El día del asalto amaneció limpio y claro. A las 15.02 del miércoles 27 de setiembre de 1965, el tesorero Alberto Martínez Tobar entró en el tesoro de la sucursal del Banco de la Provincia de Buenos Aires en San Fernando. Era un tipo alto, de cara enrojecida y ojos saltones, que recién había cumplido cuarenta años y al que sólo le quedaban dos horas de vida. Hizo bromas con las chicas de contaduría y fue hacia el subsuelo donde estaban la cajas de seguridad y la mesa negra con las bolsas llenas de plata. Los empleados en mangas de camisa contaban billetes, bajo la luz artificial y el ruido de los ventiladores. Una tumba bajo tierra, una cárcel llena de dinero, había pensado el tesorero. Había vivido toda su vida en San Fernando y su padre también había trabajado en la Municipalidad. Tenía una hija con problemas nerviosos y atenderla le costaba una fortuna. Varias veces había pensado que era posible robar el dinero que le entregaban todos los meses. Incluso se lo había comentado a su mujer.
A veces piensa que habría que llevar un portafolios igual y llenarlo de plata falsa. Sustituir uno por el otro y salir tranquilamente. Tenía que arreglar con el cajero que era un amigo de la infancia. Se dividían la plata y seguían viviendo una vida normal. La fortuna era para los hijos. Se imaginaba la plata guardada en un cajón secreto del ropero, la plata invertida con nombre falso en un banco suizo, la plata escondida en el colchón, se imaginaba que dormía con los billetes bajo el cotín, que los sentía crujir al darse vuelta en las noches de insomnio. Esas noches, cuando no podía dormir, le contaba a su mujer cómo pensaba hacer el cambio. Hablaba en la oscuridad y ella lo escuchaba subyugada. Era una idea que lo ayudaba a vivir y les agregaba cierto espíritu de aventura y cierto interés personal al traslado de dinero que hacía todos los meses.
Esa tarde puso el portafolios arriba de la mesa y el empleado con la visera verde miró la nota de pago con las firmas y los sellos y empezó a separar fajos de diez mil. Eran una pila de plata, 7 203 960 pesos para pagar los sueldos del personal y los gastos de las obras del desagüe del municipio. Fueron colocando los fajos de billetes nuevos en el portafolios de cuero negro, ajado por el uso, con fuelle y bolsillos laterales.
Antes de salir del Banco, Martínez Tobar respetó las medidas de seguridad y se enganchó el maletín a la muñeca izquierda con una cadenita cerrada con un candado. Después alguien dijo que esa precaución inútil le había costado lo que le había costado.
Cuando salió a la calle no vio nada; nadie ve nada en los momentos previos a un asalto. Hay un viento que se levanta de golpe y el tipo está tirado, con un cachiporrazo en la cabeza, sin saber que pasó. Cuando alguien ve movimientos sospechosos, es un asustado al que ya antes le pasó algo y ahora se imagina que le está por volver a pasar.
Martínez Tobar miró lo que siempre miraba sin ver, la mujer con el carrito de la feria, el chico que corría con el perro, el almacenero que abría el negocio después de la siesta, pero no vio al Chueco que hacía de campana en el bar, parado contra el mostrador, tomando una ginebrita y relojeando las piernas de la chica embarazada que salía del negocio de al lado. Lo calentaban las embarazadas al Chueco y se acordó de la señora que se movía cuando era conscripto, en una casa en Saavedra, cuando el marido estaba en la oficina. Se la había levantado en un subte porque le cedió el asiento y la señora le empezó a hablar y agradecer. Tenía la edad del Chueco, veinte años y un embarazo de seis meses y la piel tirante, parecía transparente y había que buscar poses raras para poder hacérsela, la paraba con un pie sobre la cama y ella daba vuelta la cara y le sonreía. Lo distrajo pensar en la mujer embarazada de Saavedra, que se llamaba Graciela o Dora, pero enseguida volvió a ponerse tenso porque vio al tipo salir del banco con el portafolios y la guita. Miró el reloj. Cronometrado y exacto.
