Cuatro

Al día siguiente los diarios fotografiaron al comisario Silva en el momento de reconocer el cadáver del Chueco Bazán en un bar cerca del puerto. Sus declaraciones eran sentenciosas y contradictorias (y aun incompatibles), como cuadra al razonamiento policial.

—En este país los delincuentes se matan entre ellos para eludir a la justicia. Estamos en la pista de la banda de asesinos que robó el Banco de San Fernando y sus horas están contadas.

El comisario llevaba un traje arrugado y una mano vendada. Venía de dos días sin dormir y se había fracturado la mano al golpear a la concubina de Mereles que se había negado a colaborar y se pasó todo el interrogatorio puteando y escupiendo. Era una nena, una pendeja empecinada en hacerse la heroína y al fina] tuvo que pasársela al juez sin sacar casi nada en limpio. Se había roto un huesito del nudillo al pegarle el primer sopapo y ahora tenía la mano hinchada y dolorida. En el bar pidió hielo y se ató los cubitos con una servilleta blanca. Miró a los periodistas.

—Usted no piensa que…

Empezó el chico que hacía policiales en El Mundo

—Yo no pienso, investigo —lo cortó Silva.

—Dicen que era un informante de la policía. —El chico era un pibe de pelo crespo, con la credencial del diario donde se leía Emilio Renzi o Rienzi bien visible en la solapa de la chaqueta de Corderoy—. Y dicen que Bazán estuvo detenido… ¿Quién dio la orden de dejarlo libre?

Silva lo miró y se sostuvo la mano herida contra el pecho. Por supuesto había dejado libre al Chueco para usarlo de camada.

—Es un delincuente con prontuario. Y nunca estuvo detenido…

—¿Qué le pasó comisario en la mano?

Silva trató de buscar una frase que al chico le pareciera real.

—Me la recalqué pasándome periodistas putos por el forro de las bolas.

El Comisario Silva era un tipo gordo, de cara achinada, con una cicatriz blanca que le cruzaba la mejilla. La historia de esa cicatriz le volvía todas las mañanas cada vez que se miraba la cara en el espejo. Un loquito lo había cortado una tarde, porque sí, al salir de su casa. El pendejo le respiraba en la nuca y lo amenazaba con una navaja, sin saber que él era un policía. Cuando lo supo fue peor. Lo difícil es siempre el miedo del otro, el delirio del tipo que de golpe piensa que está acorralado y que no tiene forma de escapar. Fueron saliendo hacia la calle y, antes de robarle el auto, le abrió la cara con un tajo cruzado. Fue como si lo quemaran, sintió un ardor helado, algo que le abría el maxilar y le quedó la cicatriz para siempre.

Vivía solo ahora, su mujer lo había dejado años atrás y a veces la volvía a ver, casi sin reconocerla ya, cuando le traía a sus hijos. Los veía crecer con indiferencia, como si fueran extraños, alejado de todo lo que no fuera el trabajo. Silva sabía que en su profesión no se podía andar con vueltas. Esta vez le habían dejado las manos libres.

—Quiero una solución rápida —le dijo el Jefe—. No se caliente por lo que digan en el juzgado.

Había mucha presión para que alguien fuera arrestado.

—Tengo encima a los periodistas, voy a tener que llamar a una conferencia de prensa.

—¿Hay alguna pista?

El comisario Silva salió en el auto por Moreno hacia Entre Ríos, fuera de servicio. Eran casi las nueve de la noche. Manejaba con calma. La ciudad estaba tranquila. Hay crímenes, adulterios, robos, pero uno anda por las calles y todo se mueve normalmente y con el aire de falsa tranquilidad que los mismos transeúntes le dan a las cosas.

Muchas veces Silva se quedaba levantado hasta la madrugada, en su casa, sin poder dormir y miraba la ciudad desde la ventana, a oscuras. Todos tratan de ocultar el mal. Pero la maldad acechaba en las esquinas y adentro de las casas. Vivía ahora en un departamento alto en Boedo y las luces encendidas en las casas y en los departamentos en la madrugada le hacían pensar en los crímenes que al día siguiente estarían en la primera página de los diarios.

La ejecución del Chueco fue el broche que cerró la retirada de la banda. Iban a matar a todos los que se pusieran adelante y la lección tenía que estar clara. Nando Heguilein había quedado en la retaguardia, cubriendo los movimientos finales y repartiendo plata para cubrir el cruce al Uruguay. Todo venía mal y estaban en peligro; la policía allanó el aguantadero de Arenales y la caída de Blanca que estaba ahí, enloqueció a Mereles que hasta pensó quedarse en Buenos Aires para enfrentarse con Silva y con todos los buchones que lancheaban para la yuta. Malito impuso calma, ahora más que nunca tenían que moverse con inteligencia y no dejarse provocar.

Silva había levantado a Fontán Reyes en el Esmeralda, un bar sobre Carlos Pellegrini donde solían parar los tangueros. El bar estaba cerca de SADAIC y se veían siempre estrellas jóvenes y ex estrellas retiradas del mundo del espectáculo. Cuando Silva entró con la patota todos en el café se quedaron inmóviles, como encerrados en una cápsula de vidrio. Ésa era la sensación que producía cada vez que entraba en un lugar como ése. Silencio, movimientos juntos y caras de miedo.

Fontán Reyes era un tipo elegante, con unos kilos de más y la cara alucinada de los drogadictos. Silva se le acercó y se le sentó al lado.

—Parecía nervioso. Lógico. Todos se ponen nerviosos cuando les hablo —dijo el comisario.

