Siete

La larga odisea que ya dura cuatro horas en el momento de escribir esta crónica comenzó aproximadamente a las 22 horas de ayer y hacia la medianoche el enorme despliegue policial, donde se utilizaron unos trescientos hombres, estaba completo. Se ocuparon las azoteas y las casas vecinas. Pasada la medianoche los pistoleros salen del departamento al pasillo desde donde disparan a la calle hacia las terrazas cercanas buscando un escape. Violento tiroteo al que sigue un período de relativa calma. Los disparos de pistola y de revólver decrecieron en intensidad.

Hace un rato se ha logrado desalojar varios de los departamentos del edificio, alertando a los que no pudieron salir por medio del teléfono a que permanecieran tendidos en el piso de sus cuartos interiores. La policía teme que los pistoleros intenten ocupar algunos de los departamentos aledaños y conseguir rehenes.

Fue posible ver en medio de la penumbra salir a algunos vecinos, aterrados, en ropa de noche, con sus pertenencias. Algunos de los inquilinos entrevistados por el periodismo elaboraron las más extravagantes teorías.

—Primero pensé que era un incendio —dijo el señor Magariños, con un sobretodo negro sobre su piyama azul—. Después pensé que se había caído un avión encima del edificio.

—… La loca del cuarto —dijo el señor Acuña— que volvió a intentar suicidarse…

—Un negro tiene tomado un departamento del primer piso y en el departamento tiene dos rehenes.

—Los hijos del portero están muertos, pobres chicos, los vi tirados en el pasillo.

Durante las largas horas que este cronista permaneció en el lugar cubriendo la información, se repitieron las versiones y las historias. Se dice que Malito habría logrado escapar del departamento sitiado y va a volver con refuerzos, se dice que uno de los malhechores está herido. El tiempo pasa y los tiroteos se suceden en medio de la noche y de la luz blanca de los reflectores que iluminan el frente y las ventanas entornadas del departamento ocupado por los argentinos.

Cercados, rodeados, con decenas de revólveres y metralletas apuntando a todas las aberturas y posibles salidas, entre el zumbido de los disparos mientras pasan las horas, los tres (o los cuatro) pistoleros se resisten a entregarse y prefieren una defensa desesperada. Se les hace fuego desde varios frentes. Desde las azoteas se dispara sobre una de las ventanas del departamento, desde la planta baja hacia la otra y desde un apartamento lindero a la puerta de entrada del número 9.

La lucha va a ser a muerte. El departamento ha sido completamente cercado y los pistoleros van a ser sitiados por hambre si es necesario, aunque la policía no cortó el agua (ni la luz) para no perjudicar a los otros vecinos. El tiroteo se prolonga con intermitencias y los curiosos se cobijan de la persistente lluvia en el umbral de las casas y ahí son entrevistados por los cronistas de la TV.

—Son suicidas, se ve que no quieren caer presos.

—Yo los entiendo. El que ha estado preso no quiere volver a vivir encerrado.

—Tienen toda la plata ahí adentro y van a negociar.

Las hipótesis y los interrogantes se suceden. Mientras, el asedio continúa. La manzana está rodeada, nadie puede entrar ni salir de la zona, las vallas policiales aíslan el barrio como si fuera un isla. Todos tienen en la cabeza imágenes recientes de la guerra de Vietnam. Pero esta vez la lucha es en una casa de la ciudad y el pelotón sitiado actúa como un grupo de ex combatientes que se ha pertrechado con armas de guerra y se dispone a defender hasta el final su libertad.

Desde las 22 horas del viernes hasta las 2 de la mañana del sábado la policía calcula que los delincuentes han disparado más de quinientos tiros, en un alarde de poseer un verdadero arsenal. La subametralladora PAM, de tiro ultra rápido, cada pocos minutos deja oír su tableteo, que es seguido o precedido por otros disparos, por el estampido de calibre 45 y posiblemente de pistolas Lüger, armas de guerra de una gran eficacia.

Incluso en un momento se escuchó que uno de los pistoleros gritaba que iba a dar una demostración de lo mucho que tenían. Fue entonces cuando se oyó una ráfaga de pistola ametralladora, de doce disparos, cuyas detonaciones demostraban a las claras que se trataba de balas de grueso calibre.

