Montañas de Eslovenia, unas horas más tarde
Había un largo trayecto en coche desde el aeropuerto de Ljubljana hasta Bled, en el extremo noroeste de Eslovenia. Iba conduciendo el Audi de alquiler a gran velocidad. Estaba ansioso por volver a verla. La horrible imagen de Leigh muerta seguía dando vueltas en su cabeza.
La pequeña ciudad estaba situada en el interior de un inmenso bosque de pinos. La carretera bordeaba la orilla del lago Bled bajo un plomizo cielo gris. En medio del lago había una pequeña isla boscosa, con una iglesia barroca cuyo campanario asomaba entre los árboles. Las montañas nevadas se alzaban al fondo. La carretera estaba prácticamente vacía y la lluvia había derretido el hielo.
Al llegar a los alrededores examinó el mapa. Las indicaciones que ella le había dado por teléfono lo condujeron a un elegante chalé situado al final de una tranquila calle. La lluvia comenzó a golpear el parabrisas cuando se detuvo en el exterior de la casa. En una brillante placa metálica se podía leer «Anja Kovak» en gruesas letras negras. Junto al nombre había algo escrito que él no comprendía, pero parecía el tipo de placa que tendría un médico o un abogado, con la profesión acompañando al nombre. Comprobó de nuevo la dirección. Definitivamente, era la misma que Leigh le había dado, pero no parecía la correcta. ¿Qué estaba haciendo ella allí?
Se quedó sentado en el coche un instante para aclarar sus ideas. Había estado pensando mucho desde su llamada. Observó las gotas resbalando por el parabrisas. Luego, abrió la puerta del coche y sacó una pierna.
La puerta de la casa se abrió y la vio allí, de pie en lo alto de los escalones. La ropa que llevaba le quedaba demasiado grande; un grueso jersey de lana negra y unos anchos pantalones vaqueros, también negros. Parecía ropa prestada, y a quienquiera que se los hubiese dejado le gustaba el color negro.
Ben salió del coche y atravesó la verja despacio. La lluvia empezaba a arreciar. Leigh avanzó hacia él. Aceleraron el paso a medida que se iban acercando el uno al otro, y, cuando se encontraron, ella lo abrazó con fuerza.
Él la abrazó también. No quería soltarla. Ni siquiera sentía el dolor en las costillas. Le entraron unas ganas tremendas de besarla de nuevo, pero no le pareció apropiado.
Se quedaron abrazados durante un buen rato, hasta que ella se apartó y le cogió firmemente las manos. Tenía el pelo empapado por la lluvia. Lloraba y reía al mismo tiempo.
—¡Me alegro tanto de verte! —dijo.
—Creí que habías muerto —fue lo único que alcanzó a decir él—. Estos últimos días han sido una tortura.
Ella lo miró.
—Dijiste que se había acabado. ¿Es cierto?
Él asintió.
—Se ha acabado. Estás a salvo, Leigh. Puedes continuar con tu vida.
—¿Los encontraste?
Él volvió a asentir.
—¿Y qué hiciste?
—Mejor no me preguntes.
—¿Dónde está Clara?
—En casa, con su padre. Está bien. Los dos están bien.
Leigh miró al cielo, se abrazó a sí misma y sintió un escalofrío.
—Está lloviendo —dijo—. Vamos dentro.
Lo condujo al interior de la casa. El suelo era de azulejos de terracota y las paredes estaban pintadas de blanco. Olía a limpio. Oyó una tos y miró a su izquierda. Había un cartel en la pared que no pudo entender. A través de la puerta abierta que había al lado, pudo ver a algunas personas sentadas en sillas; dos de ellas leían revistas. Alguien volvió a toser. El ambiente olía a desinfectante de cloro. Era la sala de espera de un médico.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó a Leigh mientras atravesaban la puerta y recorrían el pasillo hacia otra habitación.
—Anja está pasando consulta —dijo—. Podemos hablar aquí.
Empujó una puerta y él la siguió hasta una cocina. Era pequeña y práctica. Una cafetera silbaba sobre una cocina de gas, y olía a café de verdad. Leigh sirvió dos tazas de café y le ofreció una a Ben.
—Te noto distinto. ¿Qué le ha pasado a tu pelo? Está más oscuro.
