Capítulo 61

Mientras subía los tramos de escaleras a toda velocidad, Ben no apartaba la vista del rastro de sangre. Con la mano izquierda se agarraba con fuerza a la pulida barandilla para ganar rapidez y con la derecha sujetaba la pistola.

Los charcos de sangre eran cada vez más frecuentes. Estaría malherido, pero Glass corría como un loco y seguía siendo extremadamente peligroso. Iba hacia el último piso.

Ben recorrió el trecho final; el corazón le retumbaba en el pecho. El rastro de sangre se dirigía al término del pasillo y lo siguió, haciendo un barrido a derecha e izquierda con el arma.

Al fondo del largo pasillo había una puerta abierta. A través del umbral alcanzó a ver unas cortinas que ondulaban con el viento y la nieve colándose por la cristalera abierta. Entró en la habitación. Todos sus sentidos estaban alerta. Por encima de los latidos de su corazón oyó un sonido inconfundible. A medida que penetraba sigilosamente en la habitación el ruido era mayor.

Procedía del exterior, del tejado. Era el agudo rugido de un potente motor revolucionado. Alguien estaba arrancando un helicóptero. Se acercó a la ventana.

Un estallido blanco le nubló la visión y, de repente, lo tenía encima. La pistola se deslizó por el suelo desnudo. Notó unos dedos que le rodeaban el cuello y lo levantaban con una fuerza sobrenatural. Logró atisbar una amplia frente y dos pequeños y fieros ojos que lo miraban desde arriba. Un inmenso puño golpeó su mandíbula y lo lanzó de espaldas, como si no pesara nada. Se estampó contra un escritorio y, con la caída, salieron despedidos papeles, carpetas, un cenicero y un teléfono.

Uno de los hombres más grandes que había visto en su vida caminaba tranquilamente hacia él.

—Estás muerto —se limitó a decir el gigante. Tenía un marcado acento sueco y empuñaba una Ruger Redhawk del 44, de acero inoxidable y con un cañón de veinte centímetros. Se la guardó en la parte trasera del cinturón—. No necesito esto —dijo levantando los puños.

Ben se levantó con dificultad. El estruendo del helicóptero en el tejado era cada vez mayor. Tenía sangre en los labios, a causa del puñetazo, y la cabeza le daba vueltas, pero hasta el cabrón más grande podía ser abatido. Se movió con rapidez y le asestó un golpe en el plexo solar que habría lisiado a la mayoría de los hombres.

El gigante apenas se inmutó. Un puño del tamaño de una cabeza voló hacia la cara de Ben y falló por los pelos. Si hubiese acertado, lo habría matado.

Aquello se estaba poniendo serio. Ben lanzó una patada a la ingle de su atacante. El gigante la bloqueó. Dirigió un golpe a su garganta. Otro bloqueo. Ben retrocedió, consciente de que se estaba quedando sin espacio en la habitación. A través de la ventana abierta, se escuchó una voz: el sonoro, agudo y aterrorizado grito de una niña. Buscó con la vista el origen del sonido. Procedía de un amplio espacio llano en la parte superior del edificio. El helipuerto estaba rodeado de chimeneas y tejados a dos aguas. El viento creciente arrastraba la nieve que se había depositado en ellos. A unos treinta metros, las luces del helicóptero arrojaban un haz blanco que se abría paso entre los copos de nieve mientras los rotores giraban cada vez más rápido.

Jack Glass tenía a Clara cogida del brazo y trataba de meterla en el helicóptero. Ella se resistía y pataleaba. Ben apretó con rabia los dientes; su camisa estaba oscura y llena de sangre.

Miró una fracción de segundo tarde. Una pesada bota lo golpeó en las costillas y notó que algo se rompía. Gritó mientras rodaba por el suelo, agarrándose el costado, y se refugió bajo el escritorio. El gigante levantó un extremo con la mano y lo volcó. Sacó un cajón y se lo rompió a Ben en la cabeza. El material de oficina que contenía salió por los aires. Algo brillaba en la alfombra. Un abrecartas con forma de daga. Ben se hizo con él y, cuando el gigante iba a arremeter de nuevo contra él, clavó la hoja en la bota.

Las botas de piel tenían refuerzos y la hoja del abrecartas era roma. Pero Ben la clavó con tal fuerza que atravesó el cuero hasta el pie, el pie hasta la suela y la suela hasta el suelo de madera. Lo clavó a un tablón como si de un insecto se tratara.

El gigante echó la cabeza hacia atrás y soltó un aullido de dolor. Ben se levantó con dificultad y le dio una patada en la ingle. Esta vez logró el efecto deseado y el hombre se dobló en dos. Ben le agarró por las pequeñas orejas y le propinó un rodillazo en la cara.