Las ráfagas de los maleantes eran de tiro muy rápido, por lo que el jefe de la policía de la Zona Norte de la provincia de Buenos Aires, comisario Silva dijo que reconocía el uso de ametralladoras Halcón, que sin duda han sido robadas al Ejército Argentino. Debe recordarse que (según se presume) uno de los integrantes de la banda ha sido suboficial del Ejército, y así resulta explicable la tenencia de tan poderosos elementos que han mantenido a raya a nuestra policía.

Sorprende que estos temibles bandoleros tengan en su poder semejante arsenal y la policía se pregunta cómo pudieron entrarla al país y cómo se desplazaron de un lugar a otro de la ciudad con tales armas y tantos miles de proyectiles encima.

Otra cosa que llama la atención sobre la decisión de los pistoleros es que desde una ventana que da desde el apartamento 8 a un pozo de aire y luz, por medio de pistolas lanzagases se inundó el apartamento 9 sin que los delincuentes salieran como se esperaba. Se supone, entonces, que tienen también caretas antigases, que les permitieron resistir este recurso que casi nunca falla. O de lo contrario hay que imaginar un temple único en los argentinos que en medio del infierno del gas se mantuvieron firmes y resistieron las órdenes de rendirse y de salvar su vida.

No esperan nada, sólo quieren resistir.

—Porque no suben a buscarnos.

El coraje, pensó el cronista de El Mundo, refugiado en la ochava que daba a la entrada del edificio sitiado, mientras atornillaba la lámpara del flash para sacar unas fotos nocturnas de] escenario de la batalla, es directamente proporcional a la voluntad de morir. La policía siempre actúa con la certeza de que los pistoleros son como ellos, es decir, que los pistoleros tienen el mismo equilibro inestable de decisión y de cautela que tiene un hombre común al que le dan un uniforme que representa la autoridad y le dan un arma mortal y el poder de usarla. Pero la diferencia es abismal, es la misma diferencia que existe entre luchar para vencer y luchar para no ser derrotado.

Se apartó hacia la esquina luego de tomar varias fotos y apoyado contra un banco, alumbrado por la luz del farol de la calle, tomó rápidos apuntes en su libreta de notas.

Resultaba incomprensible cómo habían logrado los pistoleros, guarecidos dentro del departamento, soportar esa gran cantidad de gases lacrimógenos que les fueron arrojados, cuando quienes estaban en la esquina norte de donde se realizaba el intento de allanamiento no podían aguantar la nube que la brisa arrastraba hacia la calle. Algunos expertos piensan que los pistoleros argentinos tienen (o se han fabricado) máscaras antigases, e incluso alguno afirma haber visto a Dorda, que, enmascarado con los tubos de oxígeno y las antiparras que le cubrían parcialmente la cara, se asomó como un insecto monstruoso por la ventana durante un instante interminable y disparó una ráfaga antes de gritar con una voz que parecía llegar desde las profundidad del mar.

—Por qué no suben a buscarnos, infelices, que están esperando.

Incluso el joven cronista de El Mundo logró, casi por azar, ver como en una instantánea, al pistolero con la cara tapada por una complicada máscara de gas.

En realidad la falta de oxígeno los marea, como si tuvieran la borrachera de la altura, como si la escasez de aire puro impidiera la irrigación del cerebro y agudizara las acciones desesperadas. Recién el Gaucho Rubio ha salido, medio desnudo por la ventana, tratando de apagar a tiros todos los focos de luz de la calle y la lámpara de los reflectores y de los busca huellas de los autos policiales y ha asomado el cuerpo hacia la calle, como si no le importara otra cosa que respirar un poco de aire libre.

El gas en realidad tiende a subir hacia el techo y en la parte baja de la pieza, a ras del piso, pueden arrastrarse y respirar sin mayores problemas. Para calentar el aire y hacer ascender los gases lacrimógenos el Nene había puesto sobre la mesa de vidrio los colchones de la cama y les había prendido fuego. Las llamas le daban un aspecto infernal al lugar y el humo subía y ennegrecía el cielorraso y las paredes. Tirados boca arriba en el piso, ellos podían respirar tranquilos, con el aire viciado arriba, como una nube, a un metro, sobre sus cabezas. Así pudieron soportar toda la noche, sin mayor problema, los ataques con gas, que se fueron haciendo más esporádicos, a medida que los policías comprendieron que esa táctica no daba resultado.