De este modo (según los diarios) pudo saberse cómo fue planeado el atraco a los pagadores, de la comuna. La filtración vino del Concejo Deliberante. Carlos A. Nocito, de treinta y cinco años, casado, primo hermano de Atir Ornar Nocito, alias Fontán Reyes, se desempeñaba como inspector de Obras Públicas de la comuna de San Fernando. Era un influyente, un hombre que hacía favores en la zona, un típico puntero que bordeaba las actividades delictivas. En otro lugar habría sido un hombre de la mafia pero aquí se dedicaba a pequeños negocios en los que entraba la coima y la protección a quinieleros y quilombos clandestinos. Era socio en un garito de Olivos y tenía intereses en distintos puntos de la costa y era hijo de don Máximo Nocito, alias Niño, presidente del Concejo Deliberante de San Fernando, elegido por la Unión Popular. Detenido e interrogado, Nocito terminó por admitir que se había reunido con los «hacendados» que les presentó su primo Fontán Reyes, y que los había apalabrado para asaltar a los pagadores de la comuna. Las reuniones se hacían en un lujoso departamento de la calle Arenales.

Blanquita Galeano, la concubina de Mereles es (según los diarios) una jovencita de clase media, criada en un hogar sano y estimado por los vecinos de Caseros. Hasta los quince años su conducta fue normal, bailes juveniles, alguna reunión en casa de amigos, pero el verano pasado viajó a Mar del Plata sola. Morocha, espigada, bonita, bien vestida, su figura impresionó al hijo de un estanciero que llevaba una vida fastuosa en la ciudad feliz. Era Carlos Alberto Mereles. Costosas fotos en colores dan testimonio del nacimiento del romance. Luego el regreso. ¿Cuánto tardó Blanca en darse cuenta de que Mereles era un delincuente? ¿Un mes, dos meses? Cuando lo supo ya era tarde. A fines de agosto se casaron. Por lo menos así lo creyó ella. Porque ahora la policía viene a descubrir que el certificado matrimonial es falso y la ceremonia una farsa. Blanquita, la niña de dieciséis años, está ahora presa en la Brigada de Investigaciones de Martínez.

La Nena al final confesó que Mereles y tres cómplices habían abandonado el departamento de la calle Arenales horas antes de la llegada de la policía llevándose la mayor parte del dinero del atraco y poderosas armas automáticas, pero no pudo (o no quiso) revelar hacia dónde se dirigían los pistoleros. Según declaraciones de la joven, los delincuentes estarían cercados, todos les temen, nadie quiere ayudarlos y Malito, el jefe de la gavilla, ha decidido arriesgarse.

—Se fue para el Tigre —dijo la Nena, muy golpeada, secándose la sangre con un pañuelo—. Hay un polaco, que lo va a ayudar. Eso es todo lo que sé.

El polaco era el Conde Mitzky que controlaba la red de contrabandistas y bagayeros del Río de la Plata; tenían tomados a los tipos de la aduana y a la gente de la prefectura que hacían la vista gorda en los cruces clandestinos a la otra orilla.

Silva mandó a rastrillar el Delta subiendo por el río hasta el borde de la Isla Muerta y después volvió al bar del puerto donde habían encontrado el cadáver del Chueco Bazán. No había rastros, Malito le llevaba dos horas de ventaja.

Consultados por la prensa, los propietarios de la rotisería de Arenales al 3300 dijeron que a diario se sorprendían con las compras que a toda hora realizaban los de enfrente. Lechones enteros, varios pollos al spiedo, cantidades de botellas del mejor vino. Miles de pesos por día y al contado riguroso. El vecindario decía que se trataba de unos «ganaderos» con intereses en la Patagonia y campos en la zona de Venado Tuerto. Lo mismo dijo el propietario de una importante casa de música de la Avenida Santa Fe. Dos señores que vivían en Arenales al 3300 efectuaron hace unos meses una compra muy importante. Grabadores, radios portátiles, estereofónicos, una discoteca completa. El monto y la cantidad de lo adquirido merecía su atención personal. Entonces fue a supervisar la instalación de los artefactos conociendo así el «departamento más fastuoso que haya visto», según expresó a los periodistas.

—Se veía que era gente de dinero, muy educados, con modales refinados, personas elegantes y discretas, que, según creo, habían venido a la Capital especialmente para asistir a un campeonato de polo en los campos de Palermo.

Dos días después del atraco las autoridades han dado por esclarecido el robo. Aunque los autores materiales se encuentran prófugos, la policía ha detenido a siete cómplices y entregadores, incluyendo un funcionario comunal; un conocido cantor de tangos; el hijo y un sobrino del presidente del Concejo Deliberante de San Fernando y un suboficial del Ejército que vendió las armas utilizadas por los delincuentes. Así epiloga un suceso inaudito en el que personas aparentemente honestas alquilaron asesinos a sueldo para cometer un hecho vandálico.

En círculos bien informados se tiene la impresión de que la policía está convencida de que los delincuentes argentinos han logrado ya cruzar al Uruguay.

«Los que huyeron» ha dicho off the record el comisario Silva «son sujetos peligrosos, antisociales, homosexuales, y drogadictos», y agregó el jefe de Policía «no son tacuaras ni peronistas de la resistencia, son delincuentes comunes, psicópatas y asesinos con frondosos prontuarios».

«Hybris», buscó en el diccionario el chico que hacía policiales en El Mundo: «la arrogancia de quien desafía a los dioses y busca su propia ruina». Decidió preguntar si podía ponerle ese título a la crónica y empezó a escribir.

El que ejecutó a sangre fría a los custodios en el robo del Banco es Franco Brignone, alias el Nene, alias Cara de Ángel, hijo primogénito de un acaudalado empresario de la construcción, residente en el barrio de Belgrano, debutó en su vida criminal en 1961 a los diecisiete años, cuando era estudiante de la secundaria en el Colegio Saint George y cayó preso como cómplice en una tentativa de robo que terminó en homicidio. Era el predilecto de su padre, un respetado hombre de negocios, y gozaba de las franquicias máximas hasta convertirse en el dominador de la voluntad paterna y de sus hermanos menores. Una noche sacó su auto y fue a buscar a unos amigos a los que había conocido en la cancha de Excursionistas y que le habían pedido que los llevara a recojer un combinado musical. Con Brignone al volante sin bajarse del auto, el coche se detuvo largo rato hasta que sus amigos volvieron sin traer nada. Los compinches le explicaron que habían reñido con el dueño del combinado que se había negado a prestárselos. A la mañana siguiente el menor leyó en el diario que en esa casa un hombre había sido asesinado con fines de robo. Lo habían matado a golpes con una palanqueta que habitualmente estaba bajo el asiento del auto del Nene. El joven fue por primera vez a la cárcel. El impacto en su padre fue tan terrible que murió de un síncope cardíaco al recibir la noticia. El juez le dijo que si bien la pena era de simple complicidad merecía ser condenado por parricidio.

