Hotel Bristol, Viena, tres días después
Ben accedió al vestíbulo del lujoso hotel desde Kärtner Ring[10]. La ropa que llevaba le parecía demasiado nueva y rígida, y cada vez que se movía notaba una punzada de dolor en el costado.
El lugar estaba repleto de periodistas y fotógrafos. Sabía que Philippe Aragón y un ejército de gente a su servicio habían ocupado un piso entero como base para la serie de ruedas de prensa que los medios de comunicación pedían a gritos por todas partes. La redada policial en la mansión Von Adler había sido una de las noticias más importantes de los últimos años y Aragón era el centro de atención de aquella vorágine. Ben había evitado deliberadamente ver la televisión y escuchar la radio en tres días, pero ni siquiera así pudo evadirse del todo.
Aragón había estado moviendo más hilos entre bastidores durante aquellos tres días de los que la mayoría de los políticos podían llegar a mover en toda su vida. Contaba con una influencia de tal calibre que se pudo permitir desvirtuar ciertos detalles a ojos de la prensa. Los muertos que hubo en la mansión se atribuyeron a los hombres de Kroll. En cuanto a Ben y su equipo, nunca habían estado allí.
Tardaron cuarenta y ocho horas en limpiar aquella carnicería. No quedaba nada del helicóptero, excepto algunos fragmentos calcinados repartidos por el suelo del bosque debido a la explosión.
Tampoco había rastro alguno de Jack Glass. A la temperatura generada por el combustible en llamas, el tejido humano, dientes y huesos incluidos, quedaba reducido a cenizas. Ben lo había visto antes.
Atravesó el abarrotado vestíbulo del hotel y un hombre ataviado con un traje de raya diplomática salió a su encuentro. Tendría aproximadamente la misma edad que Ben, pero era calvo y estaba muy delgado. Le tendió la mano.
—Soy Adrien Lacan —dijo levantando la voz sobre el rumor general—, el asistente personal de Philippe Aragón. Me alegro de que haya podido venir, monsieur Hope.
Lacan acompañó a Ben hasta el ascensor. Algunos flases se encendieron a su paso, pero Ben mantuvo el rostro apartado de los objetivos. El personal de seguridad empujaba a los periodistas que empezaban a hostigarlos y entraron solos en el ascensor. Lacan pulsó el botón del último piso y el ascensor subió lentamente.
—Es de locos —dijo, sacudiendo la cabeza—. No había visto nunca algo así.
Las lujosas dependencias de Aragón eran un hervidero de asistentes: gente yendo y viniendo, hablando con dispositivos de manos libres, el jaleo de más teléfonos sonando de fondo. Sobre los escritorios había pantallas de televisión retransmitiendo distintos canales de noticias mientras la gente se agrupaba alrededor para verlos. Un montón de periódicos se apilaban sobre una mesa y dos mujeres los hojeaban y anotaban los titulares.
Ben entró en la agitada habitación y notó que las miradas se clavaban en él, preguntándose quién sería.
En medio de todo ese jaleo, Aragón estaba tranquilamente apoyado en el borde de una mesa mirando unos papeles y hablando por el móvil. Tenía el cuello de la camisa abierto y parecía descansado y activo, a pesar de la tirita que cubría los puntos de sutura en una ceja. Al ver a Ben sonrió, finalizó la llamada y cerró el teléfono. Dejó los papeles sobre el escritorio y le saludó calurosamente.
—No olvide que tiene una entrevista con la prensa en un cuarto de hora —le advirtió Lacan. Aragón lo despidió haciendo un gesto con la mano y cogió a Ben por el codo.
—Lamento todo este caos —dijo—. Vayamos a un sitio más tranquilo. —Guio a Ben entre la multitud hasta una habitación contigua más pequeña. Cerró la puerta y el ruido quedó amortiguado al instante—. Gracias por venir —dijo.
Ben observó al político. Se había recuperado como todo un guerrero. Parecía relajado y confiado, pero le notó algo distinto, una ferocidad que no había percibido antes. Parecía estar preparado y dispuesto para la batalla.
—Dijiste que era importante —respondió Ben.
—Lo es. Se trata de algo que necesito aclarar contigo antes de que te vayas. ¿Tu vuelo sale hoy?
Ben asintió.
—Dentro de unas horas.
—Irlanda —dijo Aragón—. Nunca he estado allí. ¿Cómo es?
—Verde —dijo Ben—. Vacía. Tranquila.
—A una parte de mí le encantaría poder retirarse a un lugar tranquilo —dijo Aragón, señalando con la cabeza hacia la puerta y el intenso ajetreo que bullía al otro lado—. Si lo hiciera ahora mismo, probablemente nunca querría volver. Eres un hombre afortunado.
Ben no se sentía un hombre demasiado afortunado.
