaba siempre peleando con esas mujeres que le decían cosas al oído. Cosidas, las palabras, a su cuerpo, con hilo engrasado, un tatuaje llevaba adentro, con las palabras de su finada madre grabadas como en un árbol.
—Como relámpagos, como refucilos, como una luz, los recuerdos —dice Dorda—. Aquí estoy y aquí me quedo.
Todo estaba destrozado a su alrededor, las paredes estaban desnudas y rotas, sin revoque, mostrando sólo las vigas, un isómero increíble de plomos achatados estaban esparcidos por los dormitorios y el living, el baño y la cocina y mostraban la intensidad del fuego soportado durante horas. Lo que quedaba en pie no podía ser reconocido como mobiliario.
—Van a venir a sacarme de acá, los hombres de Silva, el canalla, buchón, te trae la noche… En el piso se encontraron dos pistolas 45, una subametralladora PAM y un revólver calibre 38, en dos destartalados cajones quedaban unos pocos proyectiles: ese era el arsenal con el que los tres pistoleros habían resistido durante quince horas el asedio de más de trescientos policías.
Se sonreía a solas, sentado, con las voces que sonaban dentro suyo, bajas ahora, tiró una ráfaga, para que supieran que seguía ahí.
Iban a venir en la oscuridad, por los corredores, a buscarlo, los pesquisas. Andaban por el pueblo en un sulky negro, vestidos con trajes cruzados. Bajaban en la estación y ahí se llevaban a los presos esposados. Al loco Anselmo, se lo llevaron y todo el pueblo lo acompañó, lo subieron al tren, en el vagón de segunda, un pesquisa a cada lado, porque había degollado al patrón que lo encontró robando en La Blanqueada. Era un gringo, matrero, salteador y lo buscaban por los pagos y los pueblos y lo madrugaron en el corral de la estación de trenes. Salió el patrón y al verlo lo insultó («Gringo de mierda») y el taño Anselmo lo dejé seco, de un puntazo. Tendría también en ese tiempo cuánto, qué edad, Dorda, doce, trece, hasta ahí le llegaban los recuerdos, después, nada, como si le hubieran borrado lo que llevaba adentro y se quedó fijo en aquel tiempo, sólo se acordaba de cuando era chico y después nada. Lo bajaron del sulky al gringo Anselmo y se quedaron esperando que llegara el tren de pasajeros que venía del sur, en el andén vacío de la estación de Pila. Los dos pesquisas con el loco Anselmo, de alpargatas y guardapolvo gris porque había trabajado en el correo y empezó a abrir las cartas y robar la correspondencia y a escribir cartas a las mujeres y a visitarlas para violarlas, según decían. Parece que sólo llevaba las cartas donde había malas noticias porque era supersticioso. Las cartas las encontraron en el fondo de su casa, clasificadas, y cuando lo descubrieron, salió disparando y se dedicó a cuatreriar y a carnear ajeno y a violar chinas en los ranchos perdidos de la provincia, se acordó ahora Dorda, apoyado contra la ventana y los espiaba desde un costado, los veía moverse, abajo, en la calle.
El matrero iba esposado con las manos adelante, las manos atadas sobre la cintura, pero mirando con altivez, orgulloso de ser un mal hombre, un rebelde, las vías miraba y los dos canas, de bigote y poncho, quietos, fumando, porque tenían que viajar con él hasta La Plata en el tren de pasajeros que venía de Bahía Blanca.
—Así vas a terminar vos —la finada le dijo esa noche.
Por el tragaluz del departamento 3 y desde el boquete abierto en la pared del comedor del segundo piso de la finca vecina y que daba sobre el dormitorio se pudo ver a Mereles que estaba caído «decúbito dorsal» sobre el elástico de la cama apoyado apenas en la pared. Con sumo cuidado desde el apartamento 11 se pudo ver a Brignone, cuyo cuerpo yacía en posición intermedia entre la cocina y el hall. Pero faltaba el otro asesino.
La luz caía ahora por las cortinas. Tenía droga para dos horas más.
—Traigan droga —gritó.
—Rendíte, mierda —oyó.
A través del boquete practicado desde la casa vecina, se vieron los cuerpos de dos de los pistoleros, yacentes y con innumerables orificios de bala. Casi sobre el quicio de la puerta, el pie de uno de los dos pistoleros parecía hablar de un último intento de fuga a tiro limpio. Luego en el living-comedor de la vivienda el cuerpo totalmente tinto en sangre del pistolero yacía boca arriba, bañado en una inmensa ola de sangre que se extendía por casi toda la superficie del living. A pocos centímetros de él, el otro pistolero yacía bañado igualmente en su propia sangre. El primer pistolero vestía «blue jeans» y camisa blanca y a su lado había un arma: una metralleta Thompson. El segundo pistolero llevaba un pantalón azul y una camisa marrón. El tercero estaba sentado, de espaldas a la ventana, en un hueco, era Dorda.
