La señorita Lucía vio que dos hombres le estaban cambiando la patente a un Studebaker estacionado cerca de la esquina y le pareció extraño. Uno tenía un destornillador o quizá una navaja, ella no alcanzaba a distinguirlo bien a esa distancia, y estaba en cuclillas aflojando los tornillos de la chapa, mientras el otro, un rubio grandote con un vendaje en el cuello, sostenía la otra placa. La mujer dormía en los fondos de la panadería y esa mañana se había despertado al alba. Abrió el negocio y tuvo que encender las luces porque todavía era de noche. Desde la vidriera, mientras tomaba mate, se quedó mirando la figura de los dos hombres que agachados junto al auto, hacían bromas y se divertían. O eso pensó Lucía, porque en ningún momento los vio preocupados o sigilosos, o temiendo que los sorprendieran. Más bien hacían el trabajo con la actitud del que está cambiando la goma de un auto.
Lucía era muy observadora, su trabajo en la panadería le había desarrollado una capacidad especial de observación, casi un sexto sentido (declaró), porque era capaz de recordar la cara de un cliente ocasional sólo con verlo pasar por cualquier calle de la ciudad varios días después. Pero no hacía falta ninguna capacidad especial para comprender lo que estaba Sucediendo en la esquina con esos tipos que manipulaban la chapa del Studebaker. En ese barrio de Montevideo todos se conocían y no era común que hubiera novedades o que pasaran cosas raras. Desde que ella estaba al frente del negocio sólo una vez un hombre había tenido una descompostura y se había muerto en la vereda, de golpe, de un ataque al corazón. Quedó tirado en la calle boca arriba, sin poder respirar, y con un pañuelo blanco trataba de taparse la cara. Lucia se acercó cuando el hombre ya estaba muerto y estuvo sola con el cadáver frente al negocio hasta que apareció el idóneo de la farmacia de la esquina y llamó a la Asistencia.
Esta vez las cosas eran distintas y había posibilidades de intervenir antes de que fuera tarde. Por eso levantó el teléfono y si bien vaciló, porque no le gustaba meterse en la vida de los demás, después sintió una extraña emoción, como si algo importante estuviera en sus manos, y llamó a la policía. Enseguida apagó la luz del negocio y se quedó a mirar.
Volvió a experimentar lo que ella misma llamaba la tentación del mal, un impulso que a veces le daba por hacer daño o ver a alguien que le hacía daño a otro y contra esa tentación luchaba desde chica. Por ejemplo, cuando el hombre tuvo el síncope, ella se quedó quieta, mirándolo morir y siempre pensó que si hubiera reaccionado sin dejarse llevar por la curiosidad que la paralizaba, mientras el señor con la cara lívida se agitaba y se ahogaba tirado sobre las baldosas de la vereda, el hombre con el pañuelo en la cara se podría haber salvado. Ahora, en cambio, actuó casi sin vacilar y luego de hacer la denuncia, se dispuso a esperar. Parecía un simple robo de autos y ella jamás se imaginó lo que iba a ver.
Por la vidriera de la panadería, en ese barrio tranquilo de Montevideo, se controlaba la calle entera. —Mejor que en el cine— declaró luego la señorita Lucía Passero.
Una verdadera orgía de sangre (según los diarios) comenzó así en el Uruguay el miércoles 4 de noviembre de 1965 cuando desde la panadería ubicada en Enriqueta Comte y Riqué, casi Marmarajá, se advirtió que estacionado sobre la acera opuesta se hallaba un Studebaker rojo dentro de] cual dos hombres fumaban tranquilamente.
Segundos más tarde se les apareó un segundo vehículo —un Hillman negro— del que descendieron otros dos desconocidos que entregaron un envoltorio a los primeros. El Hillman se fue con sus ocupantes y estacionó a la vuelta de la esquina. Se vio entonces que del Studebaker bajaban dos de los ocupantes y se daban a la tarea de sustituir sus chapas de matrícula por otra contenida en el envoltorio que momentos antes habían recibido.
Dos policías aparecieron por la esquina y se acercaron al auto estacionado. Por el espejito el primero que los vio fue el Cuervo Mereles.