Cuando salió de la cárcel, pese al dinero de la herencia paterna, influido por los contactos carcelarios y ante la desesperación de su madre y de sus hermanos que son respetados y honestos profesionales, siguió el camino del crimen.

En cana (contaba a veces) aprendí lo que es la vida: estás adentro y te verduguean y aprendés a mentir, a tragarte la vena. En la cárcel me hice puto, drogadicto, me hice chorro, peronista, timbero, aprendí a pelear a traición, a partirle la nariz de un cabezazo a tipos que si los mirás torcido te rompen el alma, aprendí a llevar una púa escondida entre los huevos, a meterme las bolsitas con la merca en el ojo del culo, me leí todos los libros de historia de la biblioteca, porque no sabía que hacer, me podés preguntar quién ganó la batalla que se te cante en el año que quieras y yo te lo digo, porque en la cárcel no tenés un pomo que hacer y entonces leés, mirás el aire, te aturde el ruido que hacen los grasas ahí encerrados, te envenenás, te llenás de veneno como si lo respiraras, escuchas a los bonchas contar las mismas boludeces, pensás que es jueves y en realidad recién es el lunes a la tarde, yo aprendí a jugar al ajedrez, aprendí a hacer cinturones con el papel plateado de los cigarrillos, aprendí a cojerme a mi novia de parado en el patio, en el horario de las visitas, en una especie de carpita hecha con una sábana, en un costado, los otros internos te ayudan, si ellos también están con la señora y los pibes y se tienen que esconder para poder echarse un polvo, las minas son de fierro, se bajan los calzones, se te sientan encima, mientras los guanacos te espían, te gozan, se ríen de lo boludo y lo caliente que está uno, hombres grandes que no pueden cojer, porque para eso te encanan, para que no puedas garchar, por eso te llenás de veneno, te tienen en una heladera, te meten en una jaula llena de machos y nadie puede cojer, vos querés y te verduguean, o peor, te hacen sentir un mendigo, un croto, terminás hablando solo, viendo visiones (y el Gaucho lo dejaba hablar, le decía que sí, a veces incluso le agarraba la mano, en la oscuridad, los dos despiertos, fumando, boca arriba, en la cama, en alguna pieza, en algún hotel, en algún pueblo de la provincia, escondidos, guardados, los mellizos tomados de la mano, rajando de la taquería, con la pistola en el piso envuelta en una toalla, el auto escondido entre los árboles, parando un poco la marcha, tratando de descansar y de calmarse, dejar de rajar por lo menos una noche, dormir en una cama). Y el Nene se alucinaba, ahí había aprendido a sentir el veneno de los Valerios que lo verdugueaban porque sí, porque era joven, porque era lindo, porque tenías un gorompo más grande que el de ellos (decía el Nene), aprendí a guardarme el odio adentro, terrible la vena, como un fuego, el odio es lo que te mantiene vivo, te pasás la noche sin poder dormir, en la jaula, mirando la lamparita en el techo, que titila, débil, medio amarilla, prendida las veinticuatro horas para que te puedan espiar, para obligarte a tener las manos afuera de las cobijas y que no te hagas la muñeca, pasa un valerio y levanta la mirilla y te ve ahí, despierto, pensando. Aprendés sobre todo a pensar cuando estás en la gayola, un preso es por definición un tipo que se pasa el día pensando. ¿Te acordás Gaucho? Vivís en la cabeza, te metés ahí, te hacés otra vida, adentro de la sabiola, vas, venís, en la mente, como si tuvieras una pantalla, una tele personal, la metes en el canal tuyo y te proyectás la vida que podrías estar viviendo o ¿no es así, hermanito?, te hacen de goma, te metés para adentro y viajás, con un poco de droga que consigas, chau. Estás en otra, te tomás un taxi, bajás en la esquina de la casa de tu vieja, entrás en el bar de Rivadavia y Medrano a mirar por la ventana a los tipos que baldean la vereda, cualquier gansada. Una vez estuve como tres días haciendo una casa, te juro, empecé con los cimientos y la fui haciendo, de memoria, la casa, los pisos, las paredes, las escaleras, el techo, los muebles. Después que la terminás de hacer, le ponés una bomba y la hacés explotar, todo el tiempo pensás que los tipos quieren volverte loco. Que están para eso. Y te vuelven loco, tarde o temprano. Si estás todo el tiempo pensando. Tuviste tantas ideas al final del día y tan poco movimiento que sos, no sé, como esos tipos que se subían a una montaña y se ponían a meditar seis, siete años, ¿no?, los eremitas, se llamaban, en una cueva, los tipos, piensan en Dios, en María Santísima, hacen promesas, no comen, son como uno cuando está en cana, tantos pensamientos y tan poca experiencia real, que al final sos como un cráneo, cómo una maceta, con una planta, los pensamientos se te arrastran como gusanos en la bosta. Si yo te contara las cosas que pensé estando en cafúa habría para hablar no sé, la misma cantidad de tiempo que estuve preso. Me acordaba de minitas de ocho, diez años que había conocido en la escuela y las hacía crecer, las veía desarrollarse, saltar la soga, a la hora de la siesta, les veía los zoquetes blancos, las piernas flacas, las tetitas que empiezan a llenarse y a la semana de estar en ese mambo, ya me la estaba moviendo, no las dejaba crecer mucho, me las movía en el terraplén, atrás de la vía, hay un yuyal y después una cañas y un campito y yo les hacía el virgo, las ponía boca arriba y las sostenía en upa, apenas, con las dos manos, del culito, y se la metía, tardaba como una hora y al final, las desvirgaba. Incluso hubo una, que estuvo conmigo en la escuela, en tercer grado sería, que después empecé a pensar que me la llevaba al terraplén, en Adrogué, en la curva del tren que va para Burzaco, esa nena quería llegar virgen al matrimonio porque el novio era médico, ponéle, un tipo de plata y entonces yo me la cogía por el culo. Le decía, tu marido no se va a dar cuenta de nada, vos estás sellada, estás intacta, y ella tirada boca abajo en el campito, con la garcha enterrada en el culo, una nenita de quince ponéle, muy putita, muy tranquila, porque iba a llegar con el virgo intacto al matrimonio. A veces pensaba en una mujer y la sentaba en la ventana de la celda y le empezaba a chupar el clítoris, podía ser cualquier mina, mi hermana podía ser. Pero las mujeres no son lo peor, porque mujeres mal o bien, podés verlas, acordarte, lo peor es que te tienen encerrado y no vivís, estás como muerto y ellos te hacen hacer lo que quieren y esa vida vacía a la larga te quiebra, te llenás de rencor, te envenena. Por eso el que va preso es carne de cárcel, sale y vuelve, sale y vuelve, y eso pasa por el gran veneno que te inculcan ahí adentro. El Nene había jurado que nunca más iba a caer, iban a tener que agarrarlo dormido, y ni siquiera dormido lo iban a poder llevar adentro.