Todo el mundo pareció entender que los gases, en vez de mellar la resistencia de los maleantes asediados, los enardecían. Sus insultos se oían claros entre el fragor de las balas y el tableteo incesante de las ametralladoras. La resistencia de los pistoleros era también atribuida por gente especializada de la policía a la existencia de favorables corrientes de aire en el apartamento que, a través de las dos ventanas que dan a distintos patios exteriores, producen una suerte de corredor aireado que renueva el aire y lo envía hacia la calle y hace sentir el efecto de los gases, en realidad, a los policías y curiosos apostados en el exterior.

En algún momento se decidió emplear granadas explosivas pero se temió por los vecinos que seguían atrapados en la finca, ya que muchos departamentos que se encontraban en la línea de tiro de los maleantes no habían podido ser evacuados y los habitantes lanzaban gritos desgarradores y pedidos de auxilio desde las ventanas aledañas durante toda la noche ya que en medio del fragor del tiroteo, encerrados con sus hijos, aplastados en el suelo y sin querer moverse para que la policía intentara una maniobra de salvataje, parecían correr casi los mismos riesgos que los delincuentes.

En un sentido —declaró Silva, con el rostro desmejorado por la fatiga, la cicatriz blanca, más blanca aún en la piel helada de su cara— los pistoleros tienen a todos los vecinos del edificio como rehenes. Y eso limita nuestros movimientos. Debemos pensar con cuidado lo que tenemos que hacer para no poner en peligro vidas inocentes. Eso explica —explicó— que esta operación de limpieza esté tardando más tiempo que el tiempo necesario para detener a cuatro delincuentes.

Avanzada la noche los pistoleros intentan otra vez salir del departamento al pasillo desde donde disparan a la calle y hacia las azoteas vecinas buscando un escape. Luego del violento tiroteo sigue un período de relativa calma.

—Nunca pensé que nos íbamos a meter en este pozo y que íbamos a terminar encerrados como perros.

¿De quién era esa voz? Habían colocado un transistor y un operador de inteligencia, con los auriculares puestos seguía las alternativas de lo que sucedía dentro del departamento sitiado. Pero el sonido estaba a menudo muerto o interferido e inundado por una serie confusa de señales que venían de todo el edificio: una enloquecida y torturada multitud de gemidos e insultos con los que la imaginación de Roque Pérez (el radiotelegrafista) jugaba y se perdía. Eran gritos de las ánimas perdidas en las angustias del infierno, las almas extraviadas en el concéntrico sistema del Infierno de Dante, porque ya estaban muertos, eran ellos los que, al hablar, hacían llegar sus voces desde el otro lado de la vida, los condenados, los que no tienen esperanza, ¿en qué graznidos convierten sus voces?, se preguntaba el radiotelegrafista que, cuando podía concentrarse, distinguía crujidos agudos, disparos y gritos, y también palabras en un idioma perdido. Un perro había quedado encerrado en el dormitorio del departamento vecino y ladraba sin parar. Una selva llena de ruidos a dos centímetros de los tímpanos y a través de los cuales, como una fibra de locura, se oía el sonido único, débil, aflautado, del clarinete de una orquesta de baile, que tocaba en la radio de alguno de los departamentos, en algún lugar fuera de todo cálculo. Y junto con eso el sonido de las voces, como murmullos muertos o palabras perdidas en el fragor de la noche.

El que oye las conversaciones, Roque Pérez, el radiotelegrafista de la policía, con los auriculares puestos y los dedos manejando las perillas que bajaban los tonos, borraban la suciedad que rodeaba las voces, buscando recibir las conversaciones limpias y claras, enterrado en el cuartito insonorizado, cerca de la escalera, con las palancas para limpiar el sonido, tardaba en conectar y en grabar las voces dispersas que llegan del departamento sitiado. Han plantado dos micrófonos, pero uno parece haber sido averiado por las balas y trasmite la música de un clarinete como si se hubiera ligado a una radio hundida en la ciudad. Pérez trataba de identificar las voces, saber quién era quién, saber cuántos eran, se espera (según le ha dicho Silva) que alguno afloje, que empiece a dudar y quiera entregarse, esperan que pronto haya alguna desinteligencia entre los pistoleros y alguno de ellos pueda ser trabajado para ofrecerle privilegios judiciales y lograr que traicione al grupo y que se entregue. Hay uno al que llama el número Uno que habla sin parar, solo, en un murmullo, casi contra el micrófono, debe estar en el costado, cerca del radiador de la calefacción, con el micrófono escondido cerca de él, y Roque Pérez no sabe quién es, lo llama el Uno (es Dorda).

