Los diarios de la noche trajeron títulos catastróficos con la noticia. Las primeras hipótesis hacían pensar en un ataque tipo comando. Los investigadores asocian el robo con el asalto realizado meses atrás por un grupo nacionalista al Policlínico Bancario. Había, según los trascendidos, elementos comunes: gente de «Tacuara» o de la resistencia peronista, suboficiales del ejército dados de baja y entrenados, según se dice, por la guerrilla argelina. «Los argelinos» como los llaman en el movimiento, dirigidos por José Luis Nell y Joe Baxter, entraron en el Policlínico con ametralladoras y se levantaron trescientos mil dólares. La policía estaba siguiendo una línea de investigación en la que elementos del nacionalismo peronista habían comenzado a operar con delincuentes comunes en una combinación explosiva que tenía muy preocupadas a las autoridades.
Y algo de eso había. Hernando Heguilein, «Nando», un ex integrante de la Alianza Libertadora Nacionalista, conocido grupo de choque en los tiempos de Perón, estaba citado con Malito en el aguantadero de la calle Arenales para resolver las operaciones de repliegue y retirada de la banda. Nando era un hombre de acción, un patriota según algunos, un «servis» según otros, un lumpen sanguinario según los canas de Coordinación.
Las informaciones en los diarios circulaban entre líneas y había muchas operaciones de contrainteligencia en medio de las noticias.
Por ejemplo se afirmaba que al revisar el Chevrolet abandonado la policía había confirmado la sospecha de que uno de los asaltantes iba herido. Se encontraron dentro del coche: un pulóver gris de mangas largas, una toalla y un saco manchados de sangre. Había droga en el piso del auto, varias jeringas y un fraseo de anticoagulante. Además se encontraron dos metralletas Halcón, calibre 45 de doble cargador y capacidad para 64 balas, y una caja de proyectiles sin usar. Como detalle ilustrativo de la peligrosidad de los asaltantes (dicen los diarios) se consigna el hecho de que la ametralladora fue accionada luego de trabarle el seguro con un perno con el fin de que, al disparar, salieran directamente las ráfagas en descargas completas de cincuenta tiros. El auto presentaba cuatro impactos en la parte trasera izquierda. Cerca de donde quedó accidentado el coche de los pistoleros había un bolso tipo marinero con dieciocho mil pesos adentro.
Según informaciones de último momento, los policías que investigan el sangriento asalto prestan especial atención a los bolsos abandonados por los malhechores en su fuga (algunos en el Chevrolet accidentado, otros caídos durante la persecución). Son de lona, tipo marinero y se presume que fueron preparados para llevar el dinero robado. Ese tipo de bolsa es usado por las reparticiones militares. La policía busca contacto con elementos de la Prefectura Naval. Examinadas por otro lado las armas abandonadas en el Chevrolet por los asaltantes al producirse el choque, se estableció que los cargadores de la ametralladora 9 milímetros podían pertenecer a un arma de este tipo marca Bergman alemana o Piripipí paraguaya. Por lo demás, la metralleta Halcón calibre 45 es un arma de uso militar. Por ello la investigación ha abierto un cauce hacia los presuntos contactos militares de la banda.
En el auto, peritos de la División Rastros de la Superintendencia de la Policía Científica tomaron impresiones digitales supuestamente dejadas por los asaltantes en distintos lugares y en las armas y estos rastros podrían llevar a los investigadores a dar con la identidad de los prófugos.
Anoche, al cierre de esta edición, personal de la División Robos y Hurtos efectuaba distintas averiguaciones y allanamientos en distintos puntos de la Capital Federal y del Gran Buenos Aires en la búsqueda de los integrantes de la banda.
Al leer los diarios, Malito se asombró de la velocidad con que la policía se les venía encima. De la misma forma repulsiva y abyecta de siempre (según Malito), los diarios informaban ahora con la desvergüenza y tal precisión en los detalles que son característicos de la brutalidad con la que tratan los hechos («… la niña Andrea Clara Fonseca, de seis años, que se desprendió de la mano de su madre, fue alcanzada por una ráfaga de metralla que uno de los delincuentes había disparado y su rostro quedó convertido en una cavidad sangrante…»). Una cavidad sangrante, volvió a leer las palabras con lentitud Malito, sin pensar en nada, sin ver otra cosa que las letras y la imagen borrosa de una nena rubia parecida al angelito desnudo de una iglesia. A veces, la cruel delectación con la que leía las noticias policiales era una prueba de su imposibilidad de dilucidar la raíz moral de los hechos de su vida, porque al leer sobre lo que él mismo había hecho, se mostraba satisfecho por no ser reconocido, pero a la vez triste por no ver su foto, y secretamente admirado por la difusión de la desgracia que es devorada con ansiedad por miles y miles de lectores.