Ahora estaba protegido, en ese aguantadero, en el centro de Montevideo, pero no podía quedarse quieto, se sentía encerrado también ahí, tenían que esperar, siempre tenían que esperar, miraba a Malito y a Mereles y a los dos uruguayos que los apañaban, jugar al póquer durante horas y no aguantaba la calma, el encierro, quería salir, tomar aire. El Gaucho se pasaba las horas durmiendo, había encontrado algún toque, opio, morfina, vaya a saber, siempre estaba reventando farmacias o encontrando camellos que le traían pastillas, gotas, cristales, y vivía en una nube, en esos días cuando recién llegaron a Montevideo, tirado en la cama, sintonizando (como decía Mereles) las voces de la locura.

El Nene Brignone en cambio no se podía quedar quieto, tenía presentimientos, ganas de respirar aire puro y entonces se largaba a yirar no bien caía la noche. Su creencia era que si la policía estaba en la pista no importaba que se cuidaran y si la policía no estaba en la pista la posibilidad de encontrarlos era remota. Malito lo dejaba hacer. Había cierto fatalismo en todos ellos y nadie podía imaginar el giro inesperado que iban a tomar los acontecimientos. Los que viven bajo presión, en situación de extremo peligro, perseguidos, acosados, saben que el azar es más importante que el coraje para sobrevivir en un combate. Pero esto no era un combate, eran más bien un complejo movimiento de maniobras dilatorias, de esperas y de postergaciones. Estaban esperando que se calmará la tormenta y que Nando les mandara un contacto para cruzar por tierra al Brasil.

El Nene empezó a patear por la Ciudad Vieja, por la calle Sarandí, por la calle Colón. Le gustaba Montevideo, una ciudad tranquila, de casas bajas. Estaba harto de esperar y entonces salía de caza al atardecer. El Gaucho lo miraba irse sabiendo a dónde iba pero sin preguntar, sin decir nada. Se había armado una especie de cucha en el costado, en un altillo, al fondo de la escalera, el Gaucho, y se tiraba ahí a pensar o a dibujar los motores que aparecían en la Mecánica Popular. El Nene lo invitó a salir un par de veces pero el Gaucho no quería saber nada. «Me quedo aquí, en mi covacha inmunda» decía, sonriendo, con los anteojos Clipper que le daban (creía) un aspecto de aviador, de hombre de mundo, que vive siempre en la penumbra, a media luz, aislado en su refugio. Entonces el Nene saludaba y se iba, bajaba a la calle y sentía la emoción de la aventura que le llegaba al repechar la cuesta y avanzar hacia el olor agrio que venía del puerto.

Entre la banda de chongos y bufarrones que andan por Plaza Zavala en Montevideo hay a menudo algunas muchachas perdidas. Son muy jóvenes, por lo general prematuramente endurecidas. Están enteradas de todo lo que se refiere a los muchachos con quiénes lo hacen y con quienes a veces viven: que esos muchachos buscan a otros hombres y a veces les pagan o se hacen pagar. Y aunque lo saben, no les importa. A veces una de las chicas va al parque con un bufa y se sientan juntos hasta que él encuentra un levante y entonces como por acuerdo tácito se separan: el muchacho se va con el cliente, la chica se va al café de la esquina, donde lo espera.

Una de esas muchachas despertó la curiosidad del Nene. Era la más llamativa: tendría diecinueve años, de largo pelo negro y ojos hipnóticos. Miraba a los hombres con una especie de sonrisa que la hacía parecer pensativa, como si para ella el mundo, aunque triste y corrupto, la divirtiera y la llenara de ganas de vivir. Había algo raro en la chica, como si estuviera ausente, como si todo lo mirara desde la lejanía.

Afuera la policía había detenido a un chico que era una Reina, con la carita pintarrajeada y una peluca rubia. La muchacha sonrió y dijo:

—Bueno, otra Reina de la Noche que va presa por desobedecer las reglas del tránsito.

El Nene dejó su asiento y fue a ocupar el que estaba junto a la chica y durante un rato conversaron despreocupadamente. Salieron del café, después, y se internaron en el parque y se sentaron en un banco frente a un viejo que predicaba con una Biblia apoyada en un atril y un megáfono en la boca.

—La palabra del Cristo está en nosotros, hermanos y hermanas.