—Yo mismo (está diciendo el Uno) en los últimos años, cuando vivía en Cañuelas, y estaba con la condicional, pero ya me había alejado de la casa, y vivía en el corralón, empecé a juntar jilgueros en una pajarera y todas las mañanas, largaba uno. Pensaba, yo, si los pájaros se darían cuenta de que al llegar la luz iba a quedar, uno de ellos, suelto, pensaba yo si los pajaritos tienen en los ojos, que son como un alfiler, lugar para guardar los recuerdos. Pensaba yo, el jilguerito canta, llega la noche, a la mañana entra una mano y lo suelta, el otro, un suponer, el jilguero hermano, ponéle que ése, se aviva, se da cuenta, dice ahora canto todo el día, llega la noche, duermo y cuando viene el sol, una mano va y me saca al aire libre, me deja salir volando. —Hubo una larga pausa o una interferencia—. Así somos los humanos encerrados, tenemos siempre la esperanza de que con el sol llegue algo bueno.

—Y no siempre es así.

—No siempre es así… Cierto. ¿Querés? Tengo. Suerte ¿no?, que hay, que la compré de pedo, en el puerto, al salir, al bagayero que nos llevaba, tenía un kilo y medio, merca de primerísima, yo pensé mejor que sobre.

Hablaban de cualquier cosa, de los jilgueros, estaban volados, sueltos. Eso no le importaba por ahora, no quería captar el sentido (Roque Pérez), sino el sonido, la diferencia de las voces, los tonos, la respiración, para identificar a cada uno.

—Por ahí quién no te dice cuando sale el sol, viene Malito, Gaucho, y nos saca.

Entonces Dos no es Cuervo, anota Roque Pérez, Cuervo es Tres o es Uno. Y el que habló es el Dos (es el Nene Brignone, el Dos).

—Una placa de mármol en la tumba del finado mi padre, tuve que vender los jilgueros para pagarla, estaba en la tierra, sin nada, con un alambre tejido alrededor, la llevó mi vieja, teníamos un terrenito ahí en la bajada del terraplén de la estación, donde estaba el final del cementerio, en Cañuelas, es lo más triste que hay, cuando empiezan a escasear las tumbas y ya hay ranchos de gente que se va a vivir ahí, entre los muertos.

Están delirando, piensa Roque Pérez. Mucha droga, mucha falopa, faloperos viejos. Toman cocaína, se dan con todo, así cualquiera aguanta dice Roque Pérez, se hacen los machitos, porque están volados, con whisky, con anfetas. Estudió medicina, Pérez, pero entró en la policía porque le gustaba la radiotelefonía, era radioaficionado y se hizo técnico en escuchas y grabaciones y ahora vive encajonado en este cuartito, desovillando conversaciones telefónicas, diálogos inútiles para localizar pasadores de juego, policías buchones, políticos que no quieren transar cosas menores, …pero ahora, desde la noche del viernes encontró su gran oportunidad. La trasmisión secreta, en vivo, de lo que pasa en el interior del departamento número 9 sitiado por la policía montevideana. Voces, quejidos, crujidos, llamadas intermitentes de socoro, gritos aislados. El Dos ahora, por ejemplo.

—El martes va a ser el entierro, siempre te entierran tres días después de muerto, por si salís de nuevo, revivís como la momia, te acordás de la momia, que salía de la tumba lleno de vendas…

—Por ejemplo, te metés abajo de la bañadera, vienen, revisan no te encuentran…

—Mirá, ves, este aparato anda mal —patea desde el piso la tele el Nene y la imagen se arregla— pero fijáte está lleno de periodistas… Si te entregás no te pueden matar.