Fuera, Clara consiguió desembarazarse de Glass. Con el cabello ondeando por las fuertes ráfagas de aire provocadas por las aspas de los rotores, corrió hacia las ventanas. Resbaló en la nieve y cayó al suelo, pero se puso de pie rápidamente y continuó corriendo. Glass la perseguía. La agarró por el pelo y tiró de ella hacia atrás mientras la niña chillaba.

Mientras tanto, el gigante se tambaleaba, gemía de dolor e intentaba liberarse de su pie clavado. Ben arrancó de la pared un extintor de incendios y arrojó el pesado cilindro metálico sobre su cabeza. El hombre cayó al suelo de espaldas. Ben volvió a golpearlo con el extintor, esta vez en la cara, hasta que sintió náuseas al ver que el cráneo se hundía. El gigante empezó a tener convulsiones, sufrió una fuerte sacudida y, después, se quedó inmóvil.

Ensangrentado y herido, Ben le quitó la Ruger del cinturón. El tambor estaba cargado con seis gruesos cartuchos Magnum. Se dirigió jadeando hacia la cristalera abierta. Glass estaba arrastrando a Clara hacia el helicóptero. La levantó y la cogió en volandas mientras sus pequeñas piernecitas pataleaban con fuerza.

Ben subió corriendo al tejado, ignorando el dolor de su costilla rota. Apuntó con el pesado revólver y gritó a Glass por encima del bramido del helicóptero. Glass se cubrió con el cuerpo de Clara y presionó algo contra el cuello de la niña. Tenía el pulgar sobre el émbolo de una jeringuilla.

—¡La mataré! —gritó—. Tira la pistola.

Ben tiró el revólver y le dio una patada para alejarlo. Glass sonrió, a pesar del dolor, y empujó a la niña al interior del helicóptero. Todavía con la jeringa en su cuello, la esposó al reposabrazos metálico del asiento. Ben observaba con impotencia. Glass se sentó a los controles. Había aprendido a volar en África y era un buen piloto, así como lo bastante temerario como para despegar en la nieve. Lo cierto es que Jack Glass siempre había estado loco. Y orgulloso de ello.

El helicóptero levantó un poco el vuelo. Ben pudo ver el rostro de Clara desencajado al otro lado de la ventanilla. Tenía la boca abierta en un grito que no se oía, ahogado por el estruendo y el viento ensordecedor.

Atravesó la pista corriendo y recogió el arma del suelo, pero no se atrevió a disparar. El helicóptero provocaba a su alrededor un remolino de copos de nieve que dificultaba enormemente la visión.

Miró a su alrededor, desesperado, mientras el helicóptero giraba despacio sobre sí mismo. En el extremo del tejado había un parapeto de piedra de algo más de un metro de alto. Corrió hacia él y se subió encima de él. Se metió el largo cañón del revólver en el cinturón y se estabilizó con las manos. Había mucha altura. El helicóptero bajó la nariz cuando Glass aumentó la velocidad.

Ben se lanzó al vacío. Por un instante flotó en el aire. Debajo de él, los focos de la mansión resplandecían. Vio las luces intermitentes de los coches de policía que se amontonaban en el camino. La fiesta se había convertido en un auténtico caos.

Empezaba a caer cuando una de sus manos se aferró al frío metal de uno de los patines de aterrizaje. La nave viró a la derecha, apartándose de la casa. El viento ensordecedor agitaba su cabello y su ropa mientras oscilaba suspendido en el aire. Alargó el otro brazo y consiguió agarrarse con ambas manos al patín mientras alzaba las piernas para tratar de subirse. Bajo él, el suelo giraba vertiginosamente.

Glass notó que el helicóptero se desequilibraba con el peso de Ben. Desde la cabina podía verlo colgado, tratando desesperadamente de escalar hasta la puerta lateral.

Sonrió y desvió el helicóptero hacia la casa. No podía deshacerse de él, pero podía arrastrar a aquel cabrón.

En la oscuridad de la parte superior de la mansión se elevaba el largo cañón de una chimenea. Glass se dirigió hacia ella. Ben atisbo el enladrillado que se precipitaba sobre él. Levantó bien las piernas y el helicóptero crujió al golpearse contra el tejado. Glass lo hizo virar de nuevo, pero los brazos de Ben siguieron aferrados al patín, desafiando la gravedad.

Se acercaron de nuevo a los tejados. Esta vez, las piernas de Ben se arrastraron con violencia por una pendiente de tejas, algunas de las cuales se soltaron y cayeron al suelo. Glass volvió a ladear el helicóptero, riendo a carcajadas. Una pasada más y dejaría a Hope aplastado como un insecto a lo largo de cinco metros de mampostería. Pero hizo el movimiento demasiado pronto. El rotor de cola alcanzó el lateral del tejado y se produjo una lluvia de chispas y metal retorcido. El helicóptero se sacudió. Los controles enloquecieron y la nave empezó a girar alejándose de la casa en dirección a los árboles.

