Ocho

Cansado de dar órdenes inútiles el comisario Silva se había quedado callado desde hacía un rato. Estaba al mando, vestido con su piloto blanco, parado en un costado, solo, fumando. Miraba las ventanas ose m as del departamento y veía la silueta indecisa de los malandras, arriba, aguantando. Había que matarlos para que no hablaran. ¿De qué? ¿Hubo negociaciones? ¿Es cierto, comisario —anotaba el cronista de El Mundo las preguntas en su libretita— que algunos policías, se dice, habrían arreglado en San Fernando la fuga de los malhechores a cambio de una parte del botín?

Era el culpable de haber dejado escapar a los argentinos y ahora cada policía uruguayo que caía debía ser anotado en su cuenta. El chico que hace policiales en El Mundo lo observa desde el medio de la calle. Esa cara, con la cicatriz, y la desdicha y la soledad y el mal, pegados al brillo muerto de los ojos. Captó una fugaz expresión de inquietud en la mirada de Silva que se le borró rápidamente, el comisario se había limitado a cubrirse durante un instante los ojos con la yema de los dedos y mirar luego de costado la luz de los reflectores que iluminaban el frente de la casa. Un gesto frío, de un tipo duro, algo demasiado rápido para ser simulado (según Renzi) y sin embargo demasiado consciente para ser enteramente natural. ¿Cuántos años y qué luchas internas habían exigido el perfeccionamiento de ese tipo de gestos de fingido desasosiego?

Desde la calle, el cronista miraba el rostro frágil de Silva que parecía una máscara japonesa. Las manos pequeñas, «de mujer», la pistola gatillada hacia el piso en la zurda, como un garfio o una prótesis que completa un cuerpo imperfecto. Armado podía fingir, podía enfrentar a los periodistas que ahora habían empezado a rodearlo y a mirar junto con él la ventana entornada del enterradero. El chico de El Mundo anotó lo que había empezado a declarar Silva.

—Son enfermos mentales.

—Matar enfermos mentales no está bien visto por el periodismo. —Ironizó el cronista—. Hay que llevarlos al manicomio, no ejecutarlos…

Silva miró a Renzi con expresión cansada; Otra vez ese pendejo irrespetuoso, de anteojitos y pelo enrulado, con cara de ganso, ajeno al ambiente real y al peligro de la situación, que parecía un paracaidista, el abogado de oficio o el hermano más chico de un convicto que se queja por el trato que los criminales sufren en las comisarías.

—¿Y matar sanos sí está bien visto? —contestó Silva con la voz desganada del que tiene que explicar lo que para cualquiera es evidente.

—¿Ustedes han ofrecido una salida negociada?

—¿Quién puede negociar con estos criminales? ¿O no estuviste aquí toda la noche?

—Los policías han comenzado a tener miedo —dijo alguien.

—Y con razón. No vamos a subir, no queremos mártires… —dijo Silva—. Aunque tengamos que esperar una semana, vamos a mantener la calma. Estos señores son psicópatas, homosexuales. —Miró a Renzi—. Casos clínicos, basura humana.

Son fríos, no tienen piedad, están muertos (pensaba Silva), son como cadáveres vivos y sólo quieren saber a cuántos pueden llevarse con ellos. Son un ejército en miniatura. La adrenalina los ayuda a superar al terror. Están pichicateados, son máquinas de matar. Quieren ver cuál es el límite al que pueden llegar, jamás se van a rendir, quieren hacernos hocicar a nosotros. A ellos no los asusta el peligro, traen la muerte en la sangre, matan inocentes en la calle desde los quince años, hijos de alcohólicos, de sifilíticos, son resentidos, carne de frenopático, delincuentes desesperados más peligrosos que un comando de soldados profesionales, son una manada de lobos acorralados en una casa.