Andaban como ratas por los corredores, los pesquisas. Un cura iba a venir a bendecirlo.
—Me doy un saque, permiso, vengan si quieren.
Por las dudas se efectuaron algunos disparos más desde el boquete hacia el interior y a través de la ventana del cuarto de baño se lanzaron más granadas de gases. No hubo reacción. Un policía se asoma al pasillo y dos segundos después cae acribillado por una ráfaga.
La puerta de entrada a la vivienda colgaba, como una enseña petrificada de la muerte, sobre sus goznes inferiores y había en ella mil perforaciones de bala. Un reguero de astillas y una atmósfera de humo, pólvora y sangre llenaba el pasillo.
Siempre había sido objeto de interés para los médicos, los psiquiatras. El criminal nato, el hombre que se ha desgraciado de chico, muere en su ley. Era un destino al que no podía escapar y al que era conducido como Anselmo en el vagón de segunda del Ferrocarril del Sur. No le gustaba el campo, todo igual de plano, se escapaba a la siesta y se subía a las cosechadoras, tenían un asiento de fierro, agujereado, que apenas si se entra, muy arriba con una palanca para frenar. Había tenido la suerte de montar los percherones que se ataban a la cadera, con recados, en la cincha con un cuarto hecho de lonjas, para que el carro saliera del pantano. Cuando se llegaba a la loma, se descansaba, a la orilla del alambrado, por dos razones, porque se visualizaba, panorámico, el camino y porque en las lomas suele haber vizcacheras y se las puede agarrar con la ayuda de los perros.
Llegó a la ciudad y se fue a vivir a una pensión, por Barracas pero de eso no habla, ni se acuerda casi.
Dentro de la vivienda, en la alcoba, de la cama doble no quedaba sino un montón de madera deshecha por las explosiones de las granadas lacrimógenas y las ráfagas de las ametralladoras.
Chorreaba sangre todo el lugar.
Era como si además en la vivienda hubiera entrado una casa de demoliciones y de la obra muerta de la casa no hubiera quedado nada: solamente estaban en pie las paredes maestras.
Los policías no se animaban a pasar. No podía saberse a estas alturas si los tres pistoleros se habían suicidado, habían muerto de alguna de las ráfagas de ametralladora que les dispararon contra la puerta del departamento de enfrente o habían muerto de la bomba de mano, que se dice que les arrojaron desde la planta superior, por un agujero abierto en el techo con una máquina perforadora.
Dorda estaba ahí con las armas a su alcance, pensando cómo disparar hasta el final. Se había dado un pico de cocaína.
Te acordás Nene cuando ibas por el medio de la calle, de chico, buscando huevos de paloma en Bolívar, en el verano. Se bañaban en la laguna barrosa y pinchaban los huevitos con un alfiler y se los tragaban de un saque.
Del campo no queda nada, está todo vigilado por los pesquisas. Tenía esas imágenes rápidas, un camino y un auto que llegaba con unos tipos armados. Las voces le decían cosas incomprensibles, le hablaban a veces con el idioma dulce de la polaquita de la amueblada. Vaya a saber que quería decir, cuánto habría sufrido la pobre, tan linda mujer, la trajeron engañada para casarla con un hombre de posición pero enseguida la encerraron en un barco y la llevaron al interior y la hicieron trabajar en la casa de Madama Iñíguez (la chilena). Era una campesina que sabía coser y hacer goulash y la trajeron para que pudiera tener una familia lejos de la guerra y del hambre. Una vez pensó, como dormido, como si lo hubiera oído, que lo mejor era matarla, oyó que ella le estaba pidiendo que la matara. No quiso, no quería. Trató de sacarse la idea de la cabera, se le prendía como un bicho, como una garrapata, la voz, y el Gaucho cerró los ojos porque la chica estaba sentada en el pie de la cama, desnuda, con el pelo colorado que le llegaba a la cintura y el adentro del cerebro escuchaba esa grampa como de alambre que trasmitía, una voz le dijo que la matara, le hablaba en ese idioma de ella que nadie entendía en esta región, y sin embargo las palabras le decían que por favor la salvara y le evitara ese sufrimiento de estar con ésos paisanos brutos de las provincias vecinas («las provincias vecinas»), nadie entendía que ella era una princesa polaca y que ya no podía soportar la soledad y el sufrimiento («el sufrimiento»), la habían separado de su hijita, de Nadia, se la había llevado un médico porque le