Malito era entonces, como todos los pistoleros profesionales, un ávido lector de la página policial de los diarios, y ésa era una de sus debilidades, porque el sensacionalismo primitivo que resurgía brutal ante cada nuevo crimen (la nena rubia cuya carita había sido desfigurada por un tiro) le hacía pensar que su cabeza no era tan extraña a la de los sádicos degenerados que se alucinan con los horrores y las catástrofes, le hacía sentir que su mente era igual a la mente de los tipos que habían hecho lo que leía en los diarios, y en secreto se pensaba como uno de esos criminales, aunque en público todos lo tenían por un tipo frío y calculador, un científico que organizaba sus acciones con la precisión de un cirujano. Claro que un cirujano (por ejemplo, su padre) vivía con las manos tintas en sangre, desgarrando la carne de enfermos desnudos e indefensos y trepanando con sofisticados instrumentos de punción y sierras mecánicas el cráneo vivo de sus víctimas amadas.
Dejar el Chevrolet abandonado había sido un error y ese error le daba a la policía una serie de pistas que podían provocar un dominó de caídas en cadena. Malito sabía que habían allanado el hotel de San Fernando donde había pasado con el Chueco Bazán la noche anterior al asalto. La policía por supuesto no revelaba toda la información descubierta.
De un modo a la vez indiferente y amenazador la policía aseguraba tener ya los identidades de por lo menos dos integrantes de la banda. Así lo afirmó a la prensa el segundo jefe de la División Robos y Hurtos de la Policía de la Zona Norte de la provincia de Buenos Aires, comisario inspector Cayetano Silva.
—Descarto de plano la posibilidad de que haya habido alguna colaboración interna del personal de la Municipalidad —declaró el comisario Silva.
Estaban tirando cortinas de humo, para proteger su línea de información. Malito tuvo la sensación de que los tenía en la puerta. Las cosas nunca salen como uno las piensa, la suerte es más importante que el coraje, más importante que la inteligencia y las medidas de seguridad. El azar, paradójicamente, está siempre del lado del orden establecido y es (junto a la delación y a la tortura) el medio principal que tienen los pesquisas para cerrar el lazo y atrapar a los que tratan de hacerse invisibles en la selva de la ciudad.
Pese al mutismo de los jefes policiales trascendió que surgieron pistas firmes que llevarían a los investigadores hacia los contactos políticos de la banda. Tampoco se descarta que los pistoleros hayan sido contratados y actúen como mulettos de una organización más amplia. Se habla extraoficialmente de una operación sostenida por las redes clandestinas de la así llamada resistencia peronista. La policía investiga con firmeza en los ámbitos frecuentados por antiguos militantes de la organización liderada por Marcelo Queraltó y Patricio Kelly.
Hernando Heguilein, «Nando», estaba desvinculado de los círculos del nacionalismo peronista y sólo mantenía contactos esporádicos con algunos militantes sindicales y con ex combatientes del movimiento que se dedicaban a traficar con armas, alquilar aguantaderos y proveer los talleres clandestinos donde se fabricaban pasaportes y documentos falsos (y falsas cartas de Perón llamando a la rebelión armada). Venía ahora manejando por Boedo, en un Valiant con todos los papeles en orden, tratando de dar varias vueltas antes de enfilar hacia el bulín de la calle Arenales. No quería llamar por teléfono, ni presentarse antes de tiempo, porque, como todos los que andan por la ciudad con la policía prendida en los talones, temía meterse en una perrera y entrar a un embute envenenado, con los tiras esperando en el departamento, y caer en una trampa. Varias veces había logrado zafar, Nando, por puro instinto, porque tenía una manera muy ordenada de campanear los signos raros cuando tenía que ir a una cita.
Bajó por Santa Fe, dobló por Bulnes y siguió hasta la mitad de la otra cuadra. Había una parejita franeleando contra un árbol y un tipo leyendo el diario en un taxi estacionado en la parada de Berutti. La entrada del edificio estaba bastante tranquila y el portero baldeaba la vereda. Era un buen signo, los porteros se esfuman si la cana hace un procedimiento. La mitad de los porteros de Buenos Aires estaban afiliados al Partido Comunista y la otra mitad eran buchones de la cana, pero ninguno se hacía ver si los tiras habían armado una emboscada. Pero por ahí el portero que lavaba la vereda era un tira camuflado que lo encanutaba no bien se metía en el ascensor.
Nando caminó con aire tranquilo, entró en el hall y bajó hacia el sótano que daba al garage. No había nadie. Cruzó el pasillo y se metió por la escalera de servicio. Prefería entrar por la cocina, si la yuta estaba adentro tenía una posibilidad (remota) de atrincherarse en el hueco del incinerador y defenderse a tiros.
Pero no había canas, estaba todo bien, cuando cruzó la cocina y entró en el living, lo primero que vio fue al Gaucho Rubio tirado en un sofá, con una venda ensangrentada en el cuello, leyendo una revista ilustrada y al Nene limando el percutor de un fierro, con mucho cuidado, sobre una mesita ratona. Lo más divertido era que toda la plata estaba amontonada en una especie de bargueño con un espejo que la duplicaba, una parva de guita sobre un hule blanco repetida, como una ilusión, en el agua pura del espejo.