—Esto es una guerra —declaró Silva—. Hay que tener en cuenta los mandamientos de la guerra. No hacer jamás que cese el combate cuando alguien cae. Si un hombre cae, hay que seguir. ¿Qué se puede hacer si no? Sobrevivir es la única gloria en una guerra —dijo Silva—. Y quiero que entiendan lo que quiero decir. Tenemos que esperar.

Silva conocía intuitivamente el modo de pensar de los que estaban en el departamento. Por supuesto estaba más cerca de ellos, que de los periodistas maricones, hijitos de mamá, aspirantes a héroes, pedantes, malnacidos.

—¿Usted qué hace? —se volvió, imprevisto, hacia Renzi, el comisario Silva.

—Soy corresponsal del diario El Mundo de Buenos Aires.

—Eso ya lo veo, pero aparte de eso ¿qué hace? ¿Está casado, tiene hijos?

Emilio Renzi se movió hacia un lado, se apoyó medio torcido sobre la pierna izquierda y sonrió, sorprendido.

—No, hijos no tengo, vivo solo, en el Hotel Almagro, en Medrano y Rivadavia. —Buscó los documentos en el bolsillo de la chaqueta como si el cana lo estuviera por detener. Por ahí se había pasado de rosca, seguro el tipo ya lo había calado en la conferencia de prensa en Buenos Aires—. Soy estudiante y me gano la vida como periodista, como usted se la gana como oficial de policía, y si hago preguntas es porque quiero escribir una crónica veraz de lo que está pasando.

Silva lo miró, divertido, como si el chico fuera una especie de payaso ridículo o un tarado.

—¿Una crónica? ¿Veraz? No creo que tengas bolas —le dijo Silva— y se fue hacia la carpa donde estaban reunidos los oficiales uruguayos que planeaban el ataque.

Era cierto que el único modo de quebrar a los criminales, era tratar de pensar como ellos y Silva estaba seguro de que la banda, acorralada, ratas en una cloaca sin salida, trataban de hacerse los héroes y se dopaban para no venirse abajo.

Por ejemplo, Mereles alias el Cuervo, le conocía el prontuario, se lo podía imaginar, siempre había matado porque sí, porque estaba cagado de miedo, no era un hombre, era un muñeco sanguinario, le pegaba a las mujeres, tenía varias denuncias de las mismas chicas que vivían con él. El coraje es como el insomnio, pensaba Silva, nunca sabés cuál es la preocupación que se te va a enganchar en la cabeza y te va hacer actuar como un valiente.

Seguro que se pasaban la vida viendo películas de guerra y ahora actuaban como si fueran un comando suicida que pelea atrás de las líneas contrarias, en territorio extranjero, sorprendidos por los rusos en un departamento en Berlín oriental, del otro lado del Muro, rodeados, resistiendo hasta que llegaran a salvarlos, imaginaba, y se daba manija Mereles. Tenía varias historias de pelotones infiltrados en tierra enemiga que lograban zafar. Tácticas de sobrevivencia en una isla del Pacífico y el piso del departamento con el gas que flotaba cerca del techo y los flancos cubiertos era mejor que una cabeza de playa en Vietnam.

—En Arenas de lwo Jima empezó, de golpe, a delirar el Cuervo —los tipos se tiran en un pozo y aguantan la embestida de los tanques…

Quería dormir un poco Dorda y a veces le parecía que estaba soñando que se arrastraba por el campo, de chico, para cazar liebres.

—¿Y qué catzo es Arenas de lwo Jima?

El grupo, la supervivencia, la suciedad, la soledad, el aislamiento, el peligro inminente, tipos que caen en un pozo, en una emboscada.

A veces hablaban en un murmullo ausente, cada uno para sí mismo y a veces conversaban o se gritaban órdenes, agotados seguro, con saques cada vez más seguidos, picos de euforia que subían por la sangre mientras la noche caía y el sol empezaba a blanquear, apenas, las aguas del río, al otro lado de la ciudad.