—La taquería —dijo.
Abrió el Cuervo la puerta del auto y se apoyó en el guardabarros, fumando, tranquilo, mientras se acercaban los dos policías. Uno era negro, mulato mejor, con cara chata y pelo mota, y el otro era un policía gordo, igual a cualquier otro policía gordo de la ciudad. Había muchos canas que se dejaban estar y se ahogaban si tenían que correr y sólo servían para pegarles garrotazos a los chorritos caídos, indefensos, en la calle, y patadas en los riñones con todo el peso de esos cuerpos enormes. Pero un negro, el Cuervo nunca había visto un policía negro. Tal vez en Brasil. Pero no había estado nunca en Brasil. Y en Norteamérica, claro, los policías negros de las películas norteamericanas que mataban a otros negros norteamericanos en las calles del Bronx. Esa frase se le formó en la cabeza como una melodía mientras dejaba que los dos hombres se acercaran. Iban a pedirle documentos. Mereles sonrió con expresión amable. El negro venía dos pasos atrás y el gordo se adelantó hacia ellos.
—Dejámelo a mí —dijo el Gaucho Dorda.
El policía gordo se tocó la gorra e hizo una venia con dos dedos y miró a los que estaban en el auto con cara de perro. El Gaucho odiaba a los canas por encima de cualquier otra cosa y antes de que el tipo tuviera tiempo de suspirar, le metió un tiro en el pecho. Cayó al suelo y no murió enseguida, gritaba, buscó cobijarse en el cordón de la vereda. El otro policía, el negro saltó, agazapado, atrás del auto y empezó a tirar.
—Cancela —dijo el negro—. Llamá a Jefatura.
Cancela debía tener un walkie-talkie, pero no pudo usarlo. Estaba tirado contra la alcantarilla (Lucía podía verlo perfectamente) con el pecho tinto en sangre, respirando con un ronquido ahogado, y movió la mano para cubrirse la herida, para tratar, quizá, de parar la hemorragia que le llenaba la garganta de sangre.
Dorda sacó el brazo por la ventanilla del Studebaker y remató al tal Cancela con un tiro en el estómago. Se reía Dorda.
—Guanaco, reventá —dijo y le apuntó al otro policía mientras el Cuervo arrancaba el auto y lo hacía picar.
Pero el negro era bravo y saltó hacia adelante tirando con la cuarenta y cinco y los mellizos se desparramaron en el auto porque el uruguayo que venía con ellos estaba herido.
Se paró el negro en medio de la calle y siguió tirando mientras Mereles aceleraba el auto y salía haciendo chirriar las gomas hacia la esquina. Durante el tiroteo el negro descargó totalmente su pistola y por un instante se refugió en el umbral de la farmacia para volver a cargarla. Después (seguía Lucía Passero) continuó tirando hasta que el coche de los delincuentes desapareció. Fue como ver una película proyectada para ella sola, una experiencia inolvidable, esos hombres agazapados, tirando, el rostro helado, los ojos quietos, el olor a bosta de la pólvora, el color amarronado de la sangre, el chillido de las llantas del auto que escapaba en dos ruedas y la figura tranquila del negro que sostenía la pistola con las dos manos, bien afirmado, con las piernas abiertas, sobre el empedrado. Yo vi, dijo la mujer, que uno de los malandrínes había sido herido. Y vio nítidamente como un tiro hacía estallar la ventanilla trasera del auto al cruzar frente a la panadería y vio también como uno de los tipos se sacudía y se tocaba la cintura y después se miraba la mano ensangrentada.
—Me la dieron —dijo el uruguayo y bajó la cara para mirarse las manos empapadas de sangre con las que se apretaba el vientre. Estaba tranquilo y lívido y tan sorprendido por lo que le había pasado que le costaba reaccionar. Se llamaba Yamandú Raymond Acevedo y nunca lo habían herido antes. Aceptó trabajar con los argentinos en la truca del auto porque le pagaron un vagón de guita y le prometieron más si los llevaba a la frontera, a Rio Grande do Sul, por el norte, por Santa Ana.