dijo que tenía tifus («tifus»). Le dio cien pesos y se llevó a la nena envuelta en una pañoleta y la subieron a un carro y la bajaron en un prostíbulo en Chivilcoy (le contó Dorda a Bunge). Y el Gaucho entendió esas palabras, las palabras que decía la polaca, la cautiva, como si fueran contraseñas y ella le dijo que se la llevaron en un carro y la trajeron a la provincia de Santa Fe a trabajar con los peones de las cosechas, a seguir los campamentos y ahora estaba perdida y vivía en un cuartito especial porque los negros la preferían porque ella era una mujer de pelo colorado, una europea, pero quería morir y lo dejaba al Gaucho que le acariciara los pies y le sirviera de sirviente y desnuda, de cara al espejo, lo miraba con esos ojos de princesa y le pedía que la matara el Gaucho le hizo caso a la voz que le ordenaba suavemente lo que tenía que hacer, buscar la Beretta en la caña de la bota y apuntarle a los ojos y en ese momento ella mostró una cara de asombro y de terror que el Gaucho nunca pudo olvidar, le quedó para siempre como una estampa, la certeza de que quizás ella se había asustado a último momento como le pasa a los suicidas que se arrepienten, y tratan de vivir y ella estaba desnuda, con el pelo rojo suelto sobre la espalda y alzó la mano, así, en un gesto de piedad y de asombro mientras el Gaucho le volaba la cabeza.
Ahí se lo llevaron al frenopático y lo mataron a golpes y a inyecciones para dormir caballos, unas pichicatas que le daban y lo dejaban como muerto en vida, le hacían doler todos los huesos y estaba todo el día tirado en la cama, asesino de mujeres indefensas, ahogado en el chaleco de fuerza, en una pieza con otros locos que hablaban de la guerra y de la lotería y él se quedaba quieto pensando y escuchando las voces y la voz de la rusita que le pedía que la matara y una tarde un loquito, el Loco Gálvez apareció con una tijera pico de loro que robó en la enfermería y liberó a todos los locos furiosos y los dejó escapar. Era la Navidad de 1963 y todos estaban ocupados en los festejos y el Gaucho se tomó un tren en Gonnet y se bajó en Constitución y empezó a dormir en la estación y ahí fue donde lo conoció al Nene, que llegaba de Mar del Plata, con una valija después de haber ganado un platal en el Casino y le vio cara conocida. Habían estado juntos en Batán, de chicos, en el Instituto de Menores y se lo llevó a vivir con él, Brignone. Tenía esa imagen del Nene que venía por el andén divertido, con la valija, como si lo estuviera buscando, y el Gaucho estaba acostado en un banco contra la pared, en el final del andén y el Nene se le acercó y le dijo:
—A vos te conozco, sos de Santa Fe, sos el Gaucho Rubio, estuvimos juntos en Batán.
La memoria del Gaucho no andaba bien pero cuando vio esa cara en la neblina del amanecer, elegante y alegre, supo que era cierto, parecía un Cristo el Nene parado contra la claridad de la estación.
El comisario Silva logró escurrirse hasta el departamento del segundo piso y se lanzó a través de la puerta completamente destrozada disparando con su ametralladora ráfagas en todos los sentidos. El último pistolero, el Gaucho Dorda se había puesto de pie tambaleante, «terminado» ya, hizo un esfuerzo y disparó su metra pero no logró alcanzarlo, estaba demasiado débil y sintió que Silva estaba demasiado lejos, en la claridad de la tarde. Entonces se dejó caer, como quien se duerme después de una noche de insomnio.
Con las debidas precauciones los policías se fueron acercando comprobando entonces que dos de los pistoleros (el Cuervo Mereles y el Nene Brignone) estaban abatidos en el suelo, y el tercero muy malherido y al borde mismo de la muerte.
Poco después se oyó el grito del jefe de policía indicando hacia la calle que cesaran el fuego ya que los pistoleros no ofrecían resistencia alguna. Desde la posición en la que ese policía se encontraba se veían los pies de uno de los delincuentes, que estaba tirado muy cerca de la puerta.
Cuando el cronista destacado en el escenario de la batalla entró en el departamento el espectáculo era realmente dantesco. Ningún otro adjetivo vale para retratarlo. La sangre inundaba el lugar y parecía imposible que tres hombres hubieran logrado tal decisión y heroísmo. Dorda estaba vivo, con la espalda apoyada en el respaldo destrozado de la cama, abrazado al Nene como quien sostiene una muñeca en brazos.
