La «garçoniére» instalada en el departamento número 9 de la calle Julio Herrera y Obes es un pequeño complejo de habitaciones casi desnudas pintadas de un color verde pálido. La puerta del departamento (el timbre no funciona y para ponerse en contacto con sus ocasionales ocupantes hay que hacerlo por intermedio del portero eléctrico de la puerta de calle) se abre sobre un estrecho corredor donde (escribe el chico que hace policiales en El Mundo) se ubican también las puertas de los otros departamentos. Es en el primer piso del edificio que por ser sólo de tres plantas no tiene ascensor. Hay que retener este detalle.
Ya dentro del departamento lo primero que se ofrece al visitante es una especie living-comedor de unos cuatro metros por tres, a cuya izquierda corre lateralmente una cocina sobre la que se abre finalmente una ventana que da a un pozo de aire y luz. En la cocina hay una mesada de mármol con una pileta en el centro y placares debajo. El visitante que llegue al departamento encontrará en el living-comedor muy pocos muebles y las paredes vacías. Falta también la puerta que tendría que separar el living de la cocina.
Inmediatamente después, abriéndose sobre el living, hay tres puertas que corresponden a las piezas y al baño.
La primera de las piezas que da sobre el pozo de aire es una alcoba que utilizaba la morochita del norte de Río Negro y en ella se encuentra una cama repisa con un pequeño ropero, una mesita ratona (tapa de vidrio) y una silla. No hay nada más salvo una pequeña lámpara de cabecera sobre la repisa y también sobre la repisa una foto de la morochita. Las paredes vacías dan al ambiente el tono de precariedad que tienen los lugares así.
La pieza siguiente comunica con el otro pozo de aire y luz y es también una alcoba y la utilizaban los subarrendatarios del departamento y los múltiples ocasionales visitantes que de un modo o de otro tenían llave de la vivienda o la recibían en préstamo. Hay una cama doble en el centro de la pieza, un toilet al costado izquierdo y un ropero al derecho, frente a los pies de la cama. A la derecha, en el centro de la habitación, se abre otra ventana sobre el pozo de aire y luz. La diferencia fundamental entre este dormitorio y el otro es que mientras en el de la morochita del norte de Río Negro el piso de parquet está lustrado y las paredes limpias, aquí ocurre exactamente al revés. No vive nadie fijo en esta pieza: nadie se preocupa por mantenerla con un mínimo de conservación.
Finalmente está el cuarto de baño donde no hay otra cosa que los artefactos habituales, un calefón General Electric y una cortina de plástico azul que corre alrededor de la bañera. Justamente sobre la bañera se abre una ventana que da al pozo de aire y luz.
—Del otro lado no hay nada, está el patio nomás.
Mereles se había parado sobre el borde de la bañadera y se asomaba hacia abajo por la ventana. Paredes grises, ventanas iluminadas y abajo el techo de chapas de un galpón. El Nene y Dorda se fueron hacia el living.
—Hay una tele, mirá…
—No te dije que estaba bastante amueblado…
—Che, que baranda que hay en este baño…
—Entonces —siguió contando el Nene— nos fuimos, porque antes te acordás, loco, nos queríamos ir a México, tenía un amigo yo, que se fue a comprar un pasaporte, porque tenía tantas entradas, se llamaba Suárez, lo ayudó el apellido, en México al final lo mataron…
—Pero oíme jetón, a quién se le ocurre irse a México… La altura te hace chiflar los oídos, una vez en La Paz me sangraba la napia sólo con abrir la ventana de la pieza.
—Pero lo que yo digo es que hay que llegar a Nueva York, hay una ruta que va desde Tierra del Fuego hasta Alaska ¿no sabías eso? Mirás el mapa y es como un hilo, va y va, finita, por el medio de la selva, la hicieron los alemanes, trajeron las topadoras, hicieron trabajar a los coyas y en dos años podías llegar en bicicleta.
—Yo me tiro acá, alcanzáme ese almohadón. Vamos a comer algo.
Habían comprado pollos al spiedo y whisky. Y comed beef y reservas para tener comida una semana, por si no podían moverse.
—Che, ¿y Malito viene ahora? —Mereles comía pollo y tomaba whisky en el vaso de plástico del baño—. ¿Lo tenemos que esperar? ¿La morocha lo conoce o no?
—Le mandé avisar que estamos acá —dijo el Nene.