Los dos policías de custodia conversaban en la vereda y el otro empleado de la Municipalidad, Abraham Spector, enorme y pesado, se ataba con dificultad los zapatos apoyado en el guardabarros de la rural IKA. La plaza estaba quieta, todo tranquilo.
—¿Qué hacés gordo? —dijo el tesorero y después saludó a los de seguridad y subió a la camioneta.
En el asiento de atrás iban los custodios, tipos ton cara de dormidos, pesados, con las armas sobre las piernas, ex gendarmes, antiguos tiras, suboficiales retirados, siempre cuidando la plata ajena, las mujeres ajenas, los coches importados, las mansiones, perros fieles, de toda confianza, fierreros, siempre calzados para custodiar el orden, uno se llamaba Juan José Balacco, tenía sesenta años y era un ex comisario, y el otro era un cana legal de la Primer^ de San Fernando, un grandote de dieciocho años, Francisco Otero, al que decían Ringo Bonavena porque quería ser boxeador y se entrenaba todas las noches en el gimnasio del club Excursionistas con un japonés que le había prometido sacarlo campeón argentino.
Tenían que recorrer los doscientos metros que separaban el local del Banco (en una esquina de la plaza) de la Municipalidad (que está en la otra esquina).
—Estamos un poco atrasados —dijo Spector.
El tesorero puso en marcha el motor. La camioneta avanzó por Tres de Febrero a paso de hombre y cuando dobló la esquina hubo un ruido de gomas contra el asfalto y se oyó un motor que aceleraba.
Un coche se les vino encima, a contramano, bandeado, como sin rumbo y se detuvo en seco.
—¿Qué hace ese loco? —dijo, todavía divertido, Martínez Tobar.
Dos tipos saltaron a la vereda y uno se puso una media de mujer en la cara (dicen los testigos). Tenía una tijera y estiró la tela con la punta de los dedos y se hizo dos agujeros a la altura de los ojos con la media ya puesta.
Spector era un grandote, con aspecto de desamparo y una camisa a rayas, manchada de sudor. De los cuatro que iban en la rural IKA, fue el único que se salvó. Se tiró al piso y le pegaron un tiro desde arriba pero le dio en la tapa de acero del reloj de bolsillo y se desvió, la bala. Un milagro (que usara el reloj de bolsillo de su padre). Estaba sentado en la vereda del Banco, sofocado, viendo correr a la gente y pasar las ambulancias. Los periodistas ya rondaban por el lugar y los policías acordonaron la calle. Entonces se paró un patrullero y bajó el comisario Silva. Era el jefe de Policía de la Zona Norte del Gran Buenos Aires y estaba a cargo del operativo. Bajó del auto, vestido de civil, con una pistola gatillada en la mano izquierda y un walkie talkie, por donde se oían voces dando órdenes y dictando números, en la derecha y se acercó a Spector.
—Venga conmigo —le dijo.
Después de un momento de incertidumbre, Spector se levantó, lento y asustado, y lo siguió.
Se procedió a exhibir ante el testigo diferentes fotos de asaltantes, pistoleros y otros elementos del hampa, que pudieran ser autores del hecho en función de las características del mismo. Preso de una gran confusión el testigo no llegó a reconocer ninguna cara (dijeron los diarios).
Cuando el coche se les cruzó adelante, Spector vio que eran las 15.11 en el reloj de la Municipalidad.
Un tipo alto, de traje, bajó del auto y con las dos manos se puso una media de mujer en la cara, como quien baja una cortina y después se agachó hacia el asiento del auto y cuando se levantó tenía una ametralladora en la mano. Era de goma, sin forma, la cara, de cera, un panel de abejas pegado a la piel que lo hacía respirar fuerte, como un fuelle y la voz le salía cortada, falsa. Parecía un muñeco de madera, un fantasma.