Hablaba como si estuviera solo, el viejo. Y bendecía, haciendo la señal de la cruz con la mano en el aire. Vestía una levita oscura y parecía muy digno, un sacerdote quizá, un poco loco, un ex alcohólico tal vez, un evadido del Ejército de Salvación, un pecador arrepentido.

—Dos veces fue negado Jesús y dos veces fue castigado el traidor.

La voz del viejo que predicaba se mezcló con el murmullo del viento entre los árboles. Por primera vez en muchos meses el Nene se sintió a gusto y en paz. (Por primera vez, quizá, desde que se había metido en la banda de Malito, se sintió a salvo). Estaba ahí en el parque sentado con la muchacha, y le gustaba que lo vieran con ella algunos de los hombres que habían sido sus clientes y habían estado con él, la noche antes, o la noche anterior a la noche anterior, en los baños del cine Rex.

Hasta que ella lo miró sonriendo y lo sorprendió cuando le dijo:

—Hay algo en ti que me desconcierta. Te he visto en el cine y te he visto pirujear por ahí y te pareces a los otros, pero no eres como ellos, hay algo más. Eres más hombre…

La muchacha decía lo que pensaba directamente y con sinceridad. El Nene estaba tan acostumbrado a fingir y a que todos, mintieran, que se alucinó y tuvo miedo. No le gustaba que las mujeres lo encararan, que le dijeran que era un puto.

—Nena —le dijo—. Sos un poco confusa, me parece. Hablás de más, hablás como una gallina uruguaya. ¿O sos cana? ¿Sos cana? —Se reía, ahora, el Nene—. ¿Sos la mujer policía de la brigada de Pocitos? ¿O estás de levante?

Ella le acarició la cara y se le arrimó.

—Tranquilo. Vení, que decís, shsh… Quiero decir que te tengo visto desde que apareciste por aquí, el viernes, con ese saco de terciopelo. —Lo tomó del brazo, sintió el brillo eléctrico y la suavidad de la tela en la palma de la mano—. Y veo que sos y no sos como los demás y que no hablas con nadie. Y sos argentino. ¿No eres de Buenos Aires, tú? —Era de Buenos Aires y vivía en Buenos Aires, y estaba en Montevideo por negocios, vendía telas de contrabando. Una versión cualquiera, creíble, que alcanzara hasta la mañana siguiente. Todos los argentinos que andaban por Montevideo eran contrabandistas. Ella se rio con una risa que la hacía parecer más joven y lo besó en la boca y enseguida (como se temía el Nene) empezó a contarle o a inventarle (ella también), una historia.

Trabajaba de alternadora en una boite y era del otro lado del Río Negro. Esperaba juntar plata y ponerse por su cuenta, alguna vez, en otra zona de la ciudad, cerca del Mercado tal vez, donde estaban los piringundines decentes, donde no había invertidos, ni chongos, ni negros baratos que bajaban del Cerro. Le gustaban los argentinos porque eran educados y porque hablaban con distinción. Ella, a su vez, tenía un modo de hablar muy arcaico, porque era del interior y porque decía todo lo que le pasaba por la cabeza. Era sincera. O parecía sincera, un poco cursi, claro, como una dama antigua (como si jugara a ser lo que ella imaginaba que era una dama antigua). ¿No se acordaba él de los disfraces que había visto, de chico, en las láminas de la revista Billiken? Ella sí se acordaba: «El León de Francia», «La Holandesa», «La Dama Antigua». La chica era una morochita sencilla, del campo, pero tenía como un aire de grandeza, una cosa a la vez auténtica y teatral; que le gustó. Una hermana, era la chica, y a la vez, una mujer pérdida. Siempre había querido tener una hermana, una mujer joven y hermosa, en la que pudiera confiar y a la que estuviera obligado a mantener lejos" de su cuerpo. Una mujer de su edad, bella, con la que exhibirse, sin que nadie supiera que era su hermana. Sintió eso y se lo dijo, al rato.

—Tu hermana ¿te gustaría que fuera tu hermana?

Sonrió la chica, sorprendida, y el Nene le contestó con brusquedad.

—Que ¿te parece raro?

Como todos los que representan el papel masculino con otros hombres (declaró más tarde la chica), el Nene era muy quisquilloso en la cuestión de su masculinidad.

El Nene estaba harto de andar con maricas. Le daba por rachas. Ahora no quería que ninguno de esos tipos que rondaban por la plaza lo mirara, los había conocido circunstancialmente, en una transa rápida, en los baños con olor a acetona, con paredes donde se describían actos monstruosos y se escribían frases de amor. Había nombres inscriptos como si fueran el nombre de un dios, corazones amorosamente mal dibujados, miembros monstruosos, pintados como pájaros sagrados en los muros de los «mingitorios» de las estaciones y en las butacas del cine El Hindú y en el vestuario de los clubes. Sentía de pronto la necesidad de humillarse, era como una enfermedad, como una gracia, un soplo en el corazón, algo que no se puede impedir. La misma fuerza ciega que arrastra al que siente la atracción irresistible de entrar en una iglesia y confesarse. Él se arrodillaba frente a esos desconocidos, se hincaba (sería mejor decir, había dicho, contó la chica) ante ellos como si fueran dioses, sabiendo todo el tiempo, que al menor gesto falso, a la menor insinuación de una sonrisa, de una burla, podía matarlos, que bastaba un gesto mal hecho, una palabra de más, para que murieran con un gesto de horror y de sorpresa en la cara y una navaja hundida en el estómago. Ellos, que se desnudaban, parados como reyes frente a él, no sabían quién era, no se lo imaginaban, no eran capaces de intuir el riesgo que corrían. Era poderoso el Nene pero estaba arrodillado en el piso, mareado por el olor a desinfectante, mientras un desconocido le hablaba y le pagaba. ¿O era él quien pagaba? Nunca podía recordar con claridad lo que había hecho, ni la noche anterior, ni la noche anterior a la noche anterior, en su escapada por los bares del puerto y sus levantes en la penumbra del cine El Hindú. Sólo recordaba la fuerza irresistible que lo hacía levantarse y salir a la calle, era como una euforia que no podía parar, que no lo dejaba pensar que por fin (le dijo a la chica, según declaró ella) lo dejaba sin pensamientos, vacío y libre, atado a una idea fija. Es como buscar algo que se ha perdido y que de pronto aparece bajo una luz blanca, en medio de la calle. Es irresistible. Hasta que, después, un poco desorientado, como al salir de un sueño, volvía al departamento donde lo esperaba Malito y donde todos esperaban que Nando los ayudara a cruzar al Brasil y siempre que llegaba el Gaucho estaba hundido en un silencio quieto, furioso tal vez, encerrado en lo que llamaba su «covacha inmunda», en un rincón, arriba, al filial de la escalera. Pero esto no lo contó ella (lo contó el Gaucho) porque la muchacha pensaba que el Nene era un bagayero que traficaba casimires ingleses de Colonia a Buenos Aires, que vivía de hacer un contrabando hormiga y que tenía sus vicios, como todos los hombres con los que la chica trataba desde que estaba en la ciudad.