Ben ya tenía un pie sobre el patín. Con mucho esfuerzo alcanzó la puerta lateral y la abrió. Se arrojó al interior de la cabina mientras el helicóptero, fuera de control, daba vueltas sobre las copas de los árboles y sus luces proyectaban desenfrenados círculos sobre los pinos nevados y las ramas desnudas de robles y hayas.

Glass se abalanzó sobre él para clavarle la aguja letal. Ben la esquivó, golpeando su muñeca contra la consola de controles y la jeringuilla cayó al suelo. Los dos hombres forcejearon sobre los asientos, empujándose y golpeándose. Ben hundió sus dedos en el corto cabello de Glass y aplastó su cara contra los mandos, una y otra vez, hasta que quedó completamente ensangrentada.

El helicóptero estaba cayendo y giraba cada vez más rápido. Glass levantó el brazo hacia atrás y le clavó los dedos en la mejilla. Ben lo empujó contra la puerta, le dio un puñetazo en la boca y volvió a golpearle la cabeza contra los mandos. Glass se derrumbó sin fuerzas sobre el asiento, mientras el helicóptero se inclinaba violentamente y caía dando vueltas.

Ben intentó recuperar el control, pero no pudo hacer nada. El helicóptero giró durante cien metros más antes de estrellarse. Los rotores se desintegraron y salieron despedidos por el aire. Los trozos retorcidos cayeron rompiendo ramas y destrozando el fuselaje. El motor se había parado y Ben se golpeaba contra el suelo y el techo mientras la nave giraba una y otra vez.

Por las ventanillas, a unos diez metros de altura, pudo ver el suelo nevado acercándose a ellos vertiginosamente. El impacto lo arrojó contra los instrumentos.

La nariz del helicóptero quedó enterrada en un montículo de nieve. En el exterior, llovían ramas rotas y fragmentos metálicos.

Glass yacía sobre la consola de controles. Por detrás de los discos empezaron a salir chispas y Ben percibió un fuerte olor a combustible de aviación.

Se levantó magullado hacia la parte superior de la oscura cabina destrozada. Por encima de él, Clara estaba encajada entre los asientos tirando desesperadamente de la cadena que sujetaba su muñeca al tubo metálico del asiento. Sangraba por el labio.

Ben oyó un chasquido y miró hacia atrás. Las llamas se extendían por los controles y los asientos delanteros. En cuestión de segundos el helicóptero iba a explotar.

Tiró de la cadena de las esposas, que relucía con la luz de las llamas. Clara estaba descompuesta, el cabello le cubría toda la cara. Tiró con más fuerza para tratar de liberar su pequeña muñeca del brazalete de acero, pero lo tenía muy ajustado a la piel.

Las llamas los alcanzarían de un momento a otro. Ben corrió hasta el cuerpo desplomado de Glass y rebuscó en su ensangrentado esmoquin para coger la llave de las esposas. No estaba allí. El calor era cada vez más insoportable. Una llamarada rozó la espalda de Ben y quemó su chaqueta. No había tiempo. Aquello iba a explotar de un momento a otro.

Sobreponiéndose al dolor y al miedo, lo recordó: La pistola. Extrajo el arma del cinturón y apoyó el cañón contra la argolla que rodeaba el tubo del asiento. El fuego le había llegado ya a la manga. Apretó el gatillo.

El ensordecedor ruido del disparo silenció todos los demás. Durante unos instantes, Ben se quedó desorientado, perdido en un mundo surrealista donde solo se oía aquel agudo pitido que retumbaba en su cabeza.

Otra llamarada de fuego líquido recorrió el interior ennegrecido del helicóptero y, en ese momento, recobró la consciencia. Clara estaba libre, con la cadena rota colgando de las esposas que rodeaban su muñeca. Se arrastraron por la cabina hasta la puerta. Ben dio una patada con todas las fuerzas que le quedaban y la abrió. Cogió a la niña del brazo y se deslizaron por el hueco justo antes de que el fuego engullese toda la cabina.

Con paso vacilante, la arrastró por la nieve para alejarse de allí. Antes de que hubiesen avanzado más de veinte metros, el bosque que dejaban atrás se cubrió repentinamente de una luz blanca. Ben se resguardó tras un roble, protegiendo el cuerpecito de Clara con el suyo, mientras los tanques de combustible reventaban como consecuencia del calor y el helicóptero explotaba en una enorme nube de abrasadoras llamas. El cielo nocturno se iluminó y los árboles se encendieron, mientras montones de escombros ardiendo salían despedidos en todas direcciones. Clara se puso a llorar y Ben la estrechó con fuerza.