Capítulo 54

Mansión Von Adler, aquella noche

La luz del interior podía verse a través de las ventanas de la mansión, y unos focos iluminaban la fachada y el terreno nevado hasta unos cien metros de distancia. Los invitados iban llegando al lugar en un flujo constante. Sus coches eran opulentos, las curvas de los Ferrari y la carrocería de los Bentley brillaban bajo los focos incrementando su majestuosidad. Porteros de uniforme daban la bienvenida a los asistentes y los hacían pasar, mientras los chóferes aparcaban sus vehículos en el lateral de la casa.

En el interior de la mansión, el inmenso vestíbulo de entrada, solado de mármol, estaba repleto de gente. Camareros vestidos con esmoquin blanco recorrían el lugar con bandejas plateadas llenas de copas de champán, o servían cócteles y martinis secos en el bar. Una selección de canapés y sofisticados aperitivos tapizaba las alargadas mesas.

Los invitados iban vestidos para la ocasión; los hombres vestían sobrios trajes de etiqueta, mientras que las mujeres que llevaban del brazo habían aprovechado la oportunidad para lucir exclusivos vestidos e impresionantes joyas. Los collares de diamantes relucían como el hielo. El sonido de las botellas descorchándose, las risas y la música ascendían hasta los altos y ornamentados techos. Al otro lado de las grandes puertas del fastuoso salón de baile, un cuarteto de cuerda interpretaba su primera selección de valses y algunas parejas bailaban en la pista.

Lejos de la casa, los guardias de la verja paseaban arriba y abajo sobre la nieve, dándose pataditas en los tobillos y frotándose las manos enguantadas para mantener el calor. Uno de ellos se quitó el auricular cuando las luces de un coche iluminaron la helada carretera. Un Jaguar negro se detuvo ante la verja. El guardia se acercó mientras la ventanilla del conductor se bajaba. Se inclinó y miró en el interior del coche. Dentro había cuatro hombres, todos aparentemente bien vestidos bajo sus abrigos. Eran algo más jóvenes que la mayor parte de los invitados masculinos; rondaban los treinta y muchos o los cuarenta y pocos.

Guten Abend, meine Herren —dijo el guardia, esperando a que sacaran sus invitaciones.

Las manos de los recién llegados buscaron en sus bolsillos. El guardia recogió las cuatro invitaciones y se apartó del coche, acercándose a la luz de la garita para comprobarlas. Sacudió la cabeza. Había un problema con ellas.

Regresó de nuevo hacia el Jaguar.

Eso fue lo último que hizo.

Ben recogió su cuerpo inconsciente antes de que pudiese dejar alguna marca sobre la nieve. Se oyó un grito amortiguado procedente del lateral de la garita. El segundo guardia se disponía a coger su radio cuando la puerta trasera del Jaguar se abrió. Un pasajero salió del coche y disparó dos veces con su H&K provista de silenciador. El guardia se derrumbó sin hacer ningún ruido y cayó de espaldas en el interior de la garita.

El pasajero del asiento de atrás se llamaba Randall. Era un antiguo miembro del regimiento, muy agudo y de complexión robusta. Ben lo había entrenado años atrás y confiaba plenamente en él. El acento alemán le venía por parte de madre y eso lo convertía en la perfecta elección para ocuparse de la entrada y de dar la bienvenida a los invitados rezagados. Bryant, el enjuto y moreno ex paracaidista de Lancashire, había sido escogido para cubrirlo.

Se movieron con rapidez y dejaron a los guardias en el suelo de la caseta. Randall y Bryant se quitaron los abrigos y las chaquetas de sus esmóquines y se pusieron los uniformes de los guardias.

Ben se dirigió hacia el Jaguar y se sentó al volante. En el asiento del copiloto iba Jean Gardier, un ex miembro del GIGN[9] de Louis Moreau. Era el más joven del equipo y lo habían reclutado apresurada pero cuidadosamente en la residencia de Aragón. Gardier era elegante y atractivo; tenía el cabello negro y rizado y una amplia y blanca sonrisa que lo acompañaba siempre. Se mezclaría sin problema entre la multitud de la fiesta. Con lo que el jefe de seguridad de Aragón le había contado acerca de Gardier, Ben podía estar seguro de que cumpliría con su trabajo a la perfección.