—Tú también estás distinta. ¡Estás viva!
—Claramente, no estoy muerta —le aseguró, sonriendo.
—Me enteré de lo que ocurrió en el convento —dijo él—. Debería haber estado allí contigo.
—He tratado de llamarte durante días y el teléfono siempre estaba apagado. Estaba muy preocupada por ti.
—No lo llevaba encima. —No le contó por qué—. ¿Qué te pasó? ¿Qué haces aquí?
—Muy sencillo —dijo ella—. Los helicópteros se fueron. Se llevaron a Clara y no había nada que yo pudiese hacer. —Hizo una pausa—. Esperé a que todos se hubieran marchado. Tenía miedo de que regresaran. Quería irme, lo más lejos y lo más rápido posible. Estaba cubierta de sangre.
—¿Sangre de quién?
—No era mía —respondió.
—¿La vieja escopeta?
Ella asintió.
—Tuve que usarla. —Se estremeció, cerró los ojos un instante y bebió un sorbo de café—. No soportaba la sensación que me provocaba tener toda esa sangre encima. Encontré un arroyo y allí me limpié. Deambulé durante mucho tiempo por la nieve. Simplemente, me limité a caminar. No sabía adónde ir. Todo era vegetación, árboles y colinas. Yo no lo recuerdo muy bien, pero me dijeron que estaba deambulando y a punto de desmayarme cuando me encontraron.
—¿Quién te encontró?
—Anja.
—¿La médica?
Ella asintió.
—Tuve mucha suerte. Anja no se coge demasiados días libres. Estaba esquiando con unos amigos. Me encontraron y me llevaron a una cabaña de esquí en el valle. Al principio, Anja quería llevarme al hospital. Era la única del grupo que hablaba mi idioma. Le supliqué que no me llevase allí. Accedió a traerme aquí, a su consulta, y he permanecido aquí toda la semana. Ya estoy bien.
—Le estoy muy agradecido a Anja. —Le acarició el brazo. Estaba caliente y suave—. Tengo que decirte algo, Leigh. La carta de tu padre… La destruyeron. Lo siento.
—Pues yo no lo siento —dijo ella—. ¡Ojalá nunca la hubiera encontrado! Yo misma la habría destruido.
—Hay algo más —dijo Ben—. Creo que tu padre tenía razón. Y también Arno. No creo que fuese falsa.
—Eso ya nunca lo sabremos, ¿verdad?
Él negó con la cabeza.
—No, pero yo también me alegro de que ya no exista.
—Entonces, ¿seguro que se ha acabado todo?
—Completamente.
—Tengo la sensación de que debería saber más cosas.
—Yo no creo que debas. Murió gente.
Ella se quedó callada.
—Te llevaré a casa —dijo él.
—No tengo documentación. Lo perdí todo.
—No la necesitarás. Volvemos en avión privado.
Ella levantó una ceja sorprendida.
—¿En avión privado? ¿De quién?
—De Philippe Aragón.
—¿Aragón? —Sacudió la cabeza, esta vez desconcertada—. ¿El político?
—No preguntes más —dijo él—. ¿Puedes estar lista para salir por la mañana?
—Estoy lista ahora mismo.
—Primero la cena.
—¿Me vas a llevar a cenar? No tengo nada que ponerme.
—Estás fantástica —respondió él, sonriendo.
Fueron a cenar al restaurante del Grand Hotel Toplice, a orillas del lago Bled. Se sentaron en una mesita para dos situada en un rincón. Él pidió la mejor botella de vino que tuvieran. No podía apartar los ojos de Leigh. Tenía que seguir asimilando que ella estaba allí realmente, que estaba viva.
—Sigues mirándome como si fuese una especie de aparición —dijo ella riéndose.
—Tú no viste aquella foto, Leigh. Me asusté de verdad. Se me corta la respiración cada vez que pienso en ella.
—Es lo que tiene llevar años interpretando a trágicas heroínas sobre el escenario —dijo ella—. Me he muerto mil veces. La ópera está repleta de muertes horripilantes. Lucia di Lammermoor apuñala a su marido, se llena de sangre de arriba abajo, enloquece y, después, muere. Con un par de veces aprendes a hacerte la muerta. Y a veces graban las actuaciones, así que hay cámaras que te enfocan la cara directamente. Puedo aguantar la respiración como un pescador de perlas y mantener los ojos abiertos, eternamente, sin pestañear.