—Vi en la tele que en los cines se puede robar si uno entra por atrás, por el cuartito del tipo que proyecta la película… Entrás, bloqueás la salida, los tirás a todos al piso y te llevás la guita de todos los otarios que están mirando la película y después te rajás otra vez por la ventana del proyector. Es perfecto, está todo oscuro, la película sigue y tapa los ruidos…
—¿Cómo que lo viste en la televisión?
—Un programa sobre fallas de seguridad en lugares públicos… Sabés la guita que podés hacer afanando un cine lleno…
Tenían que esperar que llegara Malito con un coche nuevo y los pelpa y rajar con él a la madrugada para el norte, meterse en el campo, esconderse en una chacra, en Durazno, en Canelones.
—Entonces para vos hay que dejar todo en manos de la suerte… Si viene, viene y si no viene ¿qué? Me parece mal negocio.
—Es mal negocio pero no hay otra, tenemos que seguir juntos y esperar.
—Si aguantamos una semana acá hasta que todo se calme, es mejor. A mí me gusta este lugar.
—¿Pero Malito va a venir esta noche?…
—Oíme vos si te querés largar solo, probá, es una chance.
—No seas yeta, querés…
—¿Pero dónde lo conociste vos, al ñato ese que te quería llevar a México?
—Lo conocí en Bolívar, tenía una Harley Davidson de 500 con sidecar y andaba a los piques por el campo, cazando liebres con la 45, por la tierra arada, con el casco y las antiparras, los paisanos se apoyaban en la pala y lo miraban y se miraban entre ellos, el loco saltaba con la moto como un resorte tratando de entrar en la huella, pero la moto vos vieras, parecía un avión, la moto, siempre en el aire, porque era loco pero loco, loco, ¿eh?, con decirte que tenía a la hija encerrada en una pieza de arriba en el rancho porque se parecía a su madre, la nena, y el ñato la hacía vestir como la finada y caminar adelante de él y no se que otras cosas le haría, y cuando se fue a México le escribía cartas a la hija, que era un churro bárbaro, no sabés, la nena, unas tetitas, incluso después que a él lo mataron, la nena siguió recibiendo cartas de amor del padre, no se quién se las escribía, la chica estaba como alucinada…
Mereles salió de la cocina con las barajas y un frasco de garbanzos. Habían amontonado las armas y la guita en la piecita de al lado y ahora se disponían a pasar la noche tranquilos, hasta que viniera Malito a buscarlos.
—Encontré unos mazos de naipes, juguemos un póquer de tres.
—Abierto… cada poroto vale diez mangos, repartí las cajas… A ver quién da…
Entonces sintieron un zumbido, incluso lo oyeron antes de que sonara, un instante antes de que se oyera primero el zumbido metálico y después la voz que los llamaba.
Hacía un rato que estaban jugando a los naipes, en una mesita de caña cubierta con un hule de cocina blanco, bajo la luz de una araña con caireles, en el medio de la pieza que daba a la calle, cuando se oyó el zumbido metálico, parecido al chillido de una rata, al chiflido del demonio, el zumbido metálico de un micrófono al ser conectado y después la voz que los conminaba a rendirse.
Era la policía.
La voz llegaba distorsionada, en falsete, una típica voz de guanaco, retorcida y prepotente, vacía de cualquier sentimiento que no fuera el verdugueo. Tipos que gritan seguros de que el otro va a obedecer o se va a hundir. Ésa es la voz de la autoridad, la que se escucha por el altavoz en los calabozos, en los pasillos de los hospitales, en los celulares que llevan a los presos en medio de la noche por la ciudad vacía a los sótanos de las comisarías para darles goma y máquina.
Entonces Mereles miró al Nene.
—La yuta.
El corazón late a mil, la cabeza parece iluminada por una luz blanca y los pensamientos se prenden del cerebro como garrapatas. Es un instante y después ya no se puede pensar. Lo que más se teme, lo peor en la vida, sucede siempre de golpe, sin que nadie esté preparado, por eso es lo peor, porque uno se lo espera pero no tiene tiempo de acomodarse y queda paralizado y sin embargo obligado a actuar y a tomar decisiones. En el fondo, lo que se teme más secretamente siempre ocurre, y ellos habían tenido la sensación íntima de que tenían a los canas encima, respirándoles en la nuca y que el hoyo donde se habían metido era demasiado tranquilo, demasiado perfecto y que tendrían que haber seguido en la calle, dando vueltas con el auto hasta inventar un modo de escapar de la ciudad y de los controles de la cana, lo pensaron pero estaban demasiado acorralados y nadie dijo nada y ya era tarde, los tenían ahí.