Las verjas se abrieron con un sordo zumbido metálico y el coche entró. Recorrió el camino hacia la iluminada mansión tan despacio que apenas se oía el susurro del motor.

A medida que se acercaban, la casa se iba haciendo más grande bajo el cielo nocturno. Cada hoja de hiedra que cubría la inmensa fachada estaba iluminada como si fuese de día. Ben abrió un pequeño maletín y sacó unas gafas de montura ovalada con cristales sin graduar. Se las puso.

Llevó a cabo una última comprobación de su auricular antes de salir del vehículo y entregar las llaves a un aparcacoches. Gardier lo siguió hacia la casa. Los porteros les dieron la bienvenida en la entrada. Ben dejó que uno de ellos cogiese su largo abrigo negro. Entraron y, sin mirarse siquiera, se separaron para escabullirse entre la gente.

La temperatura en el interior del vestíbulo era agradable, y la música y las animadas conversaciones llenaban el ambiente. Un camarero con una bandeja llena de copas pasó junto a Ben, que cogió al vuelo una sin hacer que se detuviera. Se la llevó a los labios y bebió el champán helado. Se quedó en un rincón del enorme vestíbulo mirándose en uno de los grandes espejos de marco dorado que adornaban las paredes. El esmoquin negro le sentaba bien, y estaba irreconocible con aquellas gafas y el pelo teñido de un castaño más oscuro que su color natural. Unos cambios tan sutiles habían sido suficientes para cambiar su aspecto con gran eficacia y naturalidad. Kroll y Glass lo reconocerían si se acercaban a él, pero, si tenía cuidado, podría pasar desapercibido; al menos, por el momento. Aún tenía que adentrarse en el lugar.

Probó un canapé de una mesa auxiliar y se limpió delicadamente los labios con una servilleta.

—Probando —dijo, discretamente, tapándose con la servilleta. La voz de Gardier le respondió al instante.

Echó un vistazo a su alrededor con actitud despreocupada. El vestíbulo era lo bastante grande como para albergar un pequeño avión a reacción. Del centro salía una amplia escalera, cubierta por una alfombra roja, que conducía a un rellano con un alto techo abovedado, drapeados de satén y un inmenso cuadro dramático que le pareció de Delacroix.

A partir del rellano, acordonado con cinta de seda dorada, la escalera se dividía en dos y formaba una majestuosa curva ascendente que conducía al primer piso. Había dos guardias muy discretos controlando el pie de la escalera, con las armas y las radios convenientemente ocultas.

Ben se paseó tranquilamente hasta llegar al salón de baile y se detuvo a escuchar al cuarteto de cuerda. Había perdido de vista a Gardier.

Observó a los invitados que había a su alrededor. La mayoría pertenecían a la alta sociedad; ricos hombres de negocios acompañados de señoras que solamente estaban allí por la fiesta. Ninguno tenía idea del verdadero motivo de aquella reunión: el sanguinario asesinato ritual que iba a tener lugar delante de sus narices mientras ellos bebían champán y degustaban canapés.

Pasó un camarero con una bandeja repleta de bebida y Ben cogió otra copa de champán. En ese momento vio a Kroll. Caminaba con rapidez hacia donde él estaba. Por un instante, la pareció sentir los oscuros ojos del anciano clavados sobre él. Se giró lentamente con intención de alejarse, tratando de controlar la oleada de adrenalina que recorría todo su cuerpo, bebiendo de su copa y sintiéndose totalmente expuesto. Mientras fingía admirar las obras de arte de la pared, notó que Kroll pasaba a medio metro de él. Ben recuperó el aliento cuando la estrecha espalda del viejo desapareció entre la multitud.

Cuando estaba viendo a Kroll alejarse, tuvo la repentina e incómoda sensación de que alguien lo observaba. Se dio la vuelta. Había una mujer al otro lado de la pista de baile con una copa en la mano. Sola. Sus miradas se cruzaron por un instante entre las parejas que bailaban. Ella pareció fruncir el ceño, como si lo estuviese analizando con vacilación.

Tenía un largo cabello rubio recogido con un broche de diamantes, y un sugerente vestido de fiesta, con la espalda descubierta, resaltaba su esbelta figura. Aun con todo ese maquillaje y con aquella peluca, no cabía duda de quién