El Nene lo miró y puso cara de complicidad mientras le señalaba la puerta cerrada del dormitorio desde donde llegaban los gemidos sofocados y el murmullo de un encame. Eran, seguro, el Cuervo y la Nena que se pasaban la vida en la cama.
—Malito está ahí —dijo el Nene y cabeceó hacia la pieza del fondo. Después siguió limando la pestaña de la Beretta buscando que el gatillo fuera dócil al tacto y sensible como una mariposa. No le gustaba Nando, era de otro palo, parecía un cana, con el bigotito recortado y los ojos muertos, pero no era un cana, había sido una especie de cana, un informante de la Alianza, digamos un político, fichó el Nene, un gil como todos los giles que se hacían matar por el Viejo, los más envenenados al final se empezaron a juntar con los comunes (según decían) para reventar armerías y asaltar bancos con el pretexto de juntar plata para la vuelta de Perón «La vuelta, las pelotas», pensaba el Nene «lo único que tenemos en común es que nos picanean para averiguar si somos muñecos de la CGT».
—¿Hay novedades?
—Todo bien —dijo Nando—. Tiran bolazos por toda la ciudad pero están en pelotas. Lo pusieron al Chancho Silva a cargo, ese es un guacho, hay que cuidarse, debe estar apretando a todos los bocinas y a esta altura seguro ya tiene una pista. ¿Vieron los diarios? Perder el auto fue una lástima. ¿Vos lo levantaste?
—El Cuervo fue. Lo levantó en Lanús, no hay drama, era un auto afanado que la cana le había vendido a un fíerrero. Ya venía tocado.
Nando les avisó que iban a tener que pasar dos o tres días encerrados, sin moverse hasta terminar de armar la red para poder cruzar el charco. El Gaucho bajó la revista que estaba leyendo y levantó la vista.
—¿Vos sos uruguayo?
Se miraron un momento en silencio y Nando sacudió la cabeza.
—No soy uruguayo pero los voy a cruzar al Uruguay.
—Ya sé, claro, pero tenés como pinta de charrúa, sin embargo, vos, das la impresión… —dijo el Gaucho—. Todos los uruguayos parecen viudos… En realidad parecen peronistas, los uruguayos, viudos del General.
—Estás simpático, Gaucho. ¿Qué te pasa? —dijo Nando—. ¿Te largaste a hablar ahora que estás curado? —El Gaucho volvió a levantar la revista y se puso a leer. Le decía eso porque él hablaba poco, se entendía con el Nene sin hablar. Después se quedaba horas callado, pensando, oyendo cosas. Sentía como un murmullo en la cabeza, una radio de onda corta que trataba de filtrarse en las placas del cráneo, trasmitir en la parte interna del cerebro, algo así. A veces había interferencias, ruidos raros, gente que hablaba en lenguas desconocidas, sintonizaban, vaya a saber, de Japón por ahí, de Rusia. No le daba importancia porque le venía pasando desde que era chico. Lo molestaba, a veces, para dormir, o de golpe le venían frases a la cabeza y tenía que decirlas. Como recién, cuando le dijo a Nando que era un viudo uruguayo. Oyó eso entre los huesos del cráneo y lo dijo y el tipo lo había mirado raro, no quería meterse en problemas, pero a la vez se divertía pensando en la cara de nabo de Nando cuando le dijo que tenía aspecto de «charrúa». La palabra «aspecto» también le daba risa. Era como si le hubiera dicho insecto, a Nando, o prospecto. Medicinal. Se iba a temar un Aktemin. Seguían hablando el Nene y Nando, pero el Gaucho casi no los sentía, era como el ruido del viento. Se sentó en la cama y escuchó.
—Che —dijo Nando y miró al Nene y después miró la puerta cerrada—. ¿Malito sigue ahí?
Malito seguía ahí, encerrado en la otra pieza, con las persianas corridas para evitar la luz del sol, en penumbras, pero con un veladorcito prendido, una tulipa con un bombita de 25 Watts porque no podía dormir en la oscuridad, desde los años pasados en la prisión siempre con la luz prendida de noche, igual que en la celda.
Nando había conocido a Malito en la cárcel de Sierra Chica en el '56 o '57, lo recordaba como un chico reservado, muy joven, que había caído por error entre los políticos. Torturaban a todos los que caían como si fuera un método de identificación. Eran los tiempos duros de la resistencia y Malito se vio metido en un cuadro con los comunistas y los trotskistas y los nazis de la Guardia Restauradora Nacionalista. Hizo ranchada con ellos; había varios sindicalistas de la UOM, dos o tres ex suboficiales del ejército y unos tipos que venían de Tacuara. Malito y Nando se hicieron amigos. De esa época viene esa extraña alianza basada en largas horas de conversación en las noches muertas de la cárcel. Muy inteligentes, aprendieron rápido uno del otro y enseguida empezaron a hacer planes.
