La cripta estaba bañada por la ondulante luz dorada de las velas y el aroma a cera caliente. La luz vacilante perfilaba los contornos de los símbolos antiguos que había grabados en las paredes de piedra y de las tres inmensas columnas que dominaban la estancia. De las paredes de piedra colgaban intrincados tapices que representaban los emblemas esotéricos de la Orden de Ra. En lo alto brillaba la cabeza de carnero dorada, y sus cuernos en espiral arrojaban sombras fantasmagóricas que atravesaban el techo abovedado.
Una fila de hombres accedió por una entrada en forma de arco. Caminaban en silencio, con solemnidad, en fila de a uno y con la cabeza ligeramente inclinada, como si estuvieran en una procesión o un funeral. Cada uno de los hombres tenía un sitio asignado y, de manera ordenada, formaron un semicírculo en el centro, entre las columnas. Como una línea de viejos soldados, se quedaron quietos frente a la extraña plataforma, en cuyo centro se alzaba un largo poste de madera del que colgaban unas cadenas.
Kroll y Glass entraron los últimos en la cripta. Se quedaron al final, ligeramente apartados. Nadie hablaba. Kroll echó un último vistazo a su reloj. Estaba a punto de empezar.
La pesada puerta de hierro se abrió y aparecieron tres hombres de la profundidad de las sombras que, a medida que se acercaban, fueron iluminándose con la tenue luz. Todo el mundo reconoció el rostro de la persona que iba en medio. Philippe Aragón tenía un corte en la ceja izquierda y su camisa estaba manchada y arrugada. Los dos encapuchados que lo custodiaban lo llevaban sujeto con fuerza por los brazos. Una mordaza de cuero le recorría la boca. Con los ojos desencajados y mirándolos fijamente, registró una y otra vez el hemiciclo de hombres trajeados que habían acudido para verlo morir.
Caminaron despacio hasta el poste de madera. Aragón se resistió cuando le sujetaron los brazos a la espalda y le dieron tres vueltas a la pesada cadena alrededor de la cintura. Las rodillas le flaquearon ligeramente. Una vez aseguradas las cadenas, los encapuchados se dieron la vuelta y regresaron solemnemente a la oscuridad del altar. Uno a cada lado, permanecieron ocultos en la sombra.
El único sonido que se oía en la cripta era el eco metálico de las cadenas provocado por Aragón en su débil intento por liberarse de ellas. Todas las miradas estaban puestas en él.
Glass sonrió para sus adentros. Siempre disfrutaba de este momento. No le importaba una mierda, ni en un sentido ni en otro, lo que Aragón pudiese representar, por lo menos, no más de lo que le importaban los demás. Simplemente le gustaba la idea de lo que iban a hacerle. Tal vez algún día, fantaseó, se lo hicieran a una mujer. Eso estaría bien. Tal vez el viejo le permitiese hacerlo él mismo.
La puerta de hierro chirrió de nuevo y el verdugo atravesó la plataforma. Una túnica negra lo cubría de la cabeza a los pies. En las manos llevaba un objeto largo enrollado en un paño de satén color escarlata. Retiró la tela y la vibrante luz del fuego se reflejó en la hoja del cuchillo ceremonial. Se dirigió al prisionero.
Kroll comenzó a hablar, y su voz resonó en toda la cripta.
—Philippe Aragón, ¿tienes algo que decir antes de que se ejecute tu sentencia? —dijo haciendo un gesto hacia el verdugo. El encapuchado alargó la mano y cortó la mordaza de Aragón, quien, colgando del poste y respirando con esfuerzo, miró a Kroll con los ojos enrojecidos y escupió en su dirección.
Kroll se volvió hacia el verdugo.
—Arráncale el corazón —dijo con serenidad.
El verdugo no vaciló, y, al levantar el cuchillo sobre su cabeza, la afilada hoja resplandeció enalteciendo el siniestro momento.
Los doce hombres observaban la escena como hipnotizados. Glass sonrió muy atento a lo que iba a ocurrir y los labios de Kroll se contrajeron en una leve sonrisa. El cuchillo realizó su trayectoria con un rápido movimiento. Aragón dejó escapar un grito mientras la hoja se clavaba.
El cuchillo se había clavado junto a su cabeza, en el poste de madera.
El verdugo soltó la empuñadura y se quedó parado, tembloroso.
Kroll dio un paso adelante con expresión de extrañeza. Algo iba mal.
El verdugo se apartó del prisionero. Metió rápidamente la mano bajo la túnica y sacó una 9 mm con silenciador.
El grueso cañón cilíndrico se dirigió hacia el grupo de espectadores.
Glass reaccionó al instante, tratando de desenfundar su propia pistola. Una ráfaga de disparos silenciados repiqueteó en las piedras blancas y negras a los pies de Glass, y este dejó caer su arma.
