Capítulo 64

Las Bahamas, unas semanas más tarde

Chris Anderson dio un trago a su martini y levantó la vista de la blanquísima arena. Una cálida brisa sacudía las hojas de las palmeras que se alzaban sobre su cabeza mientras el Isolde se balanceaba suavemente en la orilla. Tenía arena entre los dedos de los pies. Sacó el brazo de la tumbona y cogió el periódico.

El ejemplar de The Times era de hacía tres días, del diecinueve de enero. Noticias pasadas, pero, aun así, le gustaba enterarse de lo que estaba ocurriendo en casa. Además, ¿qué podría pasar en tres días? Pasó las páginas. Noticias internacionales. Más asesinatos en Oriente Medio. Tormentas que sacudían el Reino Unido. La misma mierda de siempre. Chris se incorporó, echó otro vistazo a su yate, que flotaba sobre las tranquilas aguas azules, y sonrió.

Miró por encima varias páginas más al azar.

Un breve titular llamó su atención. Tardó en reaccionar.

—Lo sabía —murmuró en voz baja—. Esa zorra. Esa zorra mentirosa.

«Diva de la ópera se casa».

Lo leyó tres veces. No era un artículo extenso. Iba acompañado de una pequeña foto. La boda se había celebrado una semana antes en Venecia, donde la novia, la señorita Leigh Llewellyn, se encontraba ensayando su nueva y celebrada producción, La flauta mágica. Chris se quedó un buen rato mirando la cara del novio, granulosa y en blanco y negro. Buscó el nombre en el artículo y regresó a la foto.

—¡Cabrón! —musitó. Justo lo que él pensaba. Era el comandante Benedict Hope. Chris arrugó el periódico disgustado, lo arrojó al suelo y dio otro sorbo a su martini. Después, tiró también el vaso.

Gran Teatro Fenice, Venecia, Italia

El palco era todo de terciopelo rojo. El asiento de Ben, la pared que tenía detrás y las separaciones de los lados estaban tapizadas con aquel mismo tejido. Se aflojó el cuello de la camisa y se reclinó sobre el respaldo. Se había vestido todo lo informal que un sitio como ese le permitía; un traje oscuro y una corbata lisa azul marino. La mayoría de los hombres del público iban de esmoquin, pero ponerse un esmoquin dos veces en cinco semanas era demasiado para Ben.

Desde aquel palco privado, tenía unas estupendas vistas del Gran Teatro Fenice. El Fénix, el legendario teatro de ópera. Un nombre muy apropiado. Había leído en el programa que alguien se había empeñado en quemar el lugar. La última vez había sido en 1996, y, en 2003, se había restaurado para recuperar su esplendor inicial.

Esplendor era la palabra exacta. Miró a su alrededor. Había visto decoraciones suntuosas en su vida, pero aquello iba un paso más allá. La decoración resultaba impresionante. Era como una catedral construida en nombre de la música.

Suspiró. Allí estaba. En Venecia. Su primera ópera. Leigh ya era toda una veterana allí; la mitad del público acudía solamente para verla a ella. La Reina de la Noche era el gran papel de una diva. Los medios estaban volcados con ella y, por extensión, con su nuevo marido.

Se había acostumbrado a ser un hombre muy celoso de su intimidad y sus primeros encuentros con las hordas de periodistas y paparazi habían resultado algo incómodos. Tal vez había sido un poco arisco con ellos, sobre todo con aquel cámara tan insistente al que amenazó con tirar al Gran Canal.

Tendría que adaptarse a todo aquello. Se preguntaba si algún día llegaría a gustarle la ópera. A lo mejor algún día. De momento, lo único que quería era verla sobre el escenario. Nunca la había oído cantar en directo. Estaba impaciente por verla en su elemento.

Abajo, la orquesta estaba afinando y el público, animado, llenaba el teatro con el murmullo de sus conversaciones. Ben se acomodó en el asiento y se dejó contagiar por el ambiente. Era una sensación embriagadora. Podía intuir la atracción que todo aquello debía de tener para los intérpretes que dedicaban sus vidas a un momento como ese.