«Un grupo de tipos arrojados pueden hacer mucho en este país», decía siempre Nando. «Los chorros son muy despiolados. Un grupo con orden y disciplina, un grupo de malandracas bien armados, llega a donde quiere, acá». Y ahora estaban en eso. Pensaba que lo mejor era conseguir la tropa entre los tipos de la pesada y no tener que andar formando gente. Nando tenía la ilusión de hacerlos entrar en la Organización. Poner caños, robar bancos, cortar líneas eléctricas, provocar incendios, disturbios. Las cosas habían salido al revés y los tipos de la pesada habían terminado por llevárselo a Nando como organizador. Tenía perspectiva y mirada estratégica y él había armado la inteligencia del asalto.
Sus contactos eran múltiples y había establecido los nexos para el repliegue y la fuga después de la operación. Conocía a todo el mundo, sabía cómo moverse. Obtendría los documentos falsos, el embarque, los contactos uruguayos, un embute y la reventa del material. Era el nexo de todo el que quisiera cruzar en secreto al Uruguay. Pero había que resolver muchos problemas antes de moverse. Y Nando no estaba de acuerdo con mejicanear a los policías y a los entregadores del asalto.
Malito se sentó en la cama y prendió un cigarrillo, se veían las armas sobre la mesa y todos los diarios dispersos en el piso. No quería repartir la guita, ni con los entregadores, ni con la taquería.
—Estás chiflado, te van a denunciar al toque.
—Nando, si le doy la mitad de la mosca a esos tipos que no hicieron un pomo mientras nosotros nos jugamos las pelotas —sonrió Malito— ahí sí que estaría loco.
La situación era confusa; la policía trataba de ocultar lo que sabía, parecían estar desorientados y tendían a ligar el asalto con los grupos de derecha del peronismo. ¿Buscaban por ahí? Nando no estaba seguro, conocía bien a Silva, al Chancho. El comisario Silva, de Robos y Hurtos, no investiga, sencillamente tortura y usa la delación como método. (Los pistoleros se cortan, en el momento de ser detenidos, con yilé, en los antebrazos y en las piernas para no ser picaneados. «Si hay sangre no hay picana, porque con la corriente te vas en seco.»). Había armado un escuadrón de la muerte siguiendo el modelo de los brasileños. Pero actuaba legalmente, Silva, tenía el respaldo de Coordinación porque su hipótesis era que todos los crímenes tenían un signo político. «Se terminó la delincuencia común», decía Silva «Los criminales ahora son ideológicos. Es la resaca que dejó el peronismo. Si cualquier chorrito que encontrás choreando grita ¡Viva Perón!, o grita ¡Evita vive!, cuando lo vas a encanan Son delincuentes sociales, son terroristas, se levantan en medio de la noche, dejan a la mujer durmiendo en la cama, toman el 60, se bajan cerca de una barrera, meten un caño y hacen volar un tren. Son como los argelinos, están en guerra con toda la sociedad, quieren matamos a todos». Por eso (según Silva) había que coordinar con la Inteligencia del Estado la acción policial y limpiar la ciudad de esta bosta.
Frío, un tipo profesional, inteligente, bien preparado, pero muy fanático, el comisario Silva. Tenía una historia rara, que nadie conocía bien, le habían matado una hija en un atentado a la salida del colegio, decían algunos, le habían dejado paralítica a la mujer (la tiraron por el hueco del ascensor), decían otros, le habían metido un tiro en los huevos y era impotente, corrían esas historias, varias versiones. Era un paranoico, no dormía nunca, tenía una serie de ideas extravagantes sobre el futuro político y el avance de los comunistas y de los grasas. Y bajaba línea, todo el tiempo hacía discursos, explicaba. La gente de la resistencia peronista (resumía Silva) cansada de la militancia Heroica había empezado a chorear por su lado. Había que cortar esa conexión porque si no iba a volver el tiempo de los anarquistas cuando no se distinguían los chorros de los políticos. La policía brava de la provincia de Buenos Aires venía llevando una campaña de exterminio. Mataban a todo el que encontraban con armas y no querían presos. Y habían encontrado apoyo en el jefe de Coordinación Federal que veía venirse la maroma en cada huelga.
—Silva se malicia lo que está pasando. Va a esperar un poco más porque quiere estar seguro pero está lleno de buchones que lo tienen al día…
—¿Ustedes hablaron con él?…
—Hay gente nuestra en Jefatura, sabemos lo que hacen, pero Silva se corta solo, no se confía ni en la madre. ¿Te das cuenta? —dijo Nando.
—Sí —dijo Malito. Estaba preocupado—. Llamálo a Mereles.
Mereles salió de la catrera donde estaba encamado con la Nena y fue a la pieza y se encerró con Malito y con Nando. Al rato volvió a salir, con cara de aburrido.
—Vení adentro, Nene —le dijo y miró al Gaucho—. Dice Malito que parés la oreja y que bichés de vez en cuando por la banderola que da a la calle.
Dorda tenía una herida en el cuello, sin importancia, una bala le había rebotado en la culata del arma y se había desviado hacia el cogote. Empezó a sangrar y todos pensaron que se moría, pero cuando pasaron las horas la herida cicatrizó y se lo veía mejor. Estaba debilitado porque había perdido mucha sangre y el Nene le había hecho algunas curaciones.