—Siempre podrías dejarlo, Philippe —dijo—. Retomar tu antigua carrera. Los arquitectos no suelen atraer intenciones perniciosas. No los secuestran ni los ejecutan.
—Hablas como Colette, mi esposa.
—Será una mujer sensata —dijo Ben.
—Sin embargo, a ti te gusta vivir al límite, ¿no?
—Es una consecuencia de lo que hago.
—Has sido de gran ayuda para mí, Ben —dijo Aragón—. No lo olvidaré nunca.
Ben sonrió.
—No lo hice por ti.
—Aprecio tu franqueza, pero, en cualquier caso, te estoy agradecido. —El político metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pequeño sobre blanco—. Lo que me lleva al motivo por el que te he pedido que vinieras —dijo—. Quería darte esto.
Ben cogió el sobre de la mano que le tendía Aragón. Su nombre figuraba en la parte frontal con una impecable caligrafía.
Aragón lo señaló.
—Ábrelo. —Se apoyó en el respaldo de una silla con mirada divertida, esperando a que Ben lo abriera.
No había demasiado en su interior, tan solo un trozo de papel. Ben lo sacó. Era un cheque de la cuenta personal de Aragón, firmado por él y extendido a nombre del señor Benedict Hope. Le echó un vistazo a la cantidad. Tenía una línea entera de ceros.
—No lo entiendo —dijo Ben, levantando la vista—. ¿A qué se debe esto?
—¿Nunca te hablé de la recompensa? —contestó Aragón—. Ofrecía un millón de euros a quien me ayudase a encontrar a los asesinos de Roger. —Sonrió—. Tú me has ayudado. Los hemos encontrado. Es tuyo, disfrútalo.
Ben miró fijamente el cheque.
—Gracias, Philippe —dijo.
Aragón sonrió de nuevo.
—Arreglado, pues. Que tengas un agradable viaje de vuelta a casa. Espero que volvamos a vernos.
—Lo que sucede es que no puedo aceptarlo —remató Ben, devolviéndole el cheque a Aragón.
—¿No lo quieres?
Ben negó con la cabeza.
—¡Pero si te lo has ganado! —dijo Aragón.
—Ayuda con él a la viuda y los hijos de Sandy Cook —dijo Ben—. Puedes donar el resto a obras de caridad. Ya se te ocurrirá algo bueno que hacer con él.
Durante los veinte kilómetros de recorrido en taxi en dirección sudeste, camino del aeropuerto Wien Schwechat, Ben se quitó la cazadora nueva que se había comprado y se puso la vieja. Tras el cambio, se sintió un poco mejor. Encontró su petaca en un bolsillo y su teléfono en el otro. Lo encendió para comprobar si aún le quedaba algo de batería. Así era.
Llamó a Christa Flaig. Ella escuchó en silencio mientras él le comunicaba que la muerte de Fred había sido resarcida. Se ahorró algunos detalles.
—Lee los periódicos —dijo—. A lo mejor recibes la llamada de un policía, un tal Kinski. Puedes confiar en él.
Después de facturar, tenía una hora por delante y sabía exactamente en qué quería gastarla. Se sentó en un taburete del bar de la sala de embarque y pidió un whisky triple. Tardó muy poco tiempo en acabarlo, así que pidió otro. No se emborrachaba a menudo, al menos no del todo, pero ese día no le parecía un mal día para hacerlo, ni ese momento un mal momento para empezar. Sacó el paquete de Gitanes de su cazadora de cuero y encendió su Zippo. Cerró la tapa del mechero, dio una profunda calada del oscuro humo y lo dejó escapar por la nariz. Cerró los ojos e inmediatamente vio el rostro de Leigh en su cabeza.
El camarero lo localizó y se acercó a él.
—Tauchen verboten —dijo, señalando el cartel de prohibido fumar. Ben le lanzó una mirada que le hizo retroceder. Una mujer con un traje de chaqueta, sentada en la barra, chasqueó la lengua en señal de irritación, pero no dijo nada. Ben se acabó el whisky e hizo girar el vaso vacío sobre la brillante superficie de la barra. Pensó en pedir otro.
Empezó a sonar su teléfono. Lo dejó sonar unas cuantas veces y, luego, paró. Pidió el whisky. El camarero se lo sirvió de mala gana.
El teléfono empezó a sonar de nuevo. La mujer de la barra lo miraba fijamente, como si quisiera decir «Contesta a ese maldito chisme o apágalo». Suspiró con resignación y pulsó el botón de responder. No se oía bien. Parecía una voz femenina.
—¿Qué quieres, Eve? —Le había dicho que podía llamarlo alguna vez, pero no esperaba que fuera tan pronto.
—¿Quién es Eve? —preguntó la voz.
—¿Qué? —respondió él, confuso. Se tapó con el dedo el oído libre, tratando de mitigar el ruido del bar, la música y los continuos anuncios de vuelos.
—¡Soy Leigh! —gritó ella—. Soy Leigh.