—Sabemos quiénes son ustedes. Están totalmente rodeados.
—Los que están en el apartamento 9 salgan con las manos en alto.
El Nene apagó las luces y el Gaucho saltó a la piecita y salió de ahí con las armas y empezó a repartir la Thompson, la Halcón de 9 milímetros, la escopeta de caño recortado, haciéndolas resbalar por el piso hacia las ventanas donde el Nene y el Cuervo se habían amurallado.
Una luz helada venía desde la calle e iluminaba con una niebla fantasmal el departamento. Los focos blancos de los reflectores entraban por las persianas y llenaban el aire de estrías y rayas luminosas que flotaban en el polvo, como una nube. Los tres estaban tatuados por los rayos de luz y se asomaban por la ventana tratando de entender como venía la mano.
—Fue esa puta…
—¿Y Malito?…
—¿Cuántos son? ¿Por qué no suben?
Se movían en la penumbra y trataban de ubicar a los policías. La primera sensación era de que estaban obligados a moverse a ciegas, en medio de un peligro extremo, como alguien que al caminar en el campo, de noche, siente que va a chocar y tantea el aire con las manos, como adivinando que un alambre electrificado está ahí, en medio de la oscuridad. La única luz adentro era el brillo de la televisión prendida sin sonido. Dorda en un rincón abrió la bolsita con la merca. En una mano tenía la metra y con la otra picaba la droga sobre el vidrio del reloj. Eran las 10 y 40 de la noche.
—Están rodeados. Les habla el jefe de policía. Entréguense.
En la oscuridad el Nene está agazapado y se asoma con cuidado por la ventana. £n la calle se ven sombras, se ven dos patrulleros, se ven los reflectores que iluminan el frente del edificio.
—¿Qué hay? —dice Dorda.
—Estamos jodidos.
Dorda deja la ametralladora en el piso, se sienta con la espalda apoyada en la pared, abre una cajita rectangular, de metal, plateada y luego de un rápida y complicada maniobra, se da un pico de cocaína en la vena del brazo derecho. Lo hace porque está oyendo lejos, voces, ahora, voces suaves, de mujer, y no las quiere oír, quiere que la blanca lo cure, la blancura que sube por las venas le borre las voces que suenan, en las placas del cráneo, entre los huesos, los canales tienen venitas por donde vienen ahora las voces finas de las mujeres. Eso oye Dorda, todo el tiempo, le cuenta al Nene, porque trata de hablar, en voz baja, mientras los canas deliberan y ellos deliberan también, a ras del suelo, como ratas, metidos en las grietas, en las hendiduras, chillidos, los dientitos afilados, por donde salen esas voces que él oye, Nene. Deliraba con las ratas, con los insectos que se meten por la nariz de los muertos.
—Vi fotos.
—Viste fotos —en un susurro, el Nene—. Tranquilo, Gaucho, los vamos a hacer cagar, no escuchés lo que te dicen, vigilá ahí.
—Malito sabemos que estás en el apartamento número 9. Rendíte y salí, estamos con un juez.
Insulta, en voz baja, agazapado, el Cuervo.
—Este loco de mierda.
—Creen que está acá.
—Mejor —se ríe Dorda ahora—. Así ellos creen que nosotros somos más.
—Sentado en el piso, asoma el arma por la ventana. —¿Tiro? ¿Un tirito?
—Tranquilo, Gaucho —le dice el Nene.
Dorda pica ahora la droga otra vez en el vidrio del reloj con el cortaplumas español de dos filos y levanta la coca en la hoja fina, acanalada, y se la lleva, con el pulso firme hasta la nariz que aletea y aspira, sin picarse esta vez, más directa, llega, por las ramificaciones del cráneo, la blancura, el aire puro. Y ese es todo el ruido que se oye en medio de la noche. La respiración ávida del Gaucho Rubio al aspirar la cocaína.
La policía ofrece garantía a la vida de los delincuentes en presencia del propio Juez de Instrucción de Segundo Tumo Dr. José Pedro Púrpura pero éstos no contestan. El departamento sigue a oscuras, en silencio, la policía alumbra con el buscahuellas de un patrullero, las paredes, las ventanas, como si hiciera señales de luz hacia un barco, pero nadie responde.