—Vamos, Nene —dijo, aspirando, como si se ahogara, Dorda. Y al que manejaba le dijo—: Ya volvemos… —Y Mereles aceleró, y el motor preparado, un Chevrolet con motor de carrera, con las ocho bujías cepilladas y el cárter bajo, rugió en el silencio de la siesta, en la plaza de la Intendencia, en San Fernando.
El Nene se tocó la medallita de la Virgen para darse suerte y se largó a la calle. Era tan flaco y tan frágil y estaba tan drogado que parecía un enfermo, un tísico como le decían antes a los pistoleros (malo como un tísico), pero empuñaba con gran decisión la Beretta 45 con las dos manos y cuando uno de los guardias se movió, le metió un tiro en la cara. El balazo sonó seco, irreal, como una rama partida.
Dorda tenía la tela de la media de mujer pegada a la cara y respiraba por el tejido que se le metía en la boca. Por un costado vio a un tipo que bajaba de la camioneta y empezó a tirar.
Dos viejos que tomaban sol en los bancos de la plaza y un parroquiano que leía el diario, sentado a una mesa, contra la ventana en el bar de enfrente vieron como dos de los tres hombres que ocupaban el Chevrolet 400, chapa de la provincia de Buenos Aires, armas en mano, saltaban del auto.
Parecían enfurecidos y apuntaban a todo el mundo, barriendo el aire en semicírculo, mientras se acercaban, en cámara lenta, a la camioneta. El más alto (dicen los testigos) llevaba una media de mujer en la cabeza, pero el otro andaba a cara descubierta. Era un flaquito con cara de ángel, al que todos los testigos empezaron a llamar «El Pibe». Salió del auto, sonrió y luego encañonó con su ametralladora la parte de atrás de la camioneta y disparó una ráfaga.
Desde la plaza, uno de los jubilados que tomaba sol vio como los cuerpos rebotaban contra los asientos y vio la sangre en el cristal de las ventanillas. «El gordo estaba vivo cuando paró el tiroteo» declaró uno de los viejos «trató de abrir la puerta y escapar y en eso vio que se acercaba el tipo con la media de mujer en la cara que caminaba hacia la camioneta por el medio de la calle y se tiró a la vereda». Era un bulto enorme, el gordo Spector, tirado contra el coche, al sol.
Varias veces pensó que iban a matarlo. Recordaba la cara del morochito que lo había mirado con un brillo de ironía. Spector cerró los ojos dispuesto a morir, pero sintió como una patada en el pecho y lo salvó el reloj de acero que le había dejado su padre.
Los asaltantes que alcanzó a ver eran dos hombres jóvenes, vestidos con traje azul. Tenían el pelo cortado al estilo militar, muy corto. Cuando pararon los tiros sólo atinó a correr hasta el Banco para pedir auxilio.
Ahora estaba nervioso porque temía que la policía lo acusara de ser el entregador.
—Usted ha visto de cerca a los asaltantes.
No era una pregunta, pero Spector la contestó.
—Uno era morocho y el otro era rubio, los dos eran jóvenes y con cortes de pelo tipo militar.
—Descríbalo.
Lo describió. Ese era el Chueco Bazán.
—Estaba en el bar y cruzó la plaza con una pistola en la mano.
—O sea que está el que maneja, el que tiene una media en la cara, el rubio y hay otro.
Agitó la cabeza, obediente, Spector. Si le decían que eran cuatro iba a jurar que eran cuatro.
El tipo con la cara tapada con una media se movía tranquilo por el medio de calle y parecía sonreír, pero tal vez era la mueca que le hacía la máscara de seda que llevaba atada arriba de la cabeza con un moñito. Martínez Tobar estaba herido, tirado en el piso, doblado, apoyado sobre el costado izquierdo, con el portafolios atado a la muñeca y no vio cuando el Nene sacaba la pinza pico de loro y cortaba la cadena y se llevaba el portafolios con la guita y al moverse hacia atrás le daba un tiro en el pecho. Tampoco vio cuando el Gaucho con la cara tapada con la media remataba al policía con un tiro en la nuca.