—Cuando estás al palo, que ya no das un guita, todo lo que tenés que hacer es seguir. Es la única consigna. —Ése era el número Dos.

—Encerrado, la espalda contra la pared, asomando la cabeza de vez en cuando, sentís que pensar no sirve para nada, que vas a pensar, si por más que le des vuelta a la cabeza, no encontrás una salida nunca, hago esto, voy ahí, salto al pasillo y siempre te chocás con una pared que te la corta, estás en la lona y te tenés que levantar y seguir meta y ponga ¿o no? —dice el número Tres—. Ojalá que Malito haya zafado y esté viendo lo que hacemos…

Por el aparato de TV que tienen en el departamento se ve a la morochita que dice que ella no fue.

—Yo no sabía que ellos eran los argentinos que buscaba la policía, conocí a uno en la Plaza Zavala por casualidad y me violaron entre dos… Pero yo no lo entregué… Lo peor —dijo la chica, seria, de cara a la cámara— es ser batidor.

De a poco la claridad del día se fue abriendo paso. Los delincuentes mermaron algo su tiroteo desde la guarida circunstancial. Los policías que estaban a cargo del operativo se agruparon para estudiar nuevos planes de lucha. El grupo de curiosos que el frío y la lluvia habían alejado comenzó a agrandarse nuevamente.

Aparentemente los delincuentes descansaban, permaneciendo uno de ellos de guardia, previendo un posible ataque final. De vez en cuando dejaban oír algunos tiros para demostrar que estaban alertas.

A partir de ahí los policías comprendieron que los pistoleros bien pertrechados y dispuestos a todo, eran capaces de sostener su posición hasta el fin, por lo que la estrategia de ataque se empezó a modificar con el paso de las horas. Se comenzaron a barajar varias posibilidades, hablándose entonces de lanzarles una granada de esquirlas de no mucha potencia; de inyectar en el apartamento donde estaban guarecidos productos químicos de los usados para apagar incendios que se pegan a la piel como si fuera goma líquida o napalm, lo que con toda seguridad haría que los individuos salieran de su madriguera; de hacer un boquete en el techo para poder balearlos desde el departamento de arriba en el segundo piso o de abrir un agujero en la pared lindera con el departamento 8 ubicado en el primer piso, también para balearlos desde ahí. Esos momentos de incertidumbre duraron varios minutos.

El Gaucho siempre juraba dejar la droga cuando estaba drogado, ahí pensaba que iba a poder y que no tenía sentido estar siempre a la caza del camello que lo proveía, pero si no tenía, no podía dejar, cuando no tenía no pensaba en dejar, pensaba en seguir, en conseguir. Y ahora lo peor, se dio cuenta de pronto, lo oyó, aterrado, como si otra vez las voces putas que estaban quietas se hubieran levantado y quisieran alarmarlo, se dio cuenta de que si seguían encerrados ahí, tarde o temprano, iban a quedarse en blanco, sin droga.

—La merca —dijo— se va a terminar tarde o temprano, porque cuántos gramos hay, ponéle que la racionemos como los náufragos, una vez vi una de unos tipos que tomaban agua con una cucharita, para que no se les terminara el agua, en una isla desierta.

—Con una cucharita ¿el agua? ¿La tomaban?

—De té.

—Hizo el gesto, el Gaucho, de empinar el codo, con un piquito como un pájaro.

Se ríe, el Cuervo, que no se ha movido de la ventana en toda la noche. Tiene en el piso el Florinol desparramado sobre un diario y va tomando una pastilla cada tanto y flota, en una niebla opaca.

Hay que salir, oye el Gaucho, como un oráculo, oye las órdenes, el Gaucho Dorda, un coro que le habla, las voces apagadas, que casi no se oyen, porque cuando hay tiros nadie habla.

—Sabías, Nene, que no hablan si hay quilombo, no las oigo, se borran, seguro, las yeguas y de golpe me vuelven.

—Hay maconha.

—¿Maconha?