Pero el Nene, en cambio (y se lo dijo), con esta muchacha, se sentía sano, a salvo, no había peligro mientras estuviera con ella, sólo iba a tener que acompañarla y dejarse llevar y estar con la mujer un tiempo, lejos del Gaucho Rubio, del mellizo, lejos del Cuervo, por un rato, como un tipo normal.

De todos modos el destino había empezado a armar su trama, a tejer su intriga, a anudar en un punto (y esto lo escribió el chico que hacía policiales en El Mundo) los hilos sueltos de aquello que los antiguos griegos han llamado el muthos.

—Tengo un lugar cerca de aquí. Me lo prestan unos chicos en el cabaret. —Dijo ella—. Y nunca están.

El departamento tenía dos piezas y un living y estaba en completo desorden: platos sin lavar, apilados en la cocina, restos de yerba y de comida en el piso, la ropa de la muchacha en una valija abierta. Había dos camas en una pieza, un sofá y un colchón tirado en el suelo sobre una tabla.

—Una mujer viene a limpiar pero sólo los lunes.

—¿Quién lo usa? Es un cotorro —dijo el Nene.

—Es de unos amigos de la boite ya te dije, donde yo trabajo. Me lo prestan toda la semana y el sábado me vuelvo a la pensión.

El Nene dio una vuelta por el bulín, miró las ventanas que daban a un patio interior, el pasillo que desembocaba en la escalera.

—¿Arriba que hay?

—Otro piso y una azotea. —Buscó atrás de la cama y salió con un disco de 45 revoluciones—. A que te gustan los Head and Body

—¿Qué sos, telépata?…, Claro, me gustan más que los Rolling

—Sí —dijo ella—. Son bárbaros, son brutales.

—Yo de chico era vidente —se ríe el Nene— pero tuve un problema y perdí todo el poder.

Ella lo mira, divertida, segura de que el chico la está cargando.

—¿Un accidente?

—Bueno, yo no, unos amigos que iban conmigo en un auto, empezaron a hacer macana. Estábamos todos borrachos, tomaba ginebra en ese tiempo, yo… Terminé preso. Y dejé de ver lo que veía de chico.

—Tomar es malo, yo prefiero el hash —dijo la chica y se sentó en un costado a armar un cigarrito de marihuana. Tenía pinta de hippy, recién ahora se daba cuenta el Nene. Una hippy uruguaya, con esos vestidos largos y las trencitas, que además trabajaba en un cabarute, no podía ser.

—De chico, por ejemplo, veía a mi tío Federico que había muerto hacía dos años y hablaba con él.

Ella lo miraba, seria y atenta, armando el cigarrillito con movimientos suaves. Él le contó la historia cuando empezaron a fumar porque era como hablar de una época de su vida que había perdido, nunca hablaba con nadie de cuando era chico, del tiempo anterior al tiempo muerto en el que había empezado a caer preso.

—Mi tío Federico era un tipo genial, que se fundió dos o tres veces y siempre salía adelante. Muy burrero, un tipazo. Vivía en Tandil, yo lo iba a visitar y me quedaba con él. Tenía un taller mecánico y encarrozaba coches de la Kaiser, le iba muy bien, pero el hijo se le fulminó una tarde soldando con autógena, un accidente ridículo, había un cablecito pelado que hizo puente y mi tío vio como el chico se le moría. No alcanzó a llegar, cuando tiró del cable, el Cholito ya estaba muerto. A partir de ahí mi tío se dejó estar, no quería ver a nadie, se pasaba el día tirado en la cama, con las persianas corridas, fumaba y tomaba mate y cavilaba. Vaciaba la yerba sobre unos diarios, en el piso, y al final había como una parva, una especie de isla verde de yerba seca en medio del dormitorio y no dejaba que entraran, ni que abrieran las ventanas (contó el Nene, declaró luego la muchacha) y siempre decía que al otro día se iba a levantar. Yo fui a verlo una tarde y él estaba ahí, acostado en la cama, de cara a la pared, sin hacer nada. «Qué tal, Nene, cuando llegaste», me dijo. Después se quedó callado un rato «No tengo muchas ganas de levantarme», dijo «Hacéme un favor, cómprame un atado de Particulares Fuertes». Y yo fui hasta la puerta y él me llamó «Nene», dijo «mejor compráme dos atados, así tengo».