El coronel Ventura Rodríguez, jefe de policía del Uruguay cuando la casa estuvo «completamente cercada» (según las fuentes) se aproximó a la puerta y utilizando el «portero eléctrico» —o intercomunicador— dijo a los ocupantes del departamento 9 que estaban rodeados y que les convenía rendirse, dándoles seguridades de que serían respetadas sus vidas. Mereles estaba ahora en la cocina, con el teléfono en la mano y el Nene se le paró al costado. Habían abierto la puerta de la heladera y la claridad fría de esa luz espectral les permitía mirarse mientras los dos pegaban la cara al auricular para oír.
—¿Por qué no suben a buscarnos? —gritó el Nene.
—Mi amigo, acá le habla el jefe de policía, que es quien les garantiza el respeto de sus vidas.
—Porque no sube a jugar al póquer con nosotros, jefe.
—Aquí está el juez que les asegura la defensa y les asegura que no serán conducidos a Buenos Aires.
—Pero si eso es lo que queremos, querido, ir a pelear a Buenos Aires, no está ahí el puto del comisario Silva…
—Más no puedo hacer por ustedes. Les garantizo la vida y un juicio justo…
Nuevos y peores insultos fueron la respuesta. En determinado momento llegaron a contestar que mientras los policías estaban pasando hambre, ellos estaban comiendo pollo y tomando whisky, y que además tenían tres millones de pesos que podían dividir.
—¿Ustedes cuánto ganan? Se van a hacer matar por monedas…
Los dichos de los delincuentes demostraron que estaban evidentemente bajo los efectos de la droga y el alcohol. Un montón de insultos y de palabras soeces señaló al jefe de policía que era imposible «parlamentar» con los atrapados y que el caso iba a adquirir caracteres de violencia. Otra demostración de ello eran las apariciones de sus voces en el portero eléctrico de la finca preguntando si había policías argentinos entre quienes rodeaban la casa y desafiando a que vinieran ellos a detenerlos.
—Traigan policías argentinos…
—Queremos policías argentinos…
Se sabe que esta clase de delincuentes (señaló el médico policial que controla el puesto sanitario instalado en el lugar), especialmente los tres que hoy nos ocupan, es adicta a las drogas, a fin de mantenerse en condiciones para soportar situaciones como las vividas en ésta oportunidad. Corrobora eso el hecho de que en un allanamiento efectuado se encontraron 144 frascos de una droga (Dexamil Spanzule) y varios «ravioles» de cocaína que en el apuro por marcharse los delincuentes abandonaron. Pero la continuidad en el consumo puede a la larga provocar alucinaciones, cosa que no se sabe si ha ocurrido ya en alguno de ellos.
Otra prueba de que se encuentran en condiciones psíquicas anormales por el consumo de drogas es que hallándose en situación tan difícil, hoy (por ayer) a la noche, cuando el jefe de policía les intimó rendirse, respondieron:
—No, si nosotros estamos muy bien aquí, estamos comiendo pollo y tomando whisky, mientras que ustedes están ahí abajo, pasando hambre.
—¡Suban que los invitamos…!
El Cuervo hizo un gesto al Nene y se alejaron, agazapados, hacia un costado. Se miraron, de cerca, apoyados contra la pared.
—¿Salimos?
—No. Que vengan a sacamos, si se animan. Ya va a llegar Malito a buscarnos… Algo se le va a ocurrir, los debe haber encontrado recién, al llegar, porque seguro la manzana está rodeada y no pudo pasar. Hay que aguantar… y rajarse en cuanto aflojen un poco… Vamos a tratar de llegar a la azotea.
—¿Dónde están ubicados los canas? —preguntó el Nene—. ¿Los alcanzás a ver?
—Están en todos lados —se divertía Dorda—. Hay como mil… tienen camiones, ambulancias, patrulleros… Que suban, a ver si pueden… Va a ser como cazar pajaritos.
—Camiones y para qué quieren los camiones…
—Para llevarse los fiambres… —dijo el Cuervo y en ese momento empezaron los tiros.
Primero fue la sacudida seca de una 9 milímetros y enseguida el sonido de una ametralladora.
Dorda, agazapado contra la ventana, miraba hacia la calle y sonreía.
Fue por la ventana de la pieza abandonada, que se abre sobre el pozo de aire y luz y da justamente enfrente de otra ventana similar del departamento vecino por donde los policías abrieron fuego sobre los sitiados. El tiroteo fue repelido por los argentinos y se prolongó con intermitencias ante el asombro de toda la población montevideana que comenzó a seguir los acontecimientos por radio y por televisión.