—¿Qué está pasando?
—Nada. Yo te aviso.
Dorda no se movió. Lo miró al Nene Brignone que se metía la pistola en la cintura y se iba también a la otra pieza.
—Despertáte, Gaucho —le dijo el Cuervo desde la puerta—. Y vigilá la pajarera.
El Gaucho Dorda se quedó solo en el cuarto. Siguió tirado en el sofá y buscó en el piso el frasco de las anfetas y se tomó un par en seco. Ellos, del otro lado, cocinaban todo. No hablaban con él, nunca le preguntaban nada. De los planes, se ocupaba el Nene. Porque el Gaucho y el Nene, eran, para el Gaucho, uno solo. Hermanos mellizos, gemelos, los hermanos corsos, es decir (trataba de explicar Dorda) se entendían a ciegas, actuaban de memoria. Le parecía así, a él, que sentía lo mismo que el Nene Brignone. Dorda dejaba entonces que la rutina diaria la armara el Nene. La plata y las decisiones significaban poco para él. Su interés exclusivo eran las drogas, «su oscura mente patológica» (decía el informe psiquiátrico del Dr. Bunge) pensaba rara vez en otra cosa que no fueran las drogas y las voces que escuchaba en secreto. Era lógico (según el Dr. Bunge) que dejara, el Gaucho, las decisiones a cargo del Nene Brignone. «Un caso muy interesante de simbiosis gestáltica. Son dos pero actúan como una unidad. El cuerpo es el Gaucho, el ejecutor pleno, un asesino psicótico; el Nene es el cerebro y piensa por él».
Oía voces, entonces (según Bunge), el Gaucho Rubio. No siempre, a veces, oía voces, adentro del cerebro, entre las placas del cráneo. Mujeres que le hablaban, le daban órdenes. Ése era su secreto y hubo que hacerle varios test y varias consultas con hipnosis para que fueran apareciendo los contenidos de esa música íntima. El psiquiatra de la cárcel, el Dr. Bunge, se obsesionó con el caso, se quedó pegado a esas voces que oía en silencio el interno Dorda. «Me dicen que hay una laguna por Carhué, que si uno se tira flota, de tanta sal que tiene el agua, me dicen que ahí murió un cacique, un indio puto, ranquel, murió ahogado, porque le ataron una piedra de molino al cuello, ya que dicen que se había garchado a un gringuito cautivo que tenían atado con una cadena por el tobillo en un poste, en la toldería y el indio fue y se lo hizo, este cacique Coliqueo. Y lo ahogaron en un charco. Y a veces el desdichado sale a flote todo emplumado y la comente lo lleva por los pajonales, entre las tacuaras y el silbo de las totoras, como a un fantasma». Después repetía con voz letárgica, el Gaucho Rubio, un fragmento de la Santa Biblia (Matías XVIII:6) que (decía) le dictaba un cura. «Y a cualquiera que escandalizare a un gringuito, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino y se le anegase en lo profundo de la laguna de Carhué».
Salvo por las voces, era un tipo normal. A veces el Dr. Bunge incluso pensaba que era un simulador Dorda, que buscaba zafar de la ley y se hacía el loco para no ser condenado. En el informe, de todos modos, Bunge explicó la «caracteropatía» de Dorda como la de un esquizo, con tendencia a la afasia. Porque oía voces hablaba poco, por eso era callado. Los que no hablan, los autistas, están todo el tiempo sintiendo voces, gente que habla, viven en otra frecuencia, ocupados por un murmullo, un cuchicheo interminable, oyendo órdenes, gritos, risas sofocadas. (Le decían Guacha, a veces, las voces, lo llamaban así esas mujeres, al Gaucho Dorda, vení Guacha, Yegüita, y él se quedaba quieto, sin moverse, para que nadie oyera lo que le estaban diciendo, triste, mirando el aire, con ganas a veces de llorar pero sin llorar para que nadie se diera cuenta de que era una mujer). Su mayor orgullo era su sangre fría y su decisión. Nadie podía leerle el pensamiento, ni escuchar lo que le decían las mujeres. Usaba un par de anteojos de sol, Clipper, con cristales espejo que había encontrado en un auto, una tarde en que había robado a un bacán cerca de Palermo. Le gustaban, eran elegantes, le daban un aire mundano y se miraba de perfil en el espejo, en los baños, en la vidriera de los negocios.
Ahora se sacó los Clipper y se puso a mirar con extremo cuidado el plano de un motor fuera de borda en una lancha dibujado en escala. Se la pasaba tirado en el sofá, estudiando la revista Mecánica Popular y a veces se ponía a dibujar motores. Se sentó y puso un papel cansón en la mesita ratona y empezó a sacarle punta al lápiz.
En ese momento apareció la Nena, vestida con una camisa de hombre y cruzó descalza hacia la cocina.
—¿Necesitás algo, chirusita? —dijo el Gaucho.