Ésa fue la última vez que lo vi vivo al tío Federico (dijo el Nene y le dio una chupada larga y profunda al porro y sintió el humo acre, primero en la garganta y después en el fondo de los pulmones) porque se murió a la semana y a partir de ahí, cada dos por tres, se me aparecía. (Se largó a reír, como si hubiera hecho un chiste muy divertido. No podía parar de reírse y la chica se empezó a reír con él mientras le pasaba el cigarrito de marihuana). Era algo muy raro, porque estaba muerto, lo veía clarito, parado frente a mí, sabía que estaba muerto, pero eso no parecía tener mayor importancia. En ese tiempo yo tenía más o menos la misma edad que tenía el Cholito cuando murió, dieciséis, diecisiete años, por eso se me aparecía, tal vez, como si yo fuera el hijo. Se me ponía cerca, a una distancia, de aquí a la pared (yo lo veía y por supuesto me daba cuenta de que era una alucineta, pero lo veía como te estoy viendo a vos) fumando un cigarrillo, y no me decía nada. Se sonreía. Aunque yo le hablara él no me oía, seguía parado ahí, fumando, medio encorvado, la ceniza del cigarrillo siempre a punto de caer, se sonreía. —Se empezó a reír, de golpe, el Nene, al darse cuenta de lo que le había contado a la chica—. Era un fantasma… Se me aparecía. Nunca se lo cuento a nadie, pero es verdad.

—Ya sé —dijo ella y le pasó el cigarrillo—. A eso me refería cuando dije que había algo en ti que me desconcertaba. Quiero decir parece que eres de aquí, pero tienes el alma en otro lado… —El hash, porque era hash tal vez y no marihuana, la hacía hablar lento, como si eligiera cada vez cada palabra—. ¿Qué andás haciendo tú en esta orilla?

—Estoy de paso. Me voy a México… Tengo una amiga que vive en Guanajuato… Pobrecita… —dijo, sin saber bien a quién se refería. ¿Había pensado en la uruguaya o en su amigo, la Reina, que se había ido a vivir a Guanajuato porque estaba cansada de vivir en la ciudad? También había pensado en su madre, pobrecita, que a esa altura ya debía saber que lo estaba buscando la policía de todo el mundo—. Mi madre —dijo— quería que yo estudiara arquitectura. Quería tener un hijo que hiciera casas porque mi viejo tenía una empresa de construcción.

El fumo lo ponía melancólico, siempre era igual, lo ponía triste y a la vez lo relajaba, se sentía lento y lúcido.

—Yo también estoy de paso… me fui de mi casa. Esperá, casi me olvido —dijo la chica y primero le alcanzó la brasa del puchito que sostenía con un pinza de depilar y después se arrodilló a buscar bajo la cama.

Del fondo sacó un Winco y puso el disco en el plato. Era un disco con dos temas de los Head and Body (los temas eran «Parallel lives» y «Brave Captain» y la chica los venía escuchando desde hacía meses, todo el tiempo, sin parar, siempre los mismos, de un lado y del otro y ya estaban un poco rayados).

—¿Lo escuchamos?

—Claro… —dijo el Nene.

—Éste es el único que tengo —dijo ella. Empezó a sonar «Parallel lives» a todo lo que daba y ellos movían su cuerpo al compás de la música y fumaban el puchito de marihuana hasta quemarse los labios con la brasa. Se oía el ruido de la púa en el tocadiscos barato pero igual la música vibraba obsesivamente y los dos empezaron a hacerle coro al rock and roll y a cantar en inglés.

I spent all my money in a Mexican whorehouse.

Across the Street from a Catholic church.

And if I can find a book of matches.

I’ goin’ to burn this hotel down…

Cantaban la chica y él, haciendo fonética, en un inglés salvaje, a los gritos siguiendo la música, alegres y furiosos.

Cuando el disco terminó, el Nene se acostó junto a ella en la cama revuelta y le tomó la mano (que estaba muy fría) y la oprimió contra él con una sensación de extrañeza y de pérdida. Después cerró los ojos.

—Nene —le dijo ella que hablaba de un modo un poco confuso, pero con gran emoción, como si estuviera diciendo verdades importantes—. Conozco bien la escena. Tienes que fingir que no te importa nada y seguir adelante con aquellos a los que realmente no les importa nada, o te hundes tú…

Él la miró, esperando que siguiera y ella se apoyó en un codo y luego de una larga pausa, lo besó en la boca. La chica tenía un modo de hablar confuso y apasionado que le gustaba, como si quisiera parecer más seria o más intelectual y usara palabras que no comprendía del todo.

—Buscas algo que no conoces y entonces caes en la desesperación —dijo ella y luego tarareó el otro tema («Brave Captain») de los Head and Body que sonaba con fuerza como una versión más dura y más feroz de la vida que estaban viviendo.

—You got to tell me brave captain. —Cantaba ella—. Why are the wicked so strong.

—Sacáte la blusa.

Con un sobresalto luego de que el Nene empezó a desnudarla, ella se incorporó y de pronto se sintió ofendida.

—Todos ustedes están todo el tiempo diciendo siempre que son machitos y lo hacen con las mujeres para demostrarlo y cuando lo hacen entre ustedes dicen que sólo es por plata. Porque no largas todo, si realmente quieres dejarlo y huyes a tu propio mundo interior… Deja eso ahora mismo. Consigue un trabajo.

—Trabajo todo el tiempo y no quiero hablar de esta mierda —contestó él a la defensiva.

—Pero siempre vuelves. ¿Con los machos?, ¿te gustan?

Era sincera y brutal. Él movió la cabeza con seriedad.

—Sí…

—¿Desde cuándo?

—No sé. ¿Qué tiene?

Ella lo abrazó y él casi sin darse cuenta volvió a hablar, como si estuviera solo. La chica ahora empezó a moler el hash en una pipa muy finita, muy larga, de caña, con un cuenco redondo, donde la droga ardía y crepitaba.

Era como una enfermedad, salía de noche, como un vagabundo a buscar la humillación y el placer.