En un determinado momento se oyó gritar a uno de los criminales.
—Uno a la puerta y los otros a las banderolas.
Ésa fue la estrategia que emplearon durante toda la noche.
La ubicación del apartamento resultó una trampa mortal. No tenían salida. Pero para su defensa era una guarida casi perfecta. Sólo se tiene acceso a la puerta por el corredor y esa puerta está protegida por el recodo ascendente. Avanzar por allí era suicida. La policía tiroteó continuamente el corredor (hay cientos de agujeros en las paredes y el revoque ha desaparecido dejando desnudos los ladrillos). Los pistoleros tiraban contra esa pared asomando una metralleta por alguna de las brechas abiertas por el plomo perforante de las balas trazadoras, en la esperanza de que los proyectiles al rebotar contra la pared saliesen hacia la calle.
—Una vez, en Avellaneda la taquería nos encerró en un galpón, a mí y al hermano más chico del Letrina Ortiz, y encontramos un sótano que daba a las cloacas… Un boquete de este tamaño —contaba Mereles— y rajamos por ahí.
Se daban ánimo, trataban de moverse sin dejarse ver desde los distintos puntos que controlaba la policía. Habían puesto el televisor en el piso para que no lo reventaran las balas y a ratos, cuando había una pausa, miraban lo que pasaba en la calle. También escuchaban el relato de los hechos trasmitidos por Radio Carve, la voz alterada de los locutores que se turnaban para contar los tremendos momentos vividos en la ciudad de Montevideo a partir de que los porteños ocuparán el Liberaij. La gente se había reunido en la zona y hacía declaraciones idiotas en los micrófonos y frente a las cámaras como si todos supieran lo que estaba pasando y fueran testigos presenciales y directos. Por la pantalla de la tele el Nene y el Gaucho se dieron cuenta de que afuera había empezado a garuar, ellos estaba metidos en una especie de cápsula perdida en el espacio, un submarino (dijo Dorda) que se quedó sin nafta y reposa sobre las piedras en el fondo del mar. Los tiros eran como bombas de profundidad que los sacudían sin lograr liquidarlos.
La policía se limitó a tirotear la puerta, impidiendo cualquier amago de salida. También realizó un fuego sesgado, repetido, terrible, sobre el tragaluz de la cocina que da sobre el pozo de aire. Un verdadero círculo de hierro cruzaba por ese tragaluz apenas se vislumbraba en las sombras que alguno de los delincuentes intentaba entrar en la cocina.
—Por acá no van a poder entrar. Hay más de seis metros limpios desde la escalera.
—Mientras aguantemos no van a venir de frente.
—Fue la puta —dijo Dorda.
—No creo.
—Es la malaria que viene con nosotros.
—Vos aguantá la ventana.
—¿Cuánta merca hay?
—Malito rendíte, estás rodeado.
—Los huevones creen que aquí está el Rayado…
En ese momento por la ventana viene una gran ráfaga que rompe los vidrios. Por ahí entran dos bombas de gas lacrimógeno.
—Juntá agua… en el baño.
Con los pañuelos húmedos se tapan la cara y con toallas mojadas levantan las dos granadas de gas que arden y las tiran por la ventana hacia la escalera y el hall del edificio. Los policías y los periodistas (y los curiosos) retroceden al recibir así una inesperada lluvia de gases. La policía decide esperar antes de volver a atacarlos con gas y cambiar la táctica. Van a tratar de ganar la azotea de la casa vecina para controlar la ventana del baño.
La policía vuelve a conectar un reflector que empieza a pasear una luz blanca por el cuarto. Mereles tira desde la puerta mientras Dorda cubre la ventana. El Nene abre la puerta y se asoma hacia el pasillo.
—¿Ves algo?
Avanza hasta la ventana que da a la terraza.
—Van a tratar de copamos desde la azotea.
—Empieza a retroceder y vuelve. —Desde ahí controlan los techos.
—Están tratando de venir por arriba.
—Imposible, los cagamos a tiros —se ríe Dorda.