—No podemos seguir con vos —le dijo, frontal y sereno el Nene Brignone—. Perdonáme, hermano, pero tenés que bajarte.
—Me mandás al muere, Nene, no me dejés tirado ahora, te lo pido por Dios.
Yamandú lo miró con la cara gris, rogando, primero al Nene, y después a Dorda, que tenía la Beretta empuñada sobre las rodillas.
—Estás jodido Yamandú —dijo el Gaucho—. Tenés que arreglarte solo, nosotros tenemos que seguir, a vos no te va a pasar nada.
—No seas guanaco, porteño, no me entregués, vamos a donde está Malito y que él nos diga. Dorda levantó la Beretta y se la gatillo en la cabeza.
—Agradecé que no te reviento. Si caés y hablás te busco y te corto los huevos.
—Son una mierda ustedes, no se le hace eso a un hombre —dijo el uruguayo.
El Cuervo disminuyó apenas la marcha del coche y Yamandú abrió la puerta del auto. Se iba a tener que tirar para que no lo mataran. Se largó del coche y cayó en el empedrado, sobre las costillas.
El auto aceleró y Dorda sacó el arma por la ventanilla y le tiró pero no logró matarlo. Para Yamandú esa fue una prueba de que los argentinos estaban perdidos porque había una ley implícita, un código entre la gente del ambiente que todos respetaban. Nadie abandona a un compañero herido sin tratar de ayudarlo y nadie mata a un socio que ha actuado lealmente como si fuera un buchón. Eran unos reventados, dijo Yamandú, eran tipos que vivían en una delirata total, querían llegar a Nueva York en auto por la Panamericana, asaltando bancos en el camino y robando farmacias para proveerse de droga. Se daban manija con eso, estudiaban los mapas, los caminos secundarios, y calculaban cuánto tiempo iban a tardar en llegar a Norteamérica. Estaban plantados, deliraban con trabajar para la mafia portorriqueña de Nueva York, meterse en el barrio, en el ghetto latino y empezar de nuevo ahí, donde nadie los conoce. No pueden escapar del centro de Montevideo y quieren irse a Manhattan porque el Nene escuchó que el cantor de tangos que les entregó el robo dijo que conocía a un cubano que tiene un restorán en Nueva York y se quieren ir para asociarse con él, cualquier delirio. Nunca, dijo Yamandú, vi tipos iguales a ésos. Exageraba, Yamandú, seguramente, para lograr aflojar la presión que tenía encima y hacerse pasarse por un simple perejil, un valerio de los argentinos, que lo obligaban a meterse en manos que él no quería usar.
—Va a hablar —dijo el Gaucho, loco porque no había podido rematarlo—. Nos va a batir a todos… Si conoce las casas, los embutes, ¿a dónde nos metemos ahora?
—Tranquilo, dejáme pensar —dijo el Nene.
—Pensar, que vas a pensar. Va a hablar el guacho, hijo de puta, hay que volver y matarlo.
—Tiene razón —dijo el Cuervo y dio marcha atrás y volvió a los piques con el auto reculando hasta la avenida donde lo habían dejado tirado al uruguayo. Pero cuando llegaron Yamandú se había arrastrado hasta un baldío y se había metido en los fondos de una peluquería, en un galponcito esperando que cayera la noche para poder zafar. Incluso cree que, metido en esa especie de galería cubierta, donde se guardaban los secadores de pelo con forma de escafandra y pie de metal, los sillones giratorios con brazos de cuero blanco, las piletas con una abertura redonda en el frente y varias canillas y mangueritas para el lavado del pelo, con espejos y bigudíes y cajas de peines, alcanzó a oír el motor del auto que volvía y lo buscaba por las calles e incluso le parecía oír (o imaginar que oía) la voz del Gaucho que lo llamaba como si fuera un gatitito «Michi, michi, michi». Capaz de hacer cosas así (según Yamandú), si es un pirado total, un desubicado, hace todo lo que el Nene le pide y el Nene es más frío que una víbora, no le importa nada de nada.