—Te matan igual, huevón —dice el Dos—. Te matan acá y te sacan muerto, por más periodistas que haya… son todos botones los periodistas…

«La angustiosa espera se extiende. El cansancio va haciendo cuerpo en los policías. El tiroteo ya no es tan intenso. Hay lapsos de quince o veinte minutos, en los cuales no se oye ni un solo disparo. Luego algunos tiros de los tiradores apostados en la planta baja o en la azotea del edificio, llevan a que los pistoleros respondan con una ráfaga».

Y de pronto sorpresivamente el portero eléctrico de la casa, en una pausa, dejó escuchar la voz de uno de los delincuentes, que decía:

—Saludos al comisario Silva. ¡Silva! Estás ahí, querido, Valerio, Verdugo. Chancho, Silva subí… Por qué no suben a jugar con nosotros una partidita a la generala. El que gana sale y el que pierde caga. Hay medio palo en la banca, te lo juego a una sola tirada de dados. ¿Oís? —tienen efectivamente un cubilete de cuero en el que suenan los huesitos de marfil.

—Basta de joda, che, quién es que habla ahí. Soy Silva —dice Silva, tranquilo, con su voz turbia, de criollo, una voz gastada por el alcohol, por el tabaco fumado en medio de los interrogatorios, tratando de ablandar a un chorrito, a una puta, a un pobre quinielero, siempre fue igual, años y años, de pegarle trompadas en el estómago a un tipo atado a una silla, de hablarle con voz hiriente, como quien quiere hundir una aguja en el oído de un zombie que se niega a decir lo que uno quiere que diga—. Por qué no bajan ustedes, quién habla ahí, sos vos Malito, bajá y arreglamos todo, como hombres, hacemos una negociación frente al juez, te garantizo que no voy a hacer la denuncia por resistencia en banda.

—Pero por qué no subís vos, apuráte, a tu hija le están haciendo el culito y vos acá como un gil, la tienen en el baño del telo, un flaco con un gorompo como un brazo y ella da grititos de gusto y se caga encima cuando empieza a gozar.

Hablaban así, eran más sucios y más despiadados para hablar que esos canas curtidos en inventar insultos que rebajaban a los presos hasta convertirlos en muñecos sin forma. Tipos pesados, de la pesada, que se quebraban en la parrilla, que se entregaban al final, después de oír a Silva insultarlos y darles máquina durante horas, para hacerlos hablar. Los restos muertos de las palabras que las mujeres y los hombres usan en el dormitorio y en los negocios y en los baños, porque la policía y los malandras (pensaba Renzi) son los únicos que saben hacer de las palabras objetos vivos, agujas que se entierran en la carne y te destruyen el alma como un huevo que se parte en el filo de la sartén.

—No es por plata —está diciendo el número Dos y Pérez registra la conversación, incómodo como quien espía sin querer, una confesión en la que de algún modo esta incluido, porque todos escuchaban, como Pérez, con inquietud, al Numero Dos decirle a Silva—. La plata te la doy si subís, guacho, te dejo subir y bajar sin tocarle un pelo, pero para sacarnos de aquí, van a tener que traspirar, ¿o con quién te crees que estás tratando? Vos Silva, ¿qué esperás para subir? Subí, vení, estás acostumbrado a fajar a los chorritos cuando te los tienen atados, pero cuando hay un tipo armado, con los huevos bien puestos, te arrugás, Silva.

La conversación se fue extendiendo, como si fuera otra parte del combate. Los testigos de la conversación están inmóviles, fascinados por lo que oyen, mientras Silva intenta mantener el diálogo, para que Pérez registre las voces y pueda ubicar a cada uno de los pistoleros y por eso busca, Silva, que el otro (¿el Nene?) siga peleando por el intercomunicador. Y esa voz prostibularia, criminal, delirada, subía por las paredes y llegaba hasta los que se amontonaban bajo la llovizna frente a la puerta del edificio sitiado.

Aproximadamente a las 3 y 30 horas de hoy (por ayer) se interrumpió la conversación que por el portero eléctrico mantenían las autoridades tratando de negociar con los pistoleros y se empezaron a escuchar fuertes gritos de los delincuentes que a modo de una inútil bravuconada aseguraban que estaban a punto de salir dispuestos a matar a unos cuantos guanacos y en algo cumplieron con estas palabras ya que parecería que uno de ellos —amparado en las sombras reinantes en el corredor del block de apartamentos— se llegó hasta la mitad de la escalera y efectuó una violenta ráfaga con una metralleta hacia la calle.