Lo había matado porque sí, el Gaucho Dorda, no porque el policía significara una amenaza. Lo había matado porque odiaba a la policía más que a nada en el mundo y pensaba de un modo irracional que cada policía que él mataba no iba a ser reemplazado. «Uno menos» era la consigna del Gaucho, como si fuera haciendo disminuir la tropa de un ejército enemigo cuyas fuerzas no podían ser renovadas. Si mataban policías todo el tiempo, al toque, sin asco, como quien caza gorriones, los mierda con alma de cana (que nacen con alma de cana, de guanacos) iban a pensar dos veces antes de dejarse llevar por su vocación de verdugos, iban a tener miedo de ser boleta y entonces (concluía) cada día la yuta iba a tener menos tropa. Pensaba así, pero de un modo más confuso y más lírico, como en un sueño donde mataba canas en un descampado con una escopeta; en esa línea, pensaba el Gaucho Rubio su guerra personal contra la taquería.
Matar así, en frío, porque sí, significaba en cambio (para la policía) que los tipos no iban a respetar ninguno de los tratos implícitos que rigen la ley no escrita entre la pesada y la patota, que éstos estaban envenenados, eran lonyis, ex convictos, ñatos jugados y que no les importaba tirarse encima a toda la policía de la provincia de Buenos Aires.
La confusión indescriptible que el alevoso ataque produjo no permitió, en los primeros momentos, precisar lo que había ocurrido (decían los diarios). Fue una ráfaga de violencia brutal, un estallido ciego. Una batalla concentrada, que duró lo que tarda en cambiar la luz de un semáforo. Fue un instante y enseguida la calle quedó llena de cadáveres.
Los tiros a quemarropa mataron en el acto al agente Otero e hirieren de gravedad en el tórax al tesorero Martínez Tobar y en la pierna derecha al empleado de seguridad Balaceo que fue rematado en frio por uno de los pistoleros. En cuando al empleado Spector, atontado y confuso, corrió hacia el Banco para pedir auxilio.
Más tarde se pudo comprobar (según el informe del comisario Silva) que el agente Otero tampoco hubiese podido, de haber salido ileso del ataque, emplear su pistola reglamentaria por cuanto una de las balas de los pistoleros dio en el arma inutilizándola. En cuanto a la metralleta que llevaban para custodiar el transporte del dinero, estaba en un estante superior de la camioneta y nadie pudo alcanzarla.
Los que habían presenciado el tiroteo se movían por el lugar, como dormidos, alegres de haber salido ilesos y horrorizados por lo que habían visto. Una tarde calma puede convertirse de golpe en una pesadilla.
La ráfaga de balas disparadas por los asaltantes también alcanzó a Diego García, que salía de un bar en las inmediaciones del tiroteo. Fue llevado al hospital donde murió poco después. Se supo que vivía en Haedo y que había viajado a San Fernando por un aviso donde se pedía carpinteros ebanistas. Se paró en el bar de la plaza para tomar una ginebra y cuando salió para presentarse en el aserradero lo mató una bala perdida. Tenía veintitrés años y en el bolsillo le encontraron doce pesos y un boleto de tren.
Una versión señala que algunos policías de facción en el edificio municipal alcanzaron a intercambiar disparos con los pistoleros pero esto no pudo ser confirmado.
Se vio que uno de los asaltantes era ayudado a subir al auto, presumiéndose (según el parte policial) que estaba herido. Vieron al tipo con la cara enmascarada tirar una bolsa blanca, de lona, por la puerta trasera del coche que ya estaba en marcha y hacer enseguida otra descarga en abanico mientras el Chevrolet salía a toda velocidad por Madero a contramano, hacia Martínez, es decir hacia la Capital.