Dieron varias vueltas por la zona y pasaron incluso frente a los fondos del galpón donde Yamandú estaba escondido pero no lo encontraron y se alejaron entonces del centro tratando de salir de la zona porque se oía venir la sirena de los patrulleros. Seguro la policía ya tenía las señas del auto y en cuanto cayera el uruguayo iban a tener todos los datos necesarios para identificarlos. Malito estaba como siempre aparte, solo en un bulo por la zona de Podios que nadie conocía, armando un contacto para volver a Buenos Aires por si fallaba el cruce al Brasil. Tenían una cita con él al día siguiente. Ya se iba a enterar de lo que estaba pasando.
—Tenemos que levantar todo —dijo el Cuervo—. Y replegamos.
—Vamos —dijo el Nene—. Tratemos de llegar primero que la yuta.
Teman la certeza de que Yamandú iba a caer y de que, por supuesto, los iba a buchonear. Pasaron por el aguantadero donde se habían enterrado desde que estaban en Montevideo y se llevaron las armas y la guita, cinco minutos antes de que llegara la policía. A partir de ahí cortaron todos los contactos con los apoyos que Nando les había armado en el Uruguay y empezaron a buscar un lugar donde esconderse. Estaban descolgados, todo el mundo les rajaba, como si tuvieran lepra.
—Yo sé donde vamos —dijo entonces el Nene Brignone.
—¿Tenés un lugar? —dijo el Cuervo.
Se habían detenido en un desvío sobre la Rambla, frente al río. Habían escondido el auto entre unos árboles, en el Parque Rodó, y tomaban cerveza del pico de la botella sentados en el estribo, con las puertas abiertas del coche y las armas y la guita amontonadas en el hueco que había quedado después de tirar el asiento de atrás.
—Esperen acá.
El Nene cruzó la calle y se metió en un café y buscó el teléfono al fondo del salón.
Para entonces Yamandú había sido localizado en el interior de una peluquería de mujeres. La policía que patrullaba la zona, lo encontró agazapado en el fondo del negocio. A pesar de su herida en el vientre, el pistolero intentó escapar pero fue reducido. De rodillas pidió clemencia y finalmente delató a sus compinches dando a conocer su filiación.
—No me maten —dijo—. Son los porteños.
El sujeto era efectivamente Yamandú Raymond Acevedo, de nacionalidad uruguaya y frondoso prontuario. Fue conducido al Hospital Militar, donde recibió las primeras curaciones. Los médicos se encargaron de mantenerlo despierto y lúcido.
Raymond, al ser interrogado por la policía reconoció haber participado en el tiroteo en el que murió el policía Cancela y admitió que había seguido en compañía de los delincuentes argentinos hasta que éstos, en vista de que él. —Yamandú— no podía huir porque estaba herido intentaron matarlo. Su larga declaración permitió reconstruirlos pasos de los pistoleros desde su llegada a Montevideo. La policía por otro lado desplegó de inmediato una serie de allanamientos para interceptar los contactos de la banda.
Reunidos los suficientes datos fisonómicos y características particulares de los cuatro, se estableció contacto con la policía de la vecina orilla (dijeron los diarios). Llegó un juego de fotografías de los pistoleros y se confirmó que eran los argentinos. De los cuatro hombres que integraban el grupo, Yamandú reconoce en la galería fotográfica a tres de los asaltantes argentinos. Son Mereles, Brignone y Dorda. Nada se sabe, en cambio, del paradero de Enrique Mario Malito.
El mundo del delito se encuentra en «estado de alerta» pues las investigaciones van demostrando que asesinos, estafadores y contrabandistas locales han colaborado en ocultar a los pistoleros porteños y ahora temen las represalias policiales. A última hora circuló la versión de que la banda de Malito se habría dirigido hacia Colonia en un desesperado intento por volver a cruzar el río rumbo a tierra argentina. Hoy (por ayer) fue detenido el contrabandista Ornar Blasi Lentini, con su mujer embarazada y sus dos hijos pequeños, por procurar albergue para la banda en la casa del aduanero Pedro Glasser en San Salvador 2108. De inmediato la policía fue tras los rastros del delincuente argentino Hernando Heguilein, «Nando», un ex integrante de la Alianza Libertadora Nacionalista en los tiempos de Perón acusado por Lentini de ser el nexo de todo delincuente de alto vuelo que llegue al Uruguay desde el exterior y que habría servido de enlace entre los prófugos y la delincuencia uruguaya.