—Bueno, a mí me convenciste.
Ella bebió vino.
—Ahora ni siquiera me parece real a mí.
—No hablemos más de ello.
—Sigo sin entender cómo pudo fallar. Cuando oí el disparo pensé que estaba acabada. Hasta que caí por el terraplén no me di cuenta de que estaba bien. Fue un milagro.
—No fue un milagro —dijo él—. No se lo agradezcas a Dios, agradéceselo al santo patrón de los cañones torcidos. ¿Recuerdas el muñeco de nieve?
Ella levantó la copa y sonrió.
—Para haber sido un teólogo, mira que eres escéptico.
—Te dije que el cañón estaba desviado a la derecha.
—Sí, bueno, pero yo acerté en el centro del muñeco de nieve sin problema.
—Cierto —admitió—. Aunque si la escopeta hubiese estado recta, seguramente habrías fallado.
Ella se rio.
—Sí, eso suena bastante lógico.
Él esperó en silencio a que dejara de reírse. Ya no sonreía. Toqueteó el pie de su copa de vino. Había algo que quería decirle, y estaba buscando la forma de hacerlo. Ella percibió el cambio de gesto y lo miró con curiosidad.
—¿Qué piensas? —preguntó.
—Leigh —dijo él con seriedad—, he estado dándole vueltas…
Ella lo miró con atención.
Ben hizo una pausa y evitó mirarla a los ojos.
—¿Qué? —dijo ella.
—No quiero seguir con esto.
Ella pestañeó.
—¿Con qué?
—Me retiro.
—Creía que ya estabas retirado.
—Quiero decir que voy a dejar de hacer lo que hago.
Leigh se reclinó sobre el respaldo de su silla.
—¿Y eso?
—No quiero hacerlo más.
—¿Y eso? —repitió. Él levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—Por ti.
—¿Por mí?
—Quiero tener una vida, Leigh. Perdí muchas cosas cuando me alejé de ti. Lo siento. Tenía que haber escuchado a Oliver. Deberíamos habernos casado cuando tú todavía querías. Fui un estúpido.
Ella no respondió.
—Cuando me dijeron que habías muerto, me di cuenta de algo. Me di cuenta de lo mucho que te sigo queriendo. Y de que nunca he dejado de hacerlo. —Extendió la mano sobre la mesa y tocó la suya—. ¿Me das una segunda oportunidad?
Ella lo miraba sin decir una palabra.
—No quiero volver a separarme de ti —dijo con sinceridad—. ¿Hay un hueco para mí en tu vida?
Leigh seguía muda.
—Me gustaría casarme contigo, Leigh. ¿Qué te parece?
—Estoy alucinada.
Él le soltó la mano y disimuló su nerviosismo jugueteando con la copa.
—No tienes que responder ahora.
—¿Me lo estás preguntando en serio? —dijo ella.
—Sí, te lo estoy preguntando en serio.
—Yo viajo mucho —dijo—, y mi trabajo es muy importante para mí. No es fácil vivir conmigo.
—Creo que puedo acostumbrarme a eso.
—¿Y qué hay de tu casa en Irlanda?
—La venderé —dijo sin dudarlo.
—¿Te vendrías a vivir conmigo a Mónaco?
—Francia me gusta —dijo él—. Me gusta el vino y la comida. Además, tengo una casa en París, así que Francia no supone un problema para mí.
—Pero te aburrirás sin nada que hacer.
—Encontraré cosas que hacer —dijo él—. Mejor dicho, ya sé lo que haré.
—Y odias la ópera.
Él hizo una pausa.
—Ahí me has pillado —dijo—. Tienes razón, odio la ópera. Especialmente, la ópera alemana y, muy especialmente, a Mozart.
Ella se echó a reír y, luego, se quedó callada mirándolo con profundidad.
—Quince años —dijo—. Ha pasado mucho tiempo desde que lo dejamos. Mucho tiempo para ponerse al día. Los dos hemos cambiado.
—Lo sé —dijo él—. Pero me gustaría intentarlo. ¿Lo pensarás?