Dos camilleros entraron y levantaron al herido, que seguía sonriendo, con los ojos abiertos y un murmullo ininteligible en los labios. Cuando bajaron a Dorda por la escalera los curiosos y vecinos agolpados en el lugar y los policías se lanzaron sobre él y lo golpearon hasta desmayarlo. Un Cristo, anotó el chico de El Mundo, el chivo expiatorio, el idiota que sufre el dolor de todos.
Los policías provocaron un tumulto al enterarse de que uno de los pistoleros iba a ser sacado con vida del edificio. A los gritos de «Asesino», «Hay que matarlo» se arremolinaron sobre la camilla y golpearon al moribundo.
Cuando apareció el cuerpo ensangrentado de Dorda, con los huesos rotos y a la vista, un ojo herido y el vientre tajeado y sin embargo todavía con vida hubo primero un gesto de silencio y de estupor. La multitud lo rodeó y los camilleros se detuvieron.
Fue el primero en salir, todavía vivo, el primero al que veían de los terribles malhechores que habían combatido heroicamente durante dieciséis horas. Un cuerpo frágil, con pinta de boxeador, una víctima sacrificial y al verlo hubo una oleada de odio y cuando el primer hombre lo golpeó fue como si el mundo se viniera abajo y se rompiera el dique del rencor.
Se lanzó sobre el miserable una avalancha de pasión que fue casi imposible de contener.
Entre cuatro o cinco policías y periodistas lo golpearon con sus armas y sus cámaras, el pistolero herido era un baño de sangre viva y palpitante todavía, que parecía sonreír y murmurar. Santa María Madre de Dios ruega por nosotros pecadores, rezaba el Gaucho. Veía la iglesia y el cura que lo esperaba en la parroquia. Tal vez si pudiera confesarse podría hacerse perdonar, podría explicar al menos porque había matado a la colorada, porque las voces le dijeron que ella no quería seguir viviendo. Pero él en cambio ahora quería seguir vivo. Quería volver a estar con el cuerpo desnudo del Nene, los dos abrazados en la cama, en el algún hotel perdido en la provincia.
La avalancha lo rodeó y cientos de voces se alzaron hasta el sol pesado de la tarde pidiendo su muerte.
—¡Que lo maten!… ¡Mátenlo!… ¡Que lo maten!…
Nunca se había visto una cosa semejante, en ese momento el descontrol colectivo se justificaba según algunos por el daño terrible y cruelmente causado a la sociedad y a sus leyes, por los delincuentes.
El deseo de venganza, que acaso sea la primera chispa en el relámpago de la mente humana cuando está lesionada, corría con velocidad eléctrica por entre la muchedumbre. Y la muchedumbre empujó: varios cientos de hombres y mujeres de toda traza y tipo clamando venganza.
Fueron inútiles entonces los propios cordones policiales y sobre el montón sanguinolento de Dorda llovieron de todas partes los guipes, las patadas, los puñetazos, los escupitajos y los insultos.
Por fin fue sacado del tumulto y llevado a una ambulancia para su traslado al Maciel. Eran las dos y cuarto de la tarde y la ambulancia donde lograron tirarlo se perdía en un mar humano.
Entonces el jefe de la policía argentina habló y su voz fue una copa de aceite sobre la muchedumbre alucinada.
Pedía calma, pedía sosiego para la labor de la Justicia, pedía tiempo para la meditación y la pena profunda por la memoria de los muertos.
—Yo le di el último puñetazo —dijo Soria.
Y sobre las cabezas de la muchedumbre, mostró en el aire caliginoso de la tarde el puño derecho, tinto en sangre.
Las lágrimas corrían copiosas por la cara redonda y gruesa del comisario Silva, en una mezcla con el sudor, el calor de la tarde, el gas lacrimógeno que todavía se colgaba perezosamente de las copas de los árboles y el agrio olor de la sangre de dos policías más, muertos esta mañana en el umbral de la casa…
A contramano por la calle Canelones hacia el sur, con las sirenas ululantes, la ambulancia de Salud Pública iba a toda velocidad para el Maciel. No me han podido matar y no van a poder matarme. Sintió el gusto de la sangre en los labios y el dolor de un diente roto y por los ojos nublados veía la blancura de la tarde. Mi madre siempre supo que yo estaba destinado a no ser entendido y nadie me entendió nunca pero a veces he logrado que algunos me quisieran. Oh, padre dijo como en un eco lejano, el caballo tobiano me va a sacar de aquí. Iba entonces ahora a reunirse con el Nene Brignone, en el campo abierto, en el trigal, en la noche tranquila. La sirena de la ambulancia se alejó y se perdió al doblar la esquina de Herrera y la calle quedó por fin vacía.