El viernes 5 de noviembre una comisión policial, luego de detener al delincuente Lentini —de actuación en la banda de infanto-juveniles de «El Cacho»— logró la pista para llegar a Heguilein.
Este sujeto se hallaba escondido en una pasa de la calle Cufré, donde la policía lo sorprendió en piyama en momentos en que se afeitaba. No obstante estar rodeado huyó por los techos y luego de lanzarse desde la azotea de la finca a un patio vecino, fue finalmente detenido. Nando dijo que se había separado de la banda «horrorizado cuando se enteró del modo cobarde en que habían intentado matar a Yamandú. Soy un hombre de principios, un preso político. Pertenezco al Movimiento Nacional Justicialista y lucho por la vuelta del general Perón», declaró el delincuente.
—Sí, por supuesto —le contestó el comisario Santana Cabris de la Dirección de Investigaciones—. Pero sobre todo sos un guacho porteño asesino de policías.
Nando conocía la tortura, sabía que tenía que permanecer callado todo el tiempo que pudiera aguantar. Porque con la picana, si se empieza a hablar, ya no se puede parar. Iba a tratar de no decir nada, ni una palabra, porque tenía miedo de verse obligado a delatar el aguantadero de Malito. Era su amigo, no era un tipo cualquiera, era un bandolero al viejo estilo, un idealista, Malito, que podía convertirse en un héroe popular, como Di Giovanni o Scarfó y como el mismo Ruggerito o el falsificador Alberto Lezin y todos los malandras que habían peleado por la causa nacional. Iban a tener que matarlo, pensó Nando, porque él no iba a delatar el escondite de Malito.
Mientras lo bajaban a la sala de tortura trataba de no pensar, Nando, de mantener la mente en blanco, como una lámina vacía, un papel cansón. Le habían vendado los ojos, posiblemente iban a tener que pasarlo al juez en veinticuatro horas. Se las había visto más feas en otras ocasiones y esta vez estaba seguro de que la prensa andaba detrás de la policía y se iba a publicar que había caído preso.
En realidad la captura de Heguilein pasó casi inadvertida en la compacta rueda de periodistas y policías en la jefatura cuando trascendió que se había encontrado nuevamente el rastro perdido de los pistoleros argentinos. Es a partir de acá (según el cronista de El Mundo) que empezaría a «cocinarse» el más formidable asedio que se conozca en los anales de la policía en el Río de la Plata.
Pocas horas después del mediodía, en un avión de la policía de la provincia de Buenos Aires, tipo Turismo, arribó al aeropuerto de Carrasco el jefe de la Zona Norte de la policía bonaerense, comisario inspector Cayetano Silva, para colaborar con las autoridades uruguayas.
Mientras avanzaban por la pista, luego de bajar del avión, Silva fue recibiendo la información de sus colegas.
—Los encontramos, por casualidad, en un incidente ridículo. Estaban cambiando las chapas de un auto robado.
—Se han quedado sueltos. No tienen contactos.
—Hay que apretar.
—No hay que detener a todo el mundo. Hay que dejar algunos elementos libres y dejar que los porteños busquen hacer contacto.
—Al caer Yamandú van a quedar aislados.
—Entonces —dijo Silva— si quedan aislados, van a cambiar los planes. ¿Qué pueden hacer? Van a tratar de salir de la ciudad.
—Imposible, están todos los caminos controlados.
—Hay que hacer saber por los diarios que Yamandú está colaborando con nosotros.
Los investigadores han llegado a la conclusión de que Malito y Sus cómplices se encuentran ya con menos dinero en el bolsillo. La compra de documentos, los gastos efectuados en el traslado clandestino —en el yate Santa Mónica según han comprobado fuentes de la prefectura— hasta territorio uruguayo, las orgías celebradas en sus refugios, el alquiler de los departamentos: usados como escondites y de los coches, han ido mermando su capital. Las orgías fueron narradas por Canos Catania, un taxi-boy que se presentó espontáneamente y narró los hechos del fin de semana. Los maleantes alquilaron chicos y mujeres y con abundante droga pasaron dos días en una partuzza, como la llaman, con actos de abyecta depravación. «Son buenos» dijo el joven de diecisiete años, «me regalaron un traje».