—Viví en Brasil, gil, no te dije. Ahí le dicen maconha a la yerba. La habían traído de Paraguay… me la dio la Morochita… la tenía guardada en una lata, en la cocina, ella.

Se arrastró, el Nene, por el piso, por los pasadizos invisibles del departamento, cruzando las puertas, hasta llegar a la cocina y luego se trepó a la mesada y metió la mano y encontró la lata, el olor dulce del hash. La cucaracha, la cucaracha, volvió cantando el Nene, ya no puede caminar, porque le falta, porque no tiene, le pareció oír al radiotelegrafista, a Roque Pérez, en algún lugar del edificio alguien cantando ese corrido mexicano de la época de la guerra civil.

—Este baño está todo inundado. Hay que mear en este tacho que se lo tiramos por la ventana a la cabeza de la taquería…

—¿Dónde afanaste la yerba?

—Era de la yiranta, se la trajeron del Paraguay…

Encendieron unos porros y se pusieron a mirar la tele. En ese costado, cerca de la salida, casi no llegaban las balas y cuando ellos se quedaban en silencio los canas se ponían nerviosos y tiraban al aire.

—Ves, tienen una tanqueta, y son como mil.

En la llovizna del amanecer se veía la tropa y los camiones y los periodistas en la vereda y la pantalla de la tele difundía una claridad enfermiza, gris.

—Pero no van a poder sacamos de acá… Van a tener que negociar.

Esperaban a Malito. A lo mejor era cierto que había tomado un rehén, el hijo de algún oligarca y de pronto aparecía en la televisión exigiendo que los dejaran salir. Iba a venir a sacarlos, iba a venir con refuerzos, Malito. Tipos de la pesada, brasileños de Rio Grande do Sul. Era un capo, Malito, loco pero muy inteligente, siempre a distancia, sin dar mayor bola, pero muy derecho con la gente suya, un tipo que no los iba a dejar en la estacada, si ellos lo podían hundir, con levantar el teléfono del portero eléctrico y decir: tengo una cita con Malito en la 18 de Julio. La morochita le podía avisar. ¿A Malito? ¿Él sabía que ella tenía una pieza en una pensión cerca del Mercado? Muy vigilada. La habían visto aparecer varias veces en la tele diciendo disparates y acusando a todos de haberla violado. Falsedades para despistar y librarse.

—Nena —dijo el Nene y le habló a la imagen de la muchacha en la pantalla—. Tranquila, flaquita, no hablés de más.

—Ella lo miró de frente, desde la pantalla, y el Nene se arrastró hasta el fondo y puso el Winco con el disco de los Head and Body.

And if I can find a book of matches

I’goin’ to burn this hotel down…

Cantó el Nene el coro de «Parallel lives».

Se mezclaron los sonidos de la noche, las músicas muertas de la ciudad. ¿Ésa era la voz de Mereles? ¿La voz del número Tres? ¿O era el Dos?

—Una vez estuve encerrado cuatro días en un pozo, me caí de chico y estuve ahí con los bichos que me andaban por la cara y no podía gritar porque tenía miedo de que me entraran en la garganta y al final me sacaron por mi perro que escarbaba como loco en el borde del hoyo.

¿Quién hablaba? El universo de Roque Pérez se había vuelto más estrecho todavía; no se hallaba contenido en el diminuta espacio del altillo desde donde manipulaba los controles, sino que estaba limitado al casi intangible sonido que llegaba del esqueleto del edificio. Se producían ciertas interferencias y estaba entonces conectado con el espíritu de toda la ciudad. Las voces entraban por los canales interiores porque en la telaraña del portero eléctrico la policía había plantado los micrófonos (¿o era uno solo?, ¿un solo micrófono en el aire?). Habían querido seguir los pasos de la droga que circulaba por el cabarute y ahora la usaban para seguir los rastros de estos malandras, aunque quizás lo habían puesto ahí, a él, a Pérez, en tumos de diez horas, porque había un secreto que los porteños escondían y que los jefes trataban de averiguar antes de matarlos. Pero también las voces llegan desde otro lado que no puede detectar. Desde el pasado, pensó el radiotelegrafista. Quizás desde las cañerías subterráneas navegaban las palabras de los muertos y así era posible seguir las conversaciones aterradas de dos viejas que se habían encerrado en el baño de algún departamento.