Las conversaciones fueron apagándose y el público comenzó a aplaudir con vigor cuando el director entró en el foso orquestal. Era un hombre alto ataviado con un esmoquin negro, pajarita blanca y una gruesa mata de cabello negro peinado hacia atrás. Tenía una expresión seria, centrada. Se inclinó hacia el escenario, se volvió e hizo una inclinación hacia el público y los músicos, y, acto seguido, ocupó su lugar en el podio. Se hizo un silencio sepulcral en el teatro, momentos antes de dar comienzo la obertura.

Sonó un grandioso acorde orquestal interpretado por todos los instrumentos juntos. Luego, una pausa de cuatro compases y otros dos sonoros acordes. Después, otra pausa seguida de dos golpes musicales. Era el modo en que el compositor de la obra atraía forzosamente la atención del público, y funcionaba a la perfección. El teatro se inundó de sonido cuando toda la orquesta se sumergió en el motivo principal.

Una vez terminada la obertura, el público aplaudió de nuevo y las luces del teatro se atenuaron. Había llegado el momento. Las pesadas cortinas descubrieron el escenario y Ben se puso cómodo.

El decorado era impresionante. Representaba un páramo con construcciones en ruinas, templos derruidos, arbustos y enormes rocas. Parecía totalmente real y la iluminación era tan buena como la de cualquier película que hubiese visto. Detectó la influencia masónica en el aire egipcio de las ruinas, con una pirámide al fondo. Reprimió los recuerdos que todo aquello le evocaba. Eso ya se había terminado.

Un hombre salió de la parte izquierda del escenario y corrió por el decorado, perseguido por una serpiente gigante. Cayó al suelo y se quedó al pie de la pirámide. Mientras estaba inconsciente, aparecieron tres mujeres vestidas con extraños trajes y mataron a la serpiente con lanzas plateadas. Ben lo observaba todo y se le hacía raro. El volumen de las voces lo impresionó. No había micrófonos. Consultó el libreto que tenía en las rodillas y trató de seguir la historia, pero perdió el hilo enseguida. Tampoco estaba tan interesado. Solo quería ver a Leigh y no aparecería hasta bien entrado el primer acto.

Se relajó y dejó que el espectáculo lo envolviese. Era grandioso, impresionaba y tenía una formidable puesta en escena, pero no lograba cautivarlo.

Sin embargo, la entrada de la Reina de la Noche sí lo hizo, lo sedujo por completo.

Vestía una túnica larga, de color negro y plateado, y una sensacional corona, ambas cubiertas de brillantes estrellas. Ben pudo apreciar, perfectamente, la impresión que Leigh causó sobre el público cuando puso un pie en el escenario. Las luces la siguieron hasta el centro. Parecía estar cómoda, dominaba todo el teatro. Alguien arrojó una rosa desde un palco situado en el lado opuesto. Voló sobre el foso orquestal y aterrizó sobre las tablas.

En ese momento, empezó a cantar. La potencia y profundidad de su voz lo conmovieron. La contempló. Resultaba difícil creer que fuera la misma Leigh que él conocía. Era como si la música no procediera de ella, como si sonara a través de ella desde alguna otra fuente. Inundaba la sala de una asombrosa belleza que nunca antes había experimentado.

Así que se trataba de eso. Ahora comprendía quién era Leigh en realidad, y a qué dedicaba su vida. Era algo que había que sentir, nadie podía explicarlo. Y si había alguien que no fuera capaz de sentirlo sería porque no tenía alma y estaba muerto por dentro. Tenía la piel de gallina.

Su aria se terminó demasiado rápido y lo dejó completamente atónito. Se oyeron los vítores mientras ella salía del escenario, al que no dejaban de llegar flores. Comenzó otra escena.

Ben sabía, por el libreto, que tardaría un rato en volver a salir. Disponía de tiempo suficiente para bajar al bar y tomar algo antes de su siguiente aparición. Salió del palco con sigilo y recorrió la alfombra roja que cubría el pasillo.

En ese mismo instante un rezagado entró en el vestíbulo. Miró a su alrededor y evitó la taquilla. No había acudido allí para eso. Mantuvo la cabeza inclinada y caminó deprisa. Se dirigió a una puerta lateral que tenía un cartel de «Privado». La empujó y entró.