Están tranquilos, los tres, sentados con la espalda contra la pared, cubriendo cada ángulo del departamento; están a la vez volados y tranquilos, tienen anfetas, tienen toda la droga, los policías siempre son más temerosos que los malandras, lo hacen todo por un sueldo (dice Dorda), por un sueldito, por la jubilación, tienen la mujer en la casa que se queja porque el lonyi ganó poco, pasa toda la noche afuera, bajo la lluvia, a quién se le puede ocurrir ser cana, a un enfermo, a un tipo que no sabe que hacer con su vida, a un «pusilánime» (había aprendido esa palabra en la cárcel y le gustaba porque lo hacía pensar en un tipo sin alma). Se hacen canas para tener la vida asegurada y así pierden la vida, por eso, para sacarlos de ahí, iban a venir con calma, porque no había nada que los hiciera jugarse la vida, salvo que alguno de los policías (el comisario Silva, por ejemplo) supiera que tenían la mosca ahí y se imaginara que podía entrar primero que los otros, meterse el toco en el bolsillo y decir que no había nada. «No encontré nada».
Pero era difícil, ya había saltado la perdiz, el Nene se encargó de avisarles que tenían todavía medio palo verde y que se lo ofrecían de regalo al que los ayudara a rajar. Se lo había dicho al jefe de policía por el portero eléctrico y la noticia había rebotado en la tele, como una prueba (según los periodistas) de que los delincuentes estaban dispuestos a jugar con la vida de todos los implicados en esta complicada operación de rescate. «¿De rescate de quién?» había pensado el Nene, según Dorda. «No ves que dicen cualquier batata».
—No van a poder sacamos, van a tener que negociar.
—Para sacamos van a tener que subir por la escalera y cruzar el pasillito. Es como cazar cachirlas.
El Nene fue a la cocina y apretó el timbre del portero eléctrico y levantó el auricular y empezó a gritar hasta que oyó que alguien lo escuchaba abajo.
—Si está el Chancho puto de Silva que suba él a negociar, que no se arrugue. Tenemos una propuesta para hacer, si no, va a morir mucha gente esta noche… Que tienen que meterse ustedes, yorugas, en esta historia, somos políticos peronistas, exiliados, que luchamos por la vuelta del General. Sabemos muchas cosas nosotros, Silva, mirá que empiezo a contar, ¿eh? —Hubo una pausa, se oía el crepitar de los cables y el zumbido suave de la lluvia, abajo, pero el policía que los escuchaba no les respondió.
Silva se acercó entonces y se apoyó contra el tablero del intercomunicador. Él no iba a hablar con esos mierdas, los iba a hacer salir de la cueva y entonces ellos iban a tener que hablar.
—Nos traen un taxi, nos dejan ir al Chuy, en la frontera y nosotros les entregamos la guita y no hablamos con nadie. ¿Qué le parece jefe? —dijo el Nene.
Hubo un silencio, se oyó al Gaucho que silbaba como llamando a un perro y por fin un oficial de la policía uruguaya se acercó al portero eléctrico y miró a Silva que le hizo un gesto de consentimiento.
—La policía uruguaya no negocia con criminales, señor. Ríndanse y van a salvar su vida, de lo contrario tomaremos medidas todavía más drásticas.
—Andá a cagar.
—Sus derechos están garantizados por el juez.
—Cómo mienten ustedes, mamertos, en cuanto nos agarren nos meten en la parrilla hasta damos vuelta las tripas.
Los periodistas radiales registraron ese diálogo con sus micrófonos pegados a la pared del intercomunicador.
Multitud de curiosos habían comenzado a rodear el área cuando se escucharon los primeros disparos y las cámaras de TV del Canal Montecarlo de Montevideo habían comenzado una trasmisión, en vivo que cubrió directamente los hechos. Las cámaras de TV colocadas en las azoteas permitieron seguir todos los incidentes. Incluso (como han señalado las crónicas) los pistoleros veían en la TV de su cuarto los acontecimientos que estaban viviendo. Y en las casas vecinas era común ver a las personas que, cubiertas con colchones para resguardarse de las balas perdidas, y acostadas bajo los muebles, observaban los enfrentamientos que sucedían en su propio barrio. Por su parte las radios trasmitían la encerrona desde departamentos previamente alquilados por las emisoras y los periodistas se movían por las inmediaciones del edificio con sus micrófonos abiertos. Durante horas la población de Montevideo siguió los terribles acontecimientos que están conmoviendo al país.