—Santa María Madre de Dios ruega por nosotros pecadores.

De dónde venían esos rezos, quizás de la propia memoria del radiotelegrafista, quizás era la voz de alguno de los pistoleros o el lamento de un vecino. Iba grabando los sonidos y al lado alguien trataba de orientarse en esa selva de voces. No podía salir, estaba cercado, se sentía un espía durante la guerra mandando mensajes detrás de las líneas japonesas. Un policía uruguayo, el cabo Roque Pérez, radiotelegrafista de profesión, metido en la batalla del Río de la Plata. Y si los pistoleros tomaban el edificio y lo encontraban, arriba, en el altillo, a cinco metros, lo ejecutaban con un tiro en la nuca.

Cada cinco minutos (aproximadamente) la policía hacía uso de los micrófonos para intimarlos a la rendición en una maniobra de presión psicológica mientras el cuerpo técnico de la central uruguaya de inteligencia del Estado, usando los trasmisores del SODRE escuchaba (con interferencias) las conversaciones de los sitiados gracias a los tres micrófonos colocados en el departamento horas antes de la encerrona.

—Acá no hay pena de muerte.

—Pena de muerte… no puedo entender a un tarado que se deje agarrar para que lo cocinen sentado en una silla…

—A veces te agarran aunque no quieras.

—Nunca.

—A Valerga lo agarraron durmiendo y cuando manoteó la Beretta lo taclearon y no pudo escapar.

—Hay cuatro métodos de ejecución: horca, fusilamiento, cámara de gas y silla eléctrica. Se tarda mucho en morir. A veces tardás un minuto, un minuto y medio… Contené la respiración e imagináte. La silla es bastante siniestra: el humo que sale de la piel quemada tiene un olor inolvidable, olor a asado. Le colocan al penado los electrodos en la cabeza y en las piernas. No se ven llamas, se ve el cambio de coloración de la piel que se va poniendo morada, negra.

—Y el sistema argentino, ¿sabés cuál es?: un tiro en las bolas.

La madrugada fue transcurriendo lenta y pesadamente. A la baja temperatura se sumó la cada vez más molesta lluvia. El tiroteo continuaba por momentos. Al llegar el día la policía, con grandes precauciones, en el curso de dos horas, pudo evacuar a los inquilinos del frente y del piso bajo que habían quedado atrapados. La operación se cubrió con un nutrido tiroteo desde las posiciones enfrentadas al pozo de aire.

La escalera gigante del cuerpo de bomberos fue adosada al balcón del segundo piso y por ahí fueron bajando, de espaldas a la calle, las familias atesadas, que habían soportado durante tantas horas una situación de extrema angustia. Así se vio bajar a señoras que mostraban rostros pálidos de terror y una de ellas exigió que para salvarla también había que sacar a su pequeño perrito de raza pequinesa que fue puesto en un patrullero policial junto a su dueña, sobre la calle Maldonado.

—Mi hija y yo —según la señora Vélez (a Radio Carve)— pasamos todo el tiempo en el fondo de la cocina y por las cañerías oíamos los gritos y las risas de estos muchachos. Los cazan como a ratas… Me dieron lástima, no se mata así a un cristiano…

—Me parece que están todos muertos —dijo el señor Antúnez del departamento vecino al 9— Hace rato que no se oyen ya las risas y los gritos. Nosotros estamos bien, pero fue como vivir la guerra mundial.