—Nada, gracias —dijo la Nena y el Gaucho la vio levantar el culito y ponerse en puntas de pie para alcanzar la merca en el mueble de arriba de la cocina.
—¿Me das un beso? —dijo Dorda.
La Nena se paró en la puerta y le sonrió. Lo trataba como si fuera invisible, como si fuera de madera. Le veía los pelitos del pubis entre los bajos de la camisa de seda del Cuervo, el Gaucho, a la Nena. Se imaginaba el roce suave de la seda entre las piernas y no podía dejar de mirarla.
—¿Qué mirás? Ojo que le aviso a Papi —dijo la Nena y se metió otra vez en la pieza.
El Gaucho hizo el gesto de levantarse y de seguirla, pero volvió a tenderse sobre los almohadones, con una especie de sonrisa en la cara. Cuando se enojaba sonreía como un chico.
Miró la puerta cerrada con los ojitos medio torcidos, él era bizco pa’ dentro (como decía su finada madre) un estrabismo convergente, que le daba ese aspecto de tipo obsesivo, muy peligroso, que es lo que es (informa el Dr. Bunge).
Dorda tiene entonces la cara perfecta de la clase de sujeto que representa (agrega el Dr. Bunge), un lunático criminal que actúa con una sonrisa nerviosa, angelical y sin alma. De chico la finada madre lo sorprendió cuando cortaba en dos a un pollito vivo con una tijera de esquilar y se lo llevó al comisario, para que lo ponga preso, a lonjazos, su finada madre, allá en Longchamps, lo sacó del gallinero y lo mandó en cana.
—Mi propia madre —decía titubeando sin saber si putearla o agradecerle el intento de enderezarle la vida—. La maldad —decía Dorda, muy acelerado con la mezcla de la anfeta y la coca— no es algo que se haga con la voluntad, es una luz que viene y que te lleva.
Lo detuvieron varias veces de chico hasta que a los quince lo mandaron al neuropsiquiátrico de Melchor Romero, cerca de La Plata. El interno más joven de toda la historia, decía, con orgullo, Dorda. Lo sentaron en una sala blanca con los otros colifas y él apenas si llegaba a la mesa. Pero era la piel de Judas, un criminal infantil: mataba gatos metiéndolos en un nido de avispas. Muy complicada la operación.
—No es por alabarme —decía el Gaucho— pero había hecho unos nudos con alambre que el gatito no se podía mover, sólo gritaba y maullaba como una gallina. El cat.
Al poco tiempo mató a un linyera, de una puñalada, para robarle una linterna. Primero lo llevaron a la comisaría, lo molieron a palos, y después lo internaron en el psiquiátrico.
El médico de guardia era un pelado con anteojos que tomaba nota en una libreta. Lo mandó al pabellón de los locos tranquilos y la primera noche se lo cogieron tres enfermeros. Uno se la hacía chupar, el otro lo tenía agarrado y el tercero se la enterraba en la pavita.
—Una verga de este tamaño —hacía el gesto Dorda—. No es por alabarme.
Se convirtió en carne del loquero. Se escapaba y lo volvían a enganchar, se escapaba y andaba rondando por las estaciones, por Retiro, por Once, raterías chicas, escruches en casas abandonadas. Era loco por los fierros y de a poco se fue haciendo un experto en levantar autos. Desde que veía un auto, hasta que lo reventaba, necesitaba dos minutos, dos minutos treinta. El tipo más rápido del Oeste, decía, porque siempre andaba por Morón, por Haedo. Venía del campo y siempre estaba tirando para las afueras de la ciudad. Tenía cara de paisano, sanguíneo, pelo pajizo, ojos celestes. Era provinciano, de una familia de inmigrantes piamonteses de María Juana, en la provincia de Santa Fe, gente muy trabajadora, callada como él pero que no escuchaba voces. La maldad, decía la madre, se le dio con la misma obstinación y la misma fuerza que sus hermanos y su padre usaban para trabajar la tierra.
—En el campo, un solazo que te cocina los sesos. Los pajaritos se caen de los árboles, del calor, en verano. No se gana nada trabajando —decía el Gaucho Dorda—. Cuanto más se trabaja menos se tiene, mi hermano el más chico tuvo que vender la casa cuando se le enfermó la mujer y había trabajado toda la vida.
—Pero claro —se reía el Nene—. Fesa, ahora te avivás, a más laburo, más esclaveta…
El Nene Brignone y el Gaucho Dorda, siempre juntos, se habían conocido en la cárcel de Batán, un basurero, cayeron juntos en un pabellón de invertidos. Putos, violetas, reinas… Toda la mezcla.
—La primera vez que me levantó un hombre pensé que iba a quedar embarazado —dijo Dorda—. Mirá si seré opa. Era muy chico y cuando le vi el gorompo casi me desmayo de gusto. —Se reía, se hacía el marmota, Dorda, lo ponía nervioso a Malito que era muy profesional, no le gustaban las guarangadás, no le gustaban los putos, a Malito, hablaban demasiado según él.