Fue este joven el primero que les habló de las visitas del Nene Brignone a la zona rosa de la Plaza Zavala y de su amistad con Giselle.
—Quiero hablar a solas con la chica —dijo Silva.
Personal del departamento de Orden Publico, explotando la fuente inagotable de referencias precisas que constituye la vida nocturna montevideana —whiskerías, salas de juego— entró en conocimiento de que los pistoleros porteños canalizaban sus tratativas para lograr un buen «enterradero» por intermedio de una joven alternadora (la morochita de Río Negro que trabajaba en el ambiente.
Paralelamente a las tratativas para el arrendamiento por un par de días del apartamento, los pistoleros, gestionaban un viaje al Paraguay ofreciendo para ello una suma exorbitante.
Las tratativas fueron a desembocar en personas que poseían un apartamento en el edificio Liberaij (Julio Herrera y Obes 1182) pero que al parecer tendrían ciertas vinculaciones con medios policiales.
Otra versión no confirmada dice que los argentinos habían llegado al departamento a través de un enlace menor con la delincuencia uruguaya y que ese contacto (un «perejil») para desembarazarse precisamente del riesgo que significaban. Los argentinos habían conseguido en préstamo el departamento y de inmediato había «vendido» la información a la policía sin que los dueños reales de la vivienda, ni su subarrendatario estuvieran en conocimiento de quiénes eran los pájaros que habían buscado refugio en el departamento número 9 del 1182 de la calle Herrera y Obes.
Es una historia larga, en fin, y complicada, que pasa por todos los recovecos oscuros de la vida nocturna, donde es fácil —como quien dice por simples razones de vecindad— que el cliente honesto de las boites se ligue con el contrabandista, el asaltante y el punguista, sin conocer su condición. Será pues la policía quien lo diga. Mientras tanto el hecho cierto es que los delincuentes argentinos se metieron en el departamento de referencia pocos minutos después de las 22 horas de ayer.
El apartamento numero 9 es la «garçoniére» doblemente compartida por dos estancieros del Este, que lo subarriendan a su propietario a un costo de 480 pesos uruguayos por mes. Son primos hermanos y ambos andan por los veinticinco años. Ambos, además, frecuentan el ambiente nocturno de las boites y el bajo fondo de los taxi boys del puerto.
¿Cómo llegaron hasta ese departamento, los pistoleros, Brignone, Dorda y el Cuervo Mereles, tan ansiosamente buscados por la policía de las dos orillas? El cronista no lo sabe pero maneja varias hipótesis.
Una versión dice que los pistoleros lo habían comprado a su propietario legítimo, un uruguayo (de origen griego) también frecuentador de la noche, que vive más en Buenos Aires que en Montevideo y cuyo primer apellido, se dice, podría empezar con la letra «K».
Los pistoleros habrían hecho a «K», sin que este conociera para nada su identidad pero habiéndolos conocido en los ambientes nocturnos de la Ciudad Vieja, una primera entrega de ochenta mil pesos uruguayos.
Más allá de las conjeturas, es cierto también que el departamento de la calle Julio Herrera y Obes fue una auténtica «ratonera» preparada por la policía a los delincuentes en fuga. No se sabe cómo pero de alguna manera la policía logró que se refugiaran ahí.
Una fuente que pidió no ser identificada dice que los argentinos se confiaron a otro delincuente uruguayo informante de la policía y que este puso el dato en conocimiento de gente vinculada a la brigada de homicidios.
Otra versión indica que fue la policía la que indirectamente puso el departamento a disposición de los argentinos y estos se metieron en la «cueva» sin sospechar para nada que su protector uruguayo los había vendido a sus perseguidores. Si ello es así —en cuyo caso habría que descartar la otra versión que dice que los argentinos habían comprado el departamento haciendo una entrega previa de 80 000 pesos uruguayos— no hay duda de que la policía obró cautamente porque sabía el terreno que pisaba y la peligrosidad de los perseguidos.