A las 23.50 tres hombres se ofrecen como voluntarios para entrar y derribar la puerta del apartamento. Luego de una breve deliberación, el comando policial acepta el ofrecimiento y ordena actuar. Cautelosos, el inspector Walter López Pachiarotti y los comisarios Washington Santana Cabris De León, a cargo de la Dirección de Investigaciones, y Domingo Ganduglia, a cargo de la Seccional 20.ª, cruzan agachados la puerta del edificio y avanzan por el pasillo. Los tres hombres entran en el zaguán de la casa de apartamentos, al fondo está la escalera que, doblando a la derecha, desemboca en la puerta del departamento 9. El oficial Galíndez se ofrece como cuarto hombre de recambio y control de retaguardia. Los cuatro se filtran entonces por la escalera, formando un rombo en una operación clásica de asalto frontal.
Van Ganduglia al frente con una Uzi gatillada, llevando a Santana Cabris a su izquierda y a López Pachiarotti a su derecha, en un abanico de protección que cierra Galíndez colocado al fondo, entre los dos. Se han apagado las luces y la escalera es un túnel sombrío que sube hacia la claridad del departamento sitiado. Un silencio sepulcral ha inundado el lugar, los hombres avanzan inclinados y tensos. De pronto el cuarto hombre que los sigue tropieza en un escalón y al caer se apoya en Ganduglia haciendo que este caiga a su vez. Eso le salvó la vida, ya que por una ventana que da a la derecha de los que entraban, Dorda asomó su arma y disparó una ráfaga de metralleta, de abajo a arriba, alcanzando a Cabris en el tórax y en la cabeza e hiriendo al resto.
—Me la dieron los guachos… Madre querida —se oyó decir al infortunado mientras Dorda se reía, desde la ventanita.
—Guanaco —gritaba—. Verdugo, te calcé… Suban vengan, yorugas, cagones…
Boca arriba, con tres enormes heridas en el cuerpo y los ojos abiertos, agonizaba, respirando con un quejido ronco, en medio de una espantosa hemorragia, el oficial de treinta y dos años, con dos hijitos que van a quedar huérfanos de padre. A su lado, el otro herido, se arrastraba hacia afuera mientras un tercero se miraba la sangre que le chorreaba en el pecho y no podía creer que su mala suerte le hubiera hecho cumplir los presagios más terribles. Tenía una herida en el vientre y no quería mirarla, el oficial Ganduglia, que no sentía dolor ninguno, sólo frío, como si su mano en el vientre fuera de hielo.
Bajo los focos de los camiones y de lar linternas, en la zona iluminada con la luz de los reflectores para que los pistoleros no pudieran escabullirse por las ventanas, yacían en la vereda los restos de esos dos muchachos muertos y del tercero herido en el vientre. Más que dos jóvenes que se hubieran marchado de esta vida parecía que (según el cronista de El Mundo), lanzados por una mezcladora de cemento, no hubiera más que trozos de huesos, pedazos de intestinos y de tejidos colgantes a los que era imposible suponer que habían estado dotados de vida. Porque los que mueren heridos por las balas no mueren limpiamente como en las películas de guerra donde los heridos dan un giro elegante y caen, enteros, como un muñeco de cera; no, los que mueren en un tiroteo, son desgarrados por los tiros y trozos de sus cuerpos quedan desparramados en el piso, como restos de un animal salido del matadero.
Las cámaras hacían sus paneos sobre los heridos porque por primera vez en la historia era posible transmitir en vivo, sin censura, los visajes de los muertos en la batalla de la ley contra el crimen. Tarda un hombre en morir y la muerte es más sucia de lo que uno no puede imaginar: pedazos de carne y huesos quebrados y la sangre que mancha la vereda y los quejidos horribles de los moribundos.
Pero el que había muerto aquí (agregó Renzi, en su libreta de notas) había muerto enseguida sin que su cuerpo tuviera la posibilidad de registrar el más mínimo asombro o comprensión, salvo el miedo anterior, el miedo previo cuando subía por la escalera hacia el departamento donde estaban amurallados los pistoleros.
—Son como perros rabiosos. Recuerdo —dijo un policía— cuando era chico encerraron en el dormitorio de mis padres a un manto negro, Lobo, un perro rabioso que saltaba por las paredes enfurecido y hubo que matarlo por la banderola, con una escopeta, desde arriba, mientras saltaba, enloquecido, el perro.
—Los heridos deben ser trasportados ya —dijo el comisario Silva que se hallaba observando la escena desde un costado—. Un herido en carne viva es lo peor, porque llora y se queja debilitando el espíritu de la tropa. No sea maricón, carajo —gritó.