El auto salió a mil, en zigzag, tocando la bocina a todo lo que da para abrirse paso, dos de los pistoleros iban asomados por las ventanillas con medio cuerpo afuera y las ametralladoras en la mano, disparando hacia atrás.
—Dale palo y palo, al toque —gritaba el Nene y Mereles manejaba muy concentrado, tirado hacia adelante, la cara contra el parabrisas, sin considerar (dijo un testigo) la existencia de otros coches o de niños que salieron de la escuela y sin atender a las luces coloradas que cortaban el tráfico en la avenida, mirando sólo una línea imaginaria de la calle que los llevaba a la libertad, al bulo de la calle Arenales donde los esperaba la Nena estudiando matemáticas en la cama. Volanteaba el Chevrolet el Cuervo, y los autos tenían que tirarse al costado y dejarlo pasar.
Los vecinos por las ventanas entreabiertas veían cruzar, como una exhalación, el coche negro, se tiraban al piso, se arrimaban a los árboles, paralizados de terror, en las veredas las madres con los hijos de la mano. Cuando uno va en un cortejo fúnebre y mira por la ventanilla, ve a la gente que se quita el sombrero (si usa sombrero) y se santiguan, silenciosas y lentas ante el paso del cortejo. Los deudos ven la sucesión de figuras pegadas a la pared, en la vereda, que saludan, pero ahora desde el auto era divertido ver el desparramo (veía el Nene), los bonchas se tiraban al piso, se escondían en los zaguanes, eran figuritas que se abrían para dejar pasar el agua.
—¿Está toda? —gritó Mereles, pálido en la luz de la tarde. Sostenía el Chevrolet y cruzaba la avenida como chiquetazo, a mil. Tanteó la bolsa que tenía al lado sin mirar y tocó la plata—. ¿La guita? ¿Está toda? —Se reía, Mereles.
No la habían contado pero pesaba como si estuviera hecha de piedra, la bolsa de lona con la guita. Bloques de cemento laminado, hojas finas, todos los billetes, en la bolsa de lona, con una soga marinera.
—Estamos hasta la verijas. —Dorda tenía la camisa tinta en sangre, un tiro le había rozado el cuello, un refilón que le ardía—. Pero nos salvamos Nene, ahora tenemos que llegar —dijo el Gaucho Rubio mirando por la luneta de atrás del Chevrolet.
—Toda la guita del mundo —y tanteó la merca. Se ponían la coca en las encías, no podían aspirar a esa marcha, metían la mano como una garra en la bolsita que colgaba del asiento y sacaban la merca con dos dedos en gancho y se la pasaban por las encías y después con la lengua. La plata es como la droga, lo fundamental es tenerla, saber que está, ir, tocarla, revisar en el ropero, entre la ropa, la bolsa, ver que hay medio kilo, que hay cien mil mangos, quedarse tranquilo. Entonces recién se puede seguir viviendo.
No hay nada igual a volar en un auto preparado, con doble inyección y el acelerador al pie, la dirección pegada a las manos y llevar con uno la guita para vivir en Miami o en Caracas, a todo tren.
—Hay un ferry que nos lleva al Uruguay. Serán dos horas, dos horas diez, para cruzar el charco —dijo el Nene. ¿Era una pregunta? Nadie contestó. Cada uno tenía su mambo y hablaba a los piques, como el que corre solo por una vía en medio del campo con el tren atrás—. Pasamos por Colonia, son dos horas. Por el Tigre, vamos, cazamos una lancha, alquilamos el ferry, compramos un avión ¿eh, querido? —Se reía el Nene y tomaba cocaína con la mano como una garra en la bolsa de papel madera. Se le adormecía la lengua, el paladar y le salía rara la voz—. Con el embale que tengo —dijo el Gaucho—. Yo paso a nado… paso.
—Mirá, las vías… mirá el guacho del guardabarrera.
—Dejáme a mí.
Sacó el cuerpo por la ventanilla, Brignone, cuando lo vio, Dorda hizo lo mismo del otro lado.
