Capítulo 67

Ben se abrió paso entre la multitud que se arremolinaba entre bastidores. El aria de la Reina de la Noche había finalizado y la había visto llegar. Se acercó rápidamente a ella.

—¿Quién es usted? —le preguntó. Ella pareció sorprenderse. Notó una mano sobre su hombro. Se giró y vio a un hombre corpulento, con una melena gris y rizada recogida en una larga coleta, que lo miraba con nerviosismo.

—Claudio —dijo Ben al reconocer al director de escena.

Claudio se mordía los labios.

—¿Dónde está Leigh? —preguntó en un inglés perfecto.

—Venía a preguntarte lo mismo —dijo Ben.

Claudio parecía confuso.

—Tu mensaje…

—¿Qué mensaje?

—Llamaste a recepción y pediste que Leigh se reuniera contigo en su camerino.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unos cinco minutos. Fue a tu encuentro y no ha regresado todavía. La hemos estado buscando como locos y, al final, hemos tenido que sustituirla. —Dijo haciendo un gesto hacia la soprano, vestida de Reina de la Noche, que seguía allí de pie con aire inseguro—. Esta es Antonella Cataldi, su suplente.

—Tengo que irme —dijo Antonella. Claudio asintió y ella se deslizó entre la multitud mirando a Ben por última vez.

El director de escena parecía irritado.

—¿Adónde ha ido? Nunca había hecho algo así.

—Yo no he dejado ningún mensaje —dijo Ben.

Claudio se quedó estupefacto.

—Entonces, ¿quién lo ha hecho?

Ben no dijo nada y salió corriendo entre la gente en dirección a los camerinos de los intérpretes.

El pasillo estaba mal iluminado. Trató de abrir la puerta del camerino de Leigh. Estaba cerrada. No había nadie por allí. Claudio lo alcanzó, sin aliento y con gotas de sudor resbalándole por las mejillas.

—Esto es una locura —dijo—. ¿Adónde ha podido ir?

Ben se apartó de la puerta. Avanzó dos pasos rápidos, se apoyó en el tobillo izquierdo y con la pierna derecha golpeó la puerta a un metro y medio de distancia. Se abrió de golpe, una larga astilla se separó del marco y retumbó con fuerza contra la pared del interior del camerino.

Las paredes de la habitación estaban cubiertas de satén azul. Había un tocador rodeado de luces, repleto de cosméticos, y una chaise longue con la ropa de Leigh cuidadosamente doblada encima. El abrigo estaba en una percha en la parte trasera de la puerta, el bolso de mano colgado de la correa en el respaldo de la silla del tocador y sus zapatos perfectamente alineados sobre la alfombra. Había dejado el libro que estaba leyendo abierto sobre una mesa auxiliar. Pero el camerino estaba vacío.

—¿Adónde demonios ha ido? —preguntó Claudio, cada vez más preocupado. Ben salió a toda prisa de la habitación y recorrió el pasillo. Había algo tirado en la alfombra roja. Se agachó a recogerlo. Era negro, plateado, suave; la corona estrellada de su traje. La examinó. Nada inusual. Salvo que estaba allí y ella no.

—Debe de haber una explicación —decía Claudio, sudando en exceso.

—El mensaje es la explicación —contestó Ben.

—Si no fuiste tú, ¿quién puede haberlo dejado?

—Solo sé que yo no lo dejé. —Ben señaló hacia el fondo del pasillo, más allá de donde había encontrado la corona—. ¿Qué hay por allí?

—Más camerinos. Algunos almacenes. Despachos. Una salida de incendios. La bajada al sótano.

—¿Quién fue la última persona que vio a Leigh?

—Fui yo —dijo Claudio—. Le dije que se diera prisa y ella me dijo que volvería pronto. No compren…

Su teléfono empezó a sonar en el interior de un bolsillo. Era un tono de música clásica. Abrió el aparato.

—Barberini —anunció. Escuchó un instante. Arqueó las cejas y miró a Ben. Después, le dio el teléfono—. Es para ti —dijo extrañado.