A Jack Glass ya le habían disparado antes. Muchas de veces. Mientras siguiese activo y en movimiento, el juego continuaba. Iba a hacer falta algo más que una bala de una pistola de mujer para detenerlo. Sabía que tenía la clavícula rota, pero estaba preparado para ignorar el dolor si así conseguía llevar a cabo su cometido.
Subió torpemente las escaleras, presionándose el hombro con la mano para detener la hemorragia. Llegó al tercer piso, se apoyó contra la barandilla y miró hacia abajo. Vio una sombra oscura, dos pisos más abajo, que se movía deprisa escaleras arriba. Hope iba a por él otra vez. El puto rastro de sangre lo delataba y no podía hacer nada al respecto. Tenía que seguir adelante, olvidarse del dolor.
Sonrió. Él y Hope compitiendo. Era como volver a estar en las pruebas de selección del SAS. Aunque esta vez él llevaba ventaja y sabía cómo utilizarla. El viejo estaba jodido, el barco se estaba hundiendo. Pero Jack Glass no se iba a hundir con él.
Llegó hasta el último piso y recorrió el pasillo con tenacidad, empapado en sudor y sangre. Las puertas de la buhardilla quedaban a su izquierda. El papel de las paredes estaba despegado y las alfombras raídas. Hacía frío allí arriba, lo cual enfriaba el sudor que le resbalaba por todo el cuerpo. Abrió una de las puertas que había a la derecha y entró en la habitación. Encontró lo que estaba buscando y se colocó el pequeño maletín de cuero bajo el brazo.
—Jefe, ¿está usted bien?
Era el sueco. Aunque tenía una cara inexpresiva, esta vez parecía ligeramente alarmado al ver la sangre en la camisa de Glass.
Glass se volvió.
—Nunca he estado mejor —masculló dolorido.
Para mirar a casi todo el mundo, Glass solía tener que bajar la cabeza. Pero Björkmann, el sueco, le superaba en casi diez centímetros. Además, era un hombre muy corpulento. Tenía el cuello más ancho que la cabeza, tan grueso como el muslo de Glass. Ciento cuarenta kilos de fornida masa muscular, con el pelo rapado rematado en punta y muy poco cerebro. El tipo de hombre que a Glass le gustaba tener en su equipo. El enorme revólver Ruger parecía un juguete en su robusto puño.
—Todo el mundo se está volviendo loco allí abajo —dijo Björkmann en su alemán mal hablado—. ¿Qué pasa?
—Alguien se ha colado en la fiesta —respondió Glass. Se secó el sudor frío de los párpados y notó un crujido en su clavícula rota. Los dientes le castañeaban—. Necesito que me cubras las espaldas, Christian. Hay un tío que viene hacia aquí. Ya sabes lo que tienes que hacer. Volveré a por ti, ¿de acuerdo?
El gigantesco hombre asintió despacio.
—Claro, jefe.
Glass se quedó viendo a Björkmann marcharse pesadamente por el pasillo. Sonrió y dejó la huella sangrienta de su mano al abrir la puerta de la habitación de Clara Kinski.
La niña estaba agazapada en un rincón, acurrucada contra la pared, con la cabeza levantada y mirándolo con expresión de terror. Glass sacó la jeringuilla del maletín de cuero. Le arrancó el tapón al extremo de la larga aguja y lanzó al aire un pequeño chorro del veneno letal.
—Ahora el tío Jack va a cuidar de ti —dijo.
Avanzó unos pasos y Clara comenzó a chillar.