Cortaron a tiros con la ametralladora las barreras cerradas del paso a nivel.
Las astillas volaban, la madera quebrada.
—No me imaginé que eran tan chotas las barreras —se reía el Nene Brignone.
—Sacaron medio cuerpo por la ventanilla y las serrucharon limpitas —dijo el guardabarrera.
Tanto el empleado ferroviario como su amigo de veinte años que lo acompañaba no pudieron hacer una descripción coherente de los asaltantes, dado su estado de ánimo.
«Al escapar encontraron cerradas las barreras del paso a nivel de la calle Madero y sin parar el auto las cortaron con la ametralladora» (según los diarios).
—Iban dos atrás y uno adelante, con la radio a todo lo que da y tocando bocina.
—El patrullero los seguía a cincuenta metros.
—Parece imposible que hayan podido escapar.
Dos tipos colgados en los costados del coche con la tartamuda en la mano.
Según algunos testigos, entre los ocupantes del Chevrolet parecía haber un herido que era sostenido por sus compañeros. Además, el vidrio trasero del coche estaba destrozado por los balazos.
El auto venía por la Avenida del Libertador haciendo sonar la bocina y logrando que el tráfico le abriera paso pero en el cruce de Libertador y Alvear se toparon con un puesto de la policía caminera, que había sido alertado.
El agente Francisco Núñez quiso impedir el paso del coche y saltó a la calle pero del auto partió una nueva ráfaga que lo tiró contra la pared. Sin detener la marcha volvieron a usar la ametralladora y tiraron una ráfaga contra el frente del edificio policial.
El Chevrolet cruzó a toda velocidad con los pistoleros disparando contra la comisaría. Tres policías subieron a un patrullero y empezaron a perseguirlos haciendo sonar la sirena.
El Cuervo Mereles manejaba muy concentrado. Era adicto al Florinol. Tomaba casi un frasco por día y eso le daba una visión tranquila de la vida. El Florinol es un calmante que tomado en grandes dosis actúa casi como el opio; se había habituado en Batán donde circulaba como una medicina legal que los médicos podían recetar y los enfermeros cambiaban por plata o mujeres. El trámite era simple, las mujeres de los presos estaban mucho mejor que las señoras de los guardiacárceles y entonces había un tráfico, una transa. Las visitas eran en realidad para mostrar a las potrancas, como decía Mereles. Sus novias, sus amigas, las chicas que siempre quieren andar un tiempo con un pesado que les hace los gustos se iban con un guanaco si hacía falta, con un valerio, total, un polvito de parado en la oficina de la guardia. Una tarde el Cuervo había logrado que su novia de entonces, la Bimba, divina, divertida, muy reventada, interesara al director del presidio de Batán. Un gordito verdugo que los hacía sudar pero que cuando la vio entrar, rubia, el culito apretado por los jeans y una remerita bordada perdió la cabeza. Por ese lado, había entrado el Florinol y la merca. No se acordaba ya cómo seguía la historia. Bimba siguió con el tipo tal vez y él salió en libertad a los seis meses. La cabeza se le vaciaba, estaba vacante, y no podía saber que era lo que realmente había pasado, pero por eso era un chofer excepcional. La mente en blanco, una sangre fría que nadie podía igualar. Manejaba sedado con el Florinol y podía tirarse encima de un camión semirremolque y obligarlo a girar y bajar a la banquina. Incluso una vez se escapó a Mar del Plata en un auto robado con su novia y la madre de su novia y empezó a manejar por el lado falso de la ruta 2 y los autos se tiraban a la banquina tocando bocina y la Nena se reía y tomaba Vascolet. Le gustaba con locura el Vascolet a Blanquita (cada uno tiene su propio manubrio, decía, hermético, Mereles). Hablaba de un modo extraño y tardó bastante en entender cómo se formaban las palabras. Por el sonido. Sonaban siempre serenas sin ser sentidas. Que manubrio esa nena con el Vascolet.