Sorprendidos los fugitivos en la calle, la lucha habría sido inevitable y riesgosa para el montevideano. Se necesitaba un lugar donde los delincuentes estuvieran concentrados y a ese fin, se dice, habrían dirigido sus redes los hombres de la Jefatura mediante el ardid de servirles en bandeja un departamento presuntamente seguro —céntrico, cómodo, amueblado— mientras los argentinos esperaban el contacto que habría de trasladarlos, según habría declarado Nando, al Paraguay.
Si ello es cierto como ha trascendido y como todo lo indica, el mecanismo de relojería que habría de servir para detener a los argentinos se puso en marcha al filo de las 10 de la noche.
Poco antes de esa hora, la morochita de veintiún años que ocupaba el departamento en sus horas libres, se había vestido con un traje sastre de color azul claro y estaba lista para irse, como de costumbre, a la boite céntrica donde pasaba las noches a la espera del amanecer. Llevaba una cartera negra y zapatos al tono y no hay duda de que no tenía la más mínima idea del porvenir inmediato.
Eran las diez en punto de la noche. En ese momento sonó el portero eléctrico del edificio y la voz de un desconocido pidió permiso para hablar con la morochita del norte de Río Negro. Ella abrió la puerta y lo dejó pasar.
El hombre se identificó como un alto empleado de la Jefatura, según contó la muchacha (Margarita Taibo, según trascendió, alias Giselle) en la boite.
—Váyase de aquí… Váyase de inmediato —le dijo el hombre.
La muchacha seguida a corta distancia por el jerarca policial salió efectivamente a la calle sin haber terminado de maquillarse y el departamento quedó solitario, como la trampa que espera la llegada de la presa.
Eran ahora las 22.10 aproximadamente.
La morochita del norte de Río Negro se fue hasta la casa de una amiga que vive en 25 de Mayo y luego, con los amigos de ésta, se fueron todos en un coche de chapa brasileña a la boite.
Aprovechando que conocían el departamento y que preparaban una ratonera, la policía de inteligencia controló desde el principio los movimientos de los pistoleros a partir de que se estableció la conexión para ocupar el enterradero.
Una versión dice que la policía llenó de micrófonos el lugar porque quería averiguar el paradero del dinero robado (cerca de quinientos mil dólares). Otros dicen que el sistema de registro y de escucha era previo a la llegada de los pistoleros y había sido usado para vigilar las posibles actividades prohibidas de los dueños de la boite. (Básicamente tráfico de drogas y trata de blancas). Sea como sea, el intento de recuperar el botín es (según algunas fuentes) lo que podría explicar el extraño error del operativo.
Como se sabe, es cosa corriente en los procedimientos policiales el armarles «ratoneras» a los delincuentes. Esto consiste en esperar al buscado dentro de la casa o apartamento que se sabe ha de visitar por cualquier causa y sorprenderlo antes de que pueda iniciar la defensa.
En el caso presente, parecería que se cometió un error. Se armó la ratonera al revés, de afuera para adentro, en lugar de hacerlo a la inversa. Si la policía, cuando fue a hacer salir a la joven ocupante del apartamento 9 hubiera copado el lugar, habría impedido que los delincuentes tuvieran a su disposición el enorme arsenal que les ha permitido resistir el asedio a hasta el momento de escribir esta crónica.
Pero la policía (argentina) buscaba algo más. Lo más probable es que haya querido matarlos y no agarrarlos vivos para impedir que incriminaran a los oficiales que (según la misma fuente) habrían participado secretamente en el operativo sin recibir la parte del botín que había sido pactada.
Lo cierto es que el Studebaker rojo de los pistoleros llegó al garage del edificio a las 22.11.
El Nene Brignone subió por la escalera seguido por el Cuervo Mereles y el Gaucho Rubio. El Nene metió la llave en la cerradura y luego de un leve forcejeo, la puerta del departamento se abrió.