Desocupados los departamentos vecinos, la policía se dispuso a la ofensiva fina 1. Como primera medida se ordenó el corte de agua corriente, a lo que se sumó el corte de luz. Luego se usó el procedimiento de los archiconocidos «cóctel Molotov» preparándolos con botellas vacías que se le suministraron desde el bar de la esquina. El propósito era lanzarlos dentro del apartamento 9 buscando con ello crear un principio de incendio. Fue otra vez en vano porque los focos fueron sofocados por los mismos pistoleros que hundían frazadas en la bañadera llena de agua y lograban ahogar el fuego sin dejar que se extendiera. De inmediato en lugar de debilitarse, los argentinos redoblaron sus descargas mientras la policía contestaba el tiroteo para mantenerlos ocupados.

De todos modos a esa altura la situación de los pistoleros era ya muy crítica. Al ocupar el apartamento 3 (frente al segundo piso, inmediato al 9), la policía logró abrir ahí un nuevo ángulo de tiro a través de un tragaluz, que fue ocupado por el comisario Silva y el hábil tirador de metralleta Thompson sargento Mario Martínez de Hurtos y Rapiñas. Se turnaron para usar el arma y cargarla. Esta brecha, que permitía un pequeño ángulo abierto sobre el dormitorio del 9 fue cubierta de inmediato por los pistoleros.

A las ocho de la mañana los argentinos seguían haciendo tronar las pistolas 45 y las ráfagas de ametralladora seguían contestando cada disparo de los policías. No podían moverse salvo en un sector muy reducido del departamento porque estaban bloqueados por los tiradores especiales.

Al mismo tiempo fue destacado para ubicarse en el piso y cubrir la puerta del apartamento que da sobre el corredor, apenas a tres metros de la que corresponde a los pistoleros, al agente de la 12.ª Aranguren, de veintiún años, casado y padre de dos hijos junto con el agente Julio C. Andrada de Hurtos y Rapiñas, un joven de veinticinco años. Uno de los malhechores (Dorda) se arrastró hasta el pasillo y por la puerta entreabierta del departamento vecino disparó una ráfaga de ametralladora. Aranguren cayó muerto en el acto y lo bajaron por la ventana hacia la calle mientras que también fue herido Andrada, un pesquisa de civil, vestido con un buzo marrón, quien permaneció tirado en el piso de la cocina del departamento vecino, refugiado bajo la pileta y lejos del alcance de los criminales.

Finalmente con los planos del edificio en la mano, se buscó un nuevo recurso: hacer una perforación —a cargo de bomberos— en el piso superior, que diera en el techo del apartamento número 9 y por el mismo atacar a los sitiados.

Varios policías treparon al segundo piso por la escalera mecánica que colocaron los bomberos con notable precisión sobre la ventana. Para cubrir la operación desde el departamento 11 hubo un fuego graneado a través de los tragaluces: lo mismo por la ventana que da al pozo de aire mientras la policía entraba en el departamento 13 en el piso de arriba, justo sobre la guarida sitiada.

A las diez de la mañana se inició entonces un boquete en el piso del departamento ubicado encima del ocupado por los argentinos. La idea era inyectar monóxido de carbono por el orificio y se comenzó a trabajar febrilmente en el apartamento superior con una barreta de acero. La tarea no progresaba lo suficiente y al final se pidió un compresor a la UTE para accionar un taladro.

Alimentado por un motor rodante fue introducido en la finca un martillo neumático. Se lo llevó al corredor del segundo piso que da sobre el techo de uno de los dormitorios del departamento 9.

Se aplica el martillo, se trabaja febrilmente y a los pocos minutos se abre un boquete. Los pistoleros tratan de impedir esta maniobra haciendo disparos apenas ven que el boquete abría luz. El intenso fuego a través de las ventanas que dan sobre los pozos de aire les impedía colocarse en posición de acertar con sus balas y alcanzar a los obreros.