Parte del equipo de rescate apareció en el lugar. La luz de las velas alumbraba sus pequeñas armas automáticas. O’Neill y Lambert. Dos figuras más aparecieron tras las columnas de piedra. Delmas y Cook. Lambert escaló el poste de madera y soltó las cadenas que ataban a Aragón.
Ben se quitó la capucha y sacudió los hombros para deshacerse de la túnica de verdugo, que se escurrió hasta caer al suelo. La apartó de una patada.
Podía sentirse el pánico entre los adeptos de Kroll, que miraban a su líder, con los ojos muy abiertos, a la espera de una orden o una explicación.
El asombro había dejado a Kroll estupefacto. Ben lo miró con una gélida sonrisa. Resuelve esto pensó. El plan improvisado había salido bien. No había resultado muy difícil neutralizar a los guardias y tomar el control de la cripta que había bajo la iglesia minutos antes de que Kroll y su gente llegasen. El auténtico verdugo yacía muerto en un almacén, junto con los demás.
Jack Glass miraba a Ben con un odio incontenible en los ojos. Aunque estuviera desarmado, seguía siendo el hombre más peligroso de la habitación. Ben no dejó de apuntarlo con su Heckler & Koch mientras lo vigilaba por encima del cañón de la pistola. El percutor estaba retirado, el seguro quitado, y tenía el dedo en el protector del gatillo. Solo tenía que apretar ligeramente para que el percutor empujase la bala dentro de la recámara, lo que provocaría la ignición del fulminato en el cebo y lanzaría la bala de 9 mm y punta hueca a través del corto cañón. Alcanzaría el cuerpo de Glass en menos de una centésima de segundo. La bala se dilataría y explotaría en un millón de afiladas esquirlas de aleación de plomo y cobre, que horadarían el interior de su cuerpo formando infinitos túneles de inerte viscosidad.
Acarició con el dedo la superficie suave y curva del gatillo. Tenía la vista fija en Glass. Dejó que las miras se desdibujaran.
Una bala por lo de Oliver. Otra por lo de Leigh. Y aún le quedarían otras quince en la recámara. No iba a parar hasta que el último casquillo hubiese caído al suelo y el arma caliente se bloqueara en sus manos mientras Glass y Kroll yacían destrozados, retorcidos y reventados en un lago formado por la mezcla de la sangre de ambos. Su corazón se aceleró con solo pensarlo. Sintió que los ojos le ardían. Vio la sonrisa de Leigh en su cabeza. Le dolía la garganta.
—Ben —dijo una voz a su izquierda—. Miró de soslayo sin dejar de apuntar a Glass. Aragón lo miraba muy serio.
—No lo hagas —le dijo.
Ben negó con la cabeza. Su dedo tanteó el gatillo. Solo apretar.
—Esto no es lo que acordamos —dijo Aragón suavemente—. No somos asesinos.
Sólo apretar. La pistola comenzó a temblar en la mano de Ben.
—Serán arrestados y pasarán el resto de su vida entre rejas —dijo Aragón—. Eso es lo que me prometiste. Una bala en la cabeza no es justicia. Ben dejó escapar un suspiro de frustración. Apartó el dedo del gatillo, le puso el seguro y bajó la pistola.
Glass sonrió. Kroll seguía mirando a Ben con incredulidad, con su marchita boca medio abierta como si las palabras se le hubieran quedado ahí atascadas. Los acólitos de Kroll seguían paralizados cuando los cuatro miembros del equipo salieron de entre las sombras con las armas al hombro. El rostro de todos ellos estaba pálido como las losas blancas del suelo. Los ancianos, demacrados, tenían los ojos muy abiertos y la frente empapada en sudor.
Emil Ziegler se tambaleó súbitamente. Su cara se contrajo con un ademán de agonía y se llevó la mano al hombro izquierdo. Se derrumbó entre convulsiones. Acababa de sufrir un ataque al corazón.
Cook era médico. Se echó la MP-5 a la espalda, salió corriendo hacia él y se dejó caer de rodillas.
Ziegler movió el brazo y Cook cayó de espaldas con una expresión de absoluta sorpresa. Acto seguido, la sangre empezó a brotarle de la garganta degollada. El grueso puño de Ziegler aún sostenía el estilete.
La capilla se llenó de gritos y de nervios. O’Neill y Lambert querían vaciar sus MP-5 sobre Ziegler. Aragón les ordenaba que no disparasen: «No disparéis». Ben pudo ver, de soslayo, que el borde de uno de los tapices ondeaba entre las sombras. Apartó la vista del cuerpo de Cook y miró a su alrededor.
Glass y Kroll ya no estaban allí.