Esto hizo pensar que los delincuentes estaban saliendo, por lo que recrudeció el tiroteo y cubrió la entrada a los apartamentos una verdadera cortina de plomo.

Tras ello vino un instante de desesperación en el cual los que estaban en el hall corrieron en dirección a la calle. Detrás quedaba un hombre caído en el suelo, sangrando abundantemente por cuatro heridas de bala. Era el comisario Washington Santana Cabris De León, jefe de la policía uruguaya. Por espacio de algunos minutos quedó tendido donde cayó, debido a que el lugar era batido por los proyectiles de los malhechores.

—Piaste paloma… Por qué no lo bajan a buscar, cagones.

El Gaucho Dorda, semidesnudo, salió al pasillo, le puso el arma en el cuello y en medio de un tiroteo infernal, lo remató con un balazo en la boca. El jefe de policía y el loco, degenerado, psicótico, criminal reincidente de Dorda (dijo un informante policial) se miraron durante una eternidad y luego el Gaucho Rubio antes de matarlo, le guiñó el ojo y le sonrió.

—Monte mierda —dijo Dorda y saltó hacia atrás.

La cara del comisario quedo borrada por la descarga como si le hubieran abierto la carne desde la boca hacia afuera quedando sólo un hueco sanguinolento (así dijo un testigo).

Pasada la sorpresa del primer momento se le socorrió llevándolo en un patrullero a un hospital donde el comisario llegó muerto.

La esencia táctica de la banda de Malito, su brillo trágico (escribiría más tarde Renzi en su crónica de los hechos para la página policial del diario El Mundo) se alimenta con la certidumbre de que cada victoria lograda en estas condiciones imposibles aumenta la capacidad de resistencia, los vuelve más veloces y más fuertes. Por eso siguió lo que siguió, la ceremonia trágica que cualquiera que haya estado ahí esta noche no olvidará jamás.

Primero salió un humo blanco, por la ventanita del baño que se abría, como un ojo, en lo alto de la medianera. Una pequeña columna de humo blanco, contra la blancura de la niebla.

—Quemar plata es feo, es pecado. E peccato —decía Dorda, con un billete de mil en una mano, en el bañito donde se daba con la anfeta, con un encendedor Ronson que le había achacado a una loca; lo prende y lo quema, se mira en el espejo y se ríe. En la puerta está el Nene, que lo mira y no dice nada.

—Pensar que para ganar un billete como éste, un sereno, ponéle —los serenos son siempre boleta, los conocen bien, siempre se le cruza alguno cuando ya entraron en el galpón por la banderola y aparece el tipo con cara de alucinado— tiene que trabajar dos semanas… y un cajero de banco, según la antigüedad, puede tardar casi un mes, para recibir un billete como este a cambio de pasarse la vida contando plata ajena.

Ellos son al revés, cuentan fajos y fajos de plata propia. Disueltas las pastillas de aktemin, machacadas y disueltas en un frasco de calcigenol, como una leche, tienen otro gusto. La guita estaba en el bañito, la pileta es para quemar. Se ríe el Nene. Dorda también se ríe, pero medio temeroso de que lo esté cachando. Luego en un momento dado se supo que los delincuentes estaban quemando cinco millones de pesos que les quedaban del atraco a la Municipalidad de San Fernando, de donde, como es sabido, se llevaron siete millones.

Empezaron a tirar billetes de mil encendidos por la ventana. Desde la banderola de la cocina lograban que la plata quemada volara sobre la esquina. Parecían mariposas de luz, los billetes encendidos.

Un murmullo de indignación hizo rugir a la multitud.

—La queman.

—Están quemando la plata.