A partir de ahí sus minutos estaban contados. Por el boquete se arrojaron varias botellas conteniendo ñafia a las que se les aplicó fuego mediante una mecha. Como se comprobó después, se incendiaron las tablas del piso, diversos objetos, los muebles y ropas. La atmósfera se hizo irrespirable.

Por el boquete además se les disparó y lo mismo desde el apartamento 11 situado junto al ocupado por los pistoleros.

Agotados después de interminables horas de batallar y después de soportar el efecto del terrible tiroteo, los pistoleros volvieron a dejar el apartamento y salieron al corredor del primer piso. En ese momento hacían lo mismo dos policías apostados en la planta baja, en el pasillo que da a la escalera y no tuvieron otra alternativa que lanzarse al hall principal del edificio buscando el airé de la calle. Los pistoleros que cruzaron el corredor sin dejar de disparar alcanzaron con un tiro a Miguel Miranda casi en el umbral de la puerta de calle y también a otro agente de apellido Rocha que se había apostado contra la pared.

En el exterior hubo un movimiento hacia adelante de la tropa que veía caer a otro de sus camaradas pero el propio policía herido dándose vuelta corrió hacia la entrada haciendo fuego a discreción y consiguió hacer retroceder a los pistoleros y arrastrara la calle el cuerpo de Miranda.

Se escucharan protestas airadas de mucha gente y fueron varios los policías que pidieron autorización para lanzarse empuñando un par de ametralladoras cada uno hacia el interior del edificio y terminar con la resistencia.

Las órdenes de Silva y del resto de los oficiales uruguayos son desgastar a los criminales antes de iniciar la ofensiva final.

En el departamento Dorda y Brignone, como dos espectros, con pañuelos mojados atados a la cara para disminuir el efecto de los gases, vuelven a abandonar la guarida saliendo unos metros al corredor desde donde efectúan gran cantidad de disparos volviendo luego al interior del apartamento.

Las voces llegaban lejanas, mezcladas con ruidos leves, con el aleteo del aire en las cañerías y el ladrido interminable de un perro. Mereles estaba apoyado en el marco de la puerta que daba a la ventana de la cocina y Dorda y Brignone se habían sentado juntos ahora, pegados a la ventana que daba a la calle.

—¿Cuánto hace que estamos acá?

Pasado el mediodía dio comienzo un nutrido tiroteo, que desde un principio mostró que ya los delincuentes estaban decididos a todo. Más bien a morir pero matando. Para ese entonces se presumía que uno de los pistoleros había muerto o estaba gravemente herido. Se procedió, entonces a arrojar las bombas incendiarias caseras, con lo que se logró alejarlos de la pieza que daba al tragaluz. Eso dio oportunidad a varios policías para efectuar disparos desde otros puntos. Así se llegó a la culminación de la batalla.

Varios hombres habían roto los vidrios de un apartamento vecino al edificio del 1182 de Julio Herrera, que da a la calle y por él se introdujeron para entretener a los pistoleros disparándoles desde otro ángulo, mientras el taladro comenzaba a horadar la pared del departamento lindero. El orificio estaba siendo practicado a baja altura para poder desde allí disparar balas rasantes que fueran más efectivas que las usadas hasta ahora. Cuando el boquete estuvo listo los delincuentes, que no descuidaban ningún frente por el cual atacar, dispararon a su vez hiriendo en el pecho al agente de la seccional 12.ª Nelson Honorio Gonzálvez que fue inmediatamente deslizado por el balcón del primer piso hacia la calle. Lo subieron a una ambulancia pero en el trayecto murió.

La policía redobló su ofensiva y en la misma forma se le respondió desde el interior del apartamento pero al cabo de media hora de fragoroso tiroteo la intensidad del fuego de los pistoleros decreció, haciéndose cada vez más esporádico. Se pensó que estaban ahorrando municiones, pero no era así sino que Brignone y Mereles habían comenzado a perder sus fuerzas a consecuencia de las heridas recibidas luego de quince horas de lucha.