Pero no era verdad, le discutía el Nene, había reinas que se habían aguantado la picana sin decir ni pío y él conocía a varios que se hacían los machitos y cuando veían la goma empezaban a can Lar.
—La loca Margarita, un travestí, se llenó la boca de gilletes y se cortó que era un desastre y le mostró la lengua a la puta y le dijo: «Si querés te la chupo, querido, pero a mí, vos, no me vas a hacer hablar…».
La mataron y tuvieron que tirarla al río en Quilmes, desnudo, con la pulsera y los aritos pero no le sacaron una palabra.
Hay que ser muy macho para hacerse cojer por un macho, decía el Gaucho Dorda. Y sonreía como una nena, más frío que un gato. A un tipo le clavó una aguja de tejer en un pulmón, el tipo hizo fishsh, se le fue el aire como un globo y quedó todo desinflado. Lo llamó Opa. Y al Gaucho no le gustaba que le dijeron Opa, que le dijeran Oligueta. Más respeto, pedía el Gaucho Rubio, yo soy un descarriado de la primera hora y sonreía como una chica.
El Nene se dio cuenta enseguida de que el Gaucho era muy inteligente pero muy pirado.
—Psicótico —dijo el tordo, Bunge, en el Melchor Romero.
Por eso oía voces. Los que matan por matar es porque escuchan voces, oyen hablar a la gente, están comunicados con la central, con la voz de los muertos, de los ausentes, de las mujeres perdidas, es como un zumbido decía Dorda, una cosa eléctrica, que hace cric, cric, adentro del mate y no te deja dormir.
—Sufren a mil, loco, siempre una radio en la cabeza, vos sabés lo que es eso. Te hablan, te dicen porquerías.
No hay. Si vamos fiftyfifty con la taquería, ¿cuánto nos queda?
—Mínimo, medio palo… a repartir entre cuatro.
—¿El otro medio palo?
—Para ellos —dijo Malito.
Ellos eran los que le entregaban el negocio, incluida la cana y el concejal. El Nene se quedó pensando. Tardó en decidirse. Estaban con la condicional, si volvía a caer no salía más.
—Voy con el Gaucho Rubio de ladero, si no, no.
—Qué son ustedes —dijo Malito— ¿marido y mujer?
—Claro, boludo —dijo el Nene.
Cuando la carne escaseaba, se acostaban, juntos, el Nene y el Gaucho Rubio pero cada vez menos. Dorda era medio místico, le daba por dejar de cojer y no hacerse la paja porque era muy supersticioso. Pensaba que si se le iba la leche, perdía la poca luz que todavía le alumbraba la cabeza y se quedaba seco y sin ideas.
—Yo estoy así de tanto hacerme la María Muñeca. En serio, Doctor —le decía al médico, el Gaucho, como si lo estuviera cargando— cuando uno está en cana ¿qué va a hacer? Te la hacés cada media hora, como los monos… como los perros que se la lamen ¿no vio Doctor?, se la lamen, en Devoto, había un entrerriano que se la podía chupar solo, se doblaba como un alambre y sacaba la lengua y se la chupaba.
—Se reía el Gaucho…
—Bueno Dorda —dijo el Dr. Bunge—. Está bien por hoy. Y anotaba, en la ficha, obseso sexual, perverso polimorfo, libido desmedida. Peligroso, psicótico, invertido. Mal de Parkinson.
Tenía un pequeño temblequeo, imperceptible, eléctrico, el Gaucho, pero él lo explicaba todo con un esquema de líquidos corporales y de soplos.
—Estamos hechos de aire —decía—. Piel y aire. Después adentro, está todo húmedo, entre la piel y el aire —trataba de explicarse científicamente, el Gaucho Rubio— hay unos tubitos…
La visión del hombre como un globo se le confirmó cuando vio que el tipo al que había atravesado con la aguja de tejer se desinflaba y quedó un trapo tirado en el piso. El tipo, en el piso, como ropa sucia.
—Estamos hechos de leche, de aire y de sangre —dijo el Gaucho una noche volado con coca, y locuaz.
—Estaba locuaz —contaba el Nene, se acordaba—. Se había dado con una merca de primerísima que levantamos en la guantera del checo de un diputado.
—Hay unos tubitos —decía Dorda y se tocaba el pecho— que van por acá —y se buscaba con los dedos entre las costillas— son como de plástico y se vacían y se llenan, se vacían y se llenan. Cuando están llenos, pensás, cuando están vacíos, dormís. Lo que te acordás, ponéle de cuando sos chico, es porque patinan en el aire, pasan por ahí, las cosas que te acordás, los recuerdos. ¿No, Nene?
—Claro —decía Brignone, le daba la razón.