Si la plata es lo único que justificaba las muertes y si lo que han hecho, lo han hecho por plata y ahora la queman, quiere decir que no tienen moral, ni motivos, que actúan y matan gratuitamente, por el gusto del mal, por pura maldad, son asesinos de nacimiento, criminales insensibles, inhumanos. Indignados, los ciudadanos que observaban la escena daban gritos de horror y de odio, como en un aquelarre del medioevo (según los diarios), no podían soportar que ante sus ojos se quemaran cerca de quinientos mil dólares en una operación que paralizó de horror a la ciudad y al país y que duró exactamente quince interminables minutos, que es el tiempo que tarda en quemarse esa cantidad astronómica de dinero, esos billetes que por razones ajenas a la voluntad de las autoridades fueron destruidos sobre una chapa que en Uruguay se llama «patona» y es usada para remover la brasa en las parrillas de los asados. En una lata «patona» fueron quemando el dinero y los policías quedaron inmóviles, estupefactos, porque que se podía hacer con criminales capaces de tamaño despropósito. La gente indignada se acordó de inmediato de los carenciados, de los pobres, de los pobladores del campo uruguayo que viven en condiciones precarias y de los niños huérfanos a los que ese dinero habría garantizado un futuro.

Con salvar a uno solo de los niños huérfanos habrían justificado sus vidas, estos cretinos, dijo una señora, pero son malvados, tienen mala entraña, son unas bestias, dijeron a los periodistas los testigos y la televisión filmó y luego trasmitió durante todo el día la repetición de ese ritual, al que el periodista de la TV Jorge Foister, llamó acto de canibalismo.

—Quemar dinero inocente es un acto de canibalismo.

Si hubieran donado ese dinero, si lo hubieran tirado por la ventana hacia la gente amontonada en la calle, si hubieran pactado con la policía la entrega del dinero a una fundación benéfica, todo habría sido distinto para ellos.

—Por ejemplo si hubieran donado esos millones para mejorar las condición de las cárceles donde ellos mismos van a ser encerrados.

Pero todos comprendieron que ese acto era una declaración de guerra total, una guerra directa y en regla contra toda la sociedad.

—Hay que ponerlos contra la pared y colgarlos.

—Hay que hacerlos morir lentamente achicharrados.

Surgió ahí la idea de que el dinero es inocente, aunque haya sido resultado de la muerte y el crimen, no puede considerarse culpable, sino más bien neutral, un signo que sirve según el uso que cada uno le quiera dar.

Y también la idea de que la plata quemada era un ejemplo de locura asesina. Sólo locos asesinos y bestias sin moral pueden ser tan cínicos y tan criminales como para quemar quinientos mil dólares. Ese acto (según los diarios) era peor que los crímenes que habían cometido, porque era un acto nihilista y un ejemplo dé terrorismo puro.

En declaraciones a la revista Marcha, el filósofo uruguayo Washington Andrada señaló sin embargo que consideraba ese acto terrible, una especie de inocente potlatch realizado en una sociedad que ha olvidado ese rito, un acto absoluto y gratuito en sí, un gesto de puro gasto y de puro derroche que en otras sociedades ha sido considerado un sacrificio que se ofrece a los dioses porque sólo lo más valioso merece ser sacrificado y no hay nada más valioso entre nosotros que el dinero, dijo el profesor Andrada y de inmediato fue citado por el juez.

El modo en que quemaron la plata es una prueba pura de maldad y de genio, porque quemaron la plata haciendo visibles los billetes de cien que iban prendiendo fuego, uno detrás de otro, los billetes de cien se quemaban como mariposas cuyas alas son tocadas por las llamas de una vela y que aletean un segundo todavía hechas de fuego y vuelan por el aire un instante interminable antes de arder y consumirse.

Y después de todos esos interminables minutos en los que vieron arder los billetes como pájaros de fuego quedó una pila de ceniza, una pila funeraria de les valeres de la sociedad (declaró en la televisión uno de los testigos), una columna bellísima de cenizas azules que cayeron desde la ventana como la llovizna de los restos calcinados 4e los muertos que se esparcen en el océano o sobre los montes y los bosques pero nunca sobre las calles sucias de la ciudad, nunca las cenizas deben flotar sobre las piedras de la selva de cemento.

Inmediatamente después de ese acto que paralizó a todos, la policía pareció reaccionar y comenzó una ofensiva brutal como si el tiempo en que los nihilistas (como eran ahora llamados por los diarios) terminaban su acto ciego los hubiera predispuesto y enceguecido y los hubiera preparado para la represión definitiva.