El único que quedaba entero todavía era Dorda que de vez en cuando tiraba con su ametralladora luego de atender alternativamente a sus dos compañeros. Un policía se había apostado afuera, en el pasillo y disparaba por la ventana.

Mereles se levantó para acallar el fuego del tirador apostado enfrente pero antes de que pudiera disparar, recibió una ráfaga que lo lanzó hacia el living. Había entrado en la cocina para buscar un ángulo de tiro y murió sin darse cuenta, como si el movimiento de ir hacia la luz de la ventana, lo hubiera sacado del mundo.

Eso pensó el Nene, que vio la luz de la ventana brillar al fondo y luego sintió el quejido del Cuervo que caía de espaldas contra la puerta de la pieza.

—Cuervo —dijo el Nene. Pero el Cuervo ya estaba muerto.

Brignone se sentó en el piso, apoyado contra la pared, tirando hacia lo alto con la ametralladora porque la policía seguía «martillando» con el pistón neumático, sobre el techo, un rumor infernal, como si un tren cruzara sobre su cabeza.

Mereles había caído cerca del dormitorio sobre el que se abrió la brecha. Los policías parapetados afuera tras autos y camionetas recibieron la noticia de que posiblemente uno de los delincuentes estaba muerto. Pero de acuerdo a la disposición del apartamento donde se encuentran escondidos es imposible verlos y por lo tanto prematuro certificar la información.

Brignone quería que el Gaucho tirara desde la banderola y, amurallado en el rincón, lo cubriera mientras él se metía en la cocina y disparaba contra el pasillo. Habían abandonado la pieza principal donde la policía estaba terminando el boquete, que se abría ya, bajo el impacto del martillo neumático que hacía vibrar el edificio entero.

La policía arrojó algunas granadas de pequeño poder pero al final se optó por una muy potente, peligrosa de enviar, si no había seguridad en la colocación. El comisario Lincoln Genta la deslizó por el tragaluz del baño que comunicaba los apartamentos 9 y 13. El artefacto estalló con precisión y obligó a Brignone a lanzarse corriendo hacia el living donde lo alcanzó una ráfaga de ametralladora cerca de la puerta del baño.

Cayó tendido, boca arriba, en el pasillo, con los ojos abiertos, respirando agitado, sin quejarse, muy pálido. El Gaucho, hablaba solo, en voz baja, un murmullo extraño, como un rezo, mientras se arrastraba por el piso, con la ametralladora en la izquierda y se acercaba al Nene.

Por fin Dorda llegó junto al Nene y lo arrastró hacia la pared, a cubierto, y lo levantó contra su cuerpo, lo tendió sobre él, abrazado, semidesnudo.

Se miraron; el Nene se moría. El Gaucho Rubio le limpió la cara y trató de no llorar.

—¿Maté al policía que me la dio? —dijo el Nene, al rato.

—Claro, querido.

—La voz del Gaucho sonó ahora calma, cariñosa.

El Nene le sonrió y el Gaucho Rubio lo mantuvo en sus brazos como quien sostiene a un Cristo. El Nene se metió con dificultad la mano en el bolsillo de la camisa y le alcanzó la medallita de la Virgen de Luján.

—No aflojés, Marquitos —dijo el Nene. Lo había llamado por el nombre, por primera vez en mucho tiempo, en diminutivo, como si fuera el Gaucho quien precisara consuelo.

Y después se alzó un poco, el Nene, se apoyó en un codo y le dijo algo al oído que nadie pudo oír, una frase de amor, seguramente, dicha a medias o no dicha tal vez pero sentida por el Gaucho que lo besó mientras el Nene se iba.

Estuvieron un momento inmóviles, la sangre corría entre los dos. Un absoluto silencio reinaba en el departamento. Los policías se asomaron por el boquete. Los recibió una ráfaga y los gritos de Dorda, amurallado ahora tras el cuerpo de Brignone.

—Vengan, gran puta, a ver si se animan…