Al llegar a la esquina de Avenida del Libertador y Aristóbulo del Valle la suerte que los acompañaba pareció cortarse. A unos ciento cincuenta metros del destacamento caminero de Martínez el Chevrolet chocó luego de un nuevo tiroteo en el que resultó herido un policía. El coche de los pistoleros (según el parte policial) efectuó un espectacular trompo corriendo serio riesgo de volcar, lo que no llegó a ocurrir. El auto quedó cruzado en la calle, apuntando en dirección contraria a la de su marcha, incrustado en una saliente de la alcantarilla con el vidrio trasero totalmente destruido y con una gran mancha de sangre sobre el lado izquierdo del asiento de atrás. Pasaban los minutos y nadie bajaba del auto.
Busch, un comerciante de la zona, que venía manejando muy tranquilo por la Avenida del Libertador en sentido contrario vio el auto detenido con el motor en marcha y a un hombre que bajaba tomándose el cuello como si se hubiera golpeado, e imaginó que había habido un accidente.
Las costumbres del señor Eduardo Busch eran tan regulares como los puntos blancos del estampado en la tela de los vestidos que vendía. Pero ese día se atrasó dos minutos porque se cortó el agua cuando se estaba bañando. Se quedó en la ducha con la impresión de que alguien había querido perjudicarlo, y por fin salió y se secó y su mujer le dijo que habían cortado el agua. Había nacido en la misma casa donde ahora vivía y nunca se había movido del barrio. Conocía los sonidos, el movimiento cambiante de las horas y ese día le pareció escuchar algo raro (truenos lejanos, murmullos) pero no le hizo caso. Estaba malhumorado últimamente porque las cosas no le iban del todo bien. Salía siempre a las dos y media y a las tres menos diez estaba abriendo el negocio pero esa tarde se atrasó un poco y el retraso (mínimo, casual) cambió todo. Le dio motivo para tener una historia que contar por el resto de su vida. Cuando dobló por Madero pensó que había un choque y vio un auto con el motor en marcha y un tipo que se bajaba con un bolso en la maño.
Se detuvo, porque era un buen vecino y vio al Nene que giró hacia él y le sonrió mientras extraía con la mano izquierda una Beretta 45.
—Vino hacía mí y pensé que me iba a matar. Tardó muchísimo en llegar hasta mi auto. Parecía un chico y tenía cara de desesperado.
El Nene abrió la puerta y Busch se bajó con la manos levantadas. Dos tipos más bajaron del auto y entraron en el Rambler. Arrastraban bolsas de lona y tenían muchas armas pero todo fue tan rápido y tan confuso, como en un sueño, declaró el señor Busch. Así es como pasan las desgracias, son algo que nunca imaginamos, razonó, filosófico.
—Nunca voy a dejar de pensar que hay que ayudar al prójimo aunque me lleve sorpresas como esta —dijo.
—Uno era morocho y el otro era rubio, los dos eran jóvenes y con cortes de pelo tipo militar. Había un tercero con una media de mujer en la cara. —Todas las descripciones coinciden pero no sirven para nada.
Se le llevaron el Rambler color claro que había comprado el año anterior. Con ese auto los asaltantes siguieron la fuga.
Tomaron por la Libertador y luego de llegar a gran velocidad a la Avenida Santa Fe, donde sortearon por milagro otro accidente al salirle al paso una Estanciera, cruzaron con el semáforo en rojo y se largaron por la Panamericana, ruta de fácil escape de la zona.
A esa altura se había puesto sobre aviso a toda la policía caminera, así como a los destacamentos de vigilancia en las entradas a la Capital Federal. También había sido alertado el comando radioeléctrico de la Policía Federal.
Sin embargo ni los puestos fijos ni las patrullas móviles que recorrían la Zona Norte de los suburbios de la ciudad pudieron dar con la pista del Rambler robado por los pistoleros. Numerosas comisiones de la policía provincial patrullaban esa noche una amplia zona del Gran Buenos Aires.