—Me aburro —dijo el Nene—. ¿Vos no te aburrís? Me gustan los hombres, me da por rachas, cuando estoy mucho tiempo sin salir, me empiezo a aburrir. Estoy casado, mi mujer es maestra, vivimos en una casa en Liniers, tengo dos hijos. —Mentir lo ayudaba a hablar y veía el rostro de la chica iluminado por la luz de la droga y luego sentía la tibieza de la pipa en su mano y el humo que le bajaba por los pulmones y se sentía, pasablemente, feliz—. Pero no me interesa la vida de familia. Mi mujer es una santa, mis hijos son unos cerditos. Sólo me entiendo con mi hermano, tengo un hermano mellizo. ¿Te hablé de él? Le dicen el Gaucho porque vivió mucho tiempo en el campo, en Dolores… Tiene problemas neurológicos, es muy callado y oye voces que le hablan. Yo lo cuido y lo quiero a él más que a mi mujer y a mis hijos. ¿Eso tiene algo de malo? La vida —le costaba enhebrar los pensamientos— la vida es como un tren de carga, no viste a la noche pasar un tren de carga, lento, no termina nunca, parece que no termina nunca de pasar, pero al final te quedás mirando la lucecita roja del último vagón que se aleja.

—Muy cierto —dijo ella—. Los trenes de carga que cruzan el campo, de noche. ¿Querés más? —le dijo ella—. Tengo. Es buena ¿viste? Es brasilera. De chica en mi pueblo miraba pasar los trenes y siempre había algún croto subido arriba, yo soy del otro lado del Río Negro, los trenes venían del Sur y seguían hasta Rio Grande do Sul.

Se quedaron quietos, boca arriba, en silencio, un largo rato. Se oía pasar un tren cada tanto y el Nene se dio cuenta de que por el ruido se había acordado de los cargueros que pasaban por Belgrano R, cuando él era chico. La muchacha lo empezó a desnudar. El Nene se dio vuelta y empezó a besarla y a tocarle las tetas. Ella se sentó en la cama y se sacó la ropa en un instante. Tenía la piel blanca, que parecía a una luz en la penumbra del cuarto.

—Espera —dijo, cuando él estaba por entrar en ella. Saltó, desnuda de la cama. Se fue al baño y volvió con un forro—. Nunca se sabe donde han metido la verga ustedes. —Dijo brutal, como si fuera otra, como si todo hubiera sido un juego que había terminado y ahora ella iba a actuar como una puta. Él la sujetó por las muñecas, aplastada con los brazos abiertos sobre la cama, y le habló mientras la besaba en el cuello.

—¿Y vos? —dijo él sin dejarla mover—. Todos los chongos del Mercado te han cogido… varias veces. —Se arrepintió en cuanto lo dijo.

—Ya lo sé —suspiró ella con tristeza.

Después se abrazaron con una especie de ansiedad y ella le dijo:

—No te dije quién soy, todavía. A mí me dicen Giselle pero me llamo Margarita. —Ella le buscó el miembro y se acomodó con las piernas alzadas—. Despacio —dijo y lo guió—. Dámela.

Varias veces pararon y volvieron a fumar y a escuchar el disco de los Head and Body y al final ella se dio vuelta desnuda y se sostuvo en el marco de la ventana, con el culo alzado, de espaldas. El Nene fue entrando despacio hasta sentir las nalgas de la muchacha contra su vientre.

—Metéla toda —dijo ella y dio vuelta la cara para besarlo.

Él le apretó la nuca, el pelo corto y duro y ella dio vuelta la cara otra vez con los ojos abiertos y después gimió abierta y le habló lentamente, con una voz suave, como si se disculpara, suspirando.

—Te voy a llenar la pija de mierda, toda la cabeza llena de mierda.

El Nene sintió que se iba y se dejó caer.

Salió de ella y se limpió con la sábana. Después se dio vuelta boca arriba y prendió un cigarrillo. La chica le acariciaba el pecho y él sintió que se dormía por primera vez, después de meses y meses de vivir despierto.

A partir de esa tarde, durante la semana siguiente, de vez en cuando la iba a ver al café del mercado y se quedaban en el departamento vacío. Siempre tocaba aquel disco de los Head and Body, siempre los dos temas, que se sabían de memoria y fumaban un poco de hash y hablaban hasta quedarse dormidos. Él empezó a dejarle plata, que ella aceptaba con naturalidad.

Tiempo atrás, pero no mucho tiempo atrás, (según dijeron luego los diarios) la morochita había venido con un montón de ilusiones capitalinas desde el interior. Era del otro lado del Río Negro pero las aguas del río que corren bajo la represa no eran un espejo suficiente para verse crecer. Bajó a Montevideo con toda la candidez y la esperanza que da la frescura de la joven belleza femenina. En la ciudad se fue enredando en los hilos brillantes de la noche y de la boite llamada «Bonanza», pasó luego a otra llamada «Sayonara», para terminar en otra boite céntrica, conocida como «El Molino Rojo», donde encontró un amigo que la puso en circulación en ambientes de categoría. Ese amigo es uno de los dueños de la boite.

Fue también en esa boite donde los dos estancieros del Este subalquilaron el departamento a su propietario. Era céntrico el lugar, era barato el subarrendamiento y la vivienda tenía todo lo que se necesita para una «garçoniére». Pero de la amistad trabada en el contacto nocturno casi cotidiano, salió también la residencia de la morochita en el departamento: una «gauchada» que los nuevos titulares de la vivienda hacían al dueño de la boite.

Luego, según rodó la bola, la cosa se enredó y el departamento vio como se le multiplicaban las llaves que daban paso a nuevos usuarios ocasionales. La víspera de anoche, por ejemplo, uno de los mozos de la boite había pernoctado allí y se había dejado los documentos, algún objeto personal y aun alguna prenda de ropa. Los habituales frecuentadores del pálido ambiente de la noche tenían, en fin, en el departamento de la calle Julio Herrera y Obes la posibilidad de sus encuentros ocasionales. No habría que sorprenderse entonces de que en este eslabonamiento de circunstancias, en esa multiplicidad de propietarios reales y aparentes, hubiera que buscar la clave del equívoco que acabó por llevar ahí a los porteños. Ya está dicho: en la luz escasa de los rincones cabareteros se amasan extrañas amistades que no lo son cuando amanece el día.