Pero el chiquito que tenía la pierna reventada seguía gritando y llamando a la madre. Y el comisario se sorprendió, en cambio, por el tono mesurado del joven oficial con un tiro en el vientre que se quejaba débilmente, con un ronquido de dolor y deliraba:
—Entramos en el pasillo y ellos saltaron y tiraron. Están desnudos, drogados, aparecieron ahí, como fantasmas, son cinco o seis. Va a ser muy difícil sacarlos de la guarida.
El chico herido en la pierna estaba por su parte estupefacto, cómo podía ser que fuera él quien estaba tirado en el pasillo, herido: esa noche se había quedado de guardia para sustituir a un amigo que se movía a la mujer de un futbolista de Peñarol que andaba de gira con el equipo. Era la única noche que su amigo podía estar con esa yegua y él como un pelotudo había aceptado sustituirlo y quedarse de guardia y ahora estaba tirado en el piso con un tiro que le había destrozado la pierna. Todo era como un mal pensamiento, porque en los últimos dos años las cosas se le habían encarrilado, se había casado con la mujer a la que pretendía desde siempre y la había convencido de que se casara con él aunque fuera un policía, le habló y le habló hasta convencerla, porque a ella le daban asco los policías, pero al final cedió, vio que él era como cualquier otro muchacho y después de casados, se habían comprado una casita en Pocitos, con un crédito de la cooperadora policial, pero ahora todo corría peligro porque la herida se le iba a gangrenar y se vio con la pierna cortada, arrastrándose en muletas, los bajos del pantalón de la pierna derecha doblados a la altura de la rodilla y sujetos con un alfiler de gancho y entonces un sudor frío lo hizo tiritar y cenó los ojos.
Adentro, Mereles está sentado en el piso, con la espalda pegada a la pared, con un pañuelo mojado atado en la nariz y la boca para disipar el efecto de los gases que han quedado flotando, débiles ya, en el aire cerrado y el Nene está del otro lado, contra la pared del baño, también sentado en el piso y ha dejado la metra en un costado porque las armas se recalientan con el uso sostenido y a veces se le quema la palma de las manos. Eso y la sensación de tener un puño en el estómago es lo único que siente ahora, dice, el Nene. Eso y la sorpresa al pensar en la morochita del Río Negro, la dulce mosquita muerta. ¿Habrá sido ella?
—Vos creés que me habrán seguido…
—Ahora no te calentés. Igual no teníamos dónde ir… País de mierda, más chico que una baldosa, dónde te podés esconder en este lugar. Yo le dije a Malito, hay que quedarse en Buenos Aires, tenemos mil rebusques ahí. Pero aquí… Estamos cocinados.
—A lo mejor Malito ya cruzó el charco… Tiene una suerte, una sangre fría, una vez se metió en la comisaría donde todos los canas lo estaban buscando para hacer una denuncia porque un vecino ponía fuerte la radio.
—Se reía Mereles. —Mirá que es loco, es genial. A lo mejor, quién te dice, se filtra y llega y nos saca.
—O muere con nosotros.
—Y porque no…
—Si entra, es porque puede salir…
—En un jetra de pinotea —dice Dorda y toma un trago de whisky de la botella.
Se ríen. No piensan nada que vaya más allá de lo que viene diez segundos después. Eso es lo primero que se aprende. No hay que pensar en lo que está pasando, para poder seguir y no quedar paralizado de terror, hay que avanzar paso por paso, ver como siguen los acontecimientos inmediatos, una cosa por vez. Ahora llegar hasta la cocina y buscar agua. Que no le den al cruzar el pasillo. Ahora arrastrarse hasta aquella ventana. Se mueven en el departamento como si hubiera paredes invisibles. La policía ha puesto tiradores especiales que cubren los espacios y ellos han tenido que aprender a defenderse, enseguida se han dado cuenta de que hay muchos sitios del departamento cubiertos por las balas, hacen un dibujo, el Cuervo y el Nene Brignone, en el piso, con un lápiz, y trazan las líneas de tiro y ven que no pueden cruzar por aquí y que tienen que andar de costado, como si fueran sonámbulos, que se mueven, de perfil, apoyados en el aire, por corredores invisibles para no ofrecer blanco.
—¿Ves? —dice Mereles—. Acá hay una salida, esta es la escalera.
—Vos cubríme.
Dorda se para en la puerta y empieza a tirar hacia abajo, mientras el Nene y el Cuervo se escurren hacia el pasillo y buscan la salida por la escalera que da a la azotea.
—Está lleno de canas arriba.