Muy inteligente Dorda, muy cerrado, con ese problema que tenía, la afasia, la mudez porque de golpe durante un mes no hablaba, se hacía entender con señas y con gestos, ponía los ojos así o cerraba los labios para hacerse comprender. Sólo el Nene lo captaba, muy loco, el Gaucho. Pero el tipo más entero y más valiente que se haya podido ver (según Brignone). Una vez con una Nueve se enfrentó a la yuta y los tuvo a raya hasta que el Nene pudo entrar con un auto marcha atrás y sacarlo, en Lanús. Fue alucinante. Parado y tirando con las dos manos, sereno, bum, bum, con una elegancia y los canas cagados de miedo. Cuando ven a un tipo así, decidido, que no le importa un belín, le tienen respeto. Si hubiera una guerra, un supongamos, que hubiera nacido en la época del general San Martín, el Gaucho, decía el Nene, bueno tendría un monumento. Sería no sé, que se yo, un héroe, pero nació fuera de época. Tiene ese problema de expresión, que lo vuelve muy metido para adentro. Perfecto para hacer trabajos especiales. Va y mata a quien sea, en un abrir y cerrar de ojos. Una vez en un robo, el cajero no quería creer, pensó que era una broma, se hacía el boludo, el cajero, en el banco, porque no mostró las armas, el Gaucho.
—Dijo: te asalto.
Y el ganso del cajero cuando lo vio, con esa cara de atrasado mental, pensó que era una broma, que era un gracioso. Salí, le dijo. O dejáte de joder, tarado, le habrá dicho. Dorda, movió la mano, apenas, así, en el bolsillo del guardapolvo (porque se había vestido con un guardapolvo blanco, de médico) y le reventó la cara de un tiro.
Los del banco se encargaron ellos mismos de llenarle la bolsa con la plata cuando vieron como sonreía después de haberlo matado, al cajero. Un tipo muy, pero muy pesado, el Gaucho Dorda, un rayeta total. Ya no lo fajan, los canas, no lo pasan por la máquina, lo podés matar, si igual no había.
—Me hacés acordar a un tipo que me levanté una vez en Retiro, en el baño, te conté Gaucho, era como vos, yo estaba meando, el tipo me rondaba, me miraba el pedazo, me rondaba, entonces yo lo chamuyo y el tipo me muestra un papel que dice: Soy sordomudo. Pero se la mandé a guardar igual. Y me pagó una gamba y media. Soplaba, cuando me lo estaba garchando, claro, no podía decir nada, pero soltaba el aire, soplaba, gozando. Soy sordomudo —contaba el Nene y se reía y el Gaucho lo miraba, contento y se reía también con una risita turbada.
Se acordaba, Dorda y lo quería, al Nene. No podía expresarse, pero era capaz de dar la vida por Brignone. Ahora hizo un esfuerzo y se levantó. Le costaba pensar, pero pensaba y la cabeza le caminaba como una máquina de traducir (según el Dr. Bunge) todo le parecía dirigido personalmente a perjudicarlo (a él o al Nene Brignone). Le hablaban y él traducía. Iba, por ejemplo, al cine de la iglesia, de chico, porque era del campo, Dorda, y en el campo, el cine es un entretenimiento religioso. Si uno iba a misa (contaba el Gaucho) el cura te daba, al salir, un vale (si tomabas la comunión te daba dos vales, el cura) con los que se podía entrar gratis, al cine de la parroquia y a la mañana, después de misa, Dorda, podía ver las de episodios y traducía siempre la película, como si él estuviera metido en la pantalla, como si lo hubiera vivido todo. («Una vez lo echaron del cine parroquial porque se sacó la chota y empezó a mear: en la película vio a un chico que estaba orinando, de espaldas, a la noche, en medio del campo…» textual del sacristán al Dr. Bunge en el informe psiquiátrico). Muy creyente, Dorda, siempre quiso estar en la gracia de Dios e incluso su madre (declaró) que había querido ser sacerdote en Del Valle (pueblo próximo a cinco kilómetros de la casa de la familia) donde están los hermanos del Sagrado Corazón, pero cuando fue, se lo levantó un linyera en el camino y ahí empezaron todas sus desdichas.
En ese momento Mereles salió de la pieza.
—Que hacés huevón —le dijo al Gaucho que estaba como soñando—. Vení. Tenemos que bajar a hablar por teléfono.
Habían resuelto no pagar y mejicanear a todo el mundo. Por eso Malito había decidido cambiar los planes y llamar al Chueco Bazán. Eran las seis de la mañana del jueves. No le hizo decir al Chueco dónde estaban escondidos pero lo mandó a una cita con Fontán Reyes en un bar de Carlos Pellegrini y Lavalle para que lo entretuviera mientras ellos se desplazaban al otro aguantadero. Dio la orden de salir y de replegarse a la casa de Nando en Bambeas. Y ahí fueron a esperar que se armaran los contactos para cruzar al Uruguay.
Alto, flaco, con ojos de buitre y una sonrisa de superioridad en los labios, el Chueco Bazán, fue detenido tres horas después de esa llamada. Para cubrirlo, el comisario Silva dijo que lo detuvieron rondando cerca de la plaza donde se había cometido el robo. Tenía un arma. Dijo que llevaba la pistola —para matar perros vagabundos que sobran en Hurlingham—. En realidad era un informante de la policía. Silva lo tenía enganchado desde hacía un año como buchón a cambio de dejarlo circular por el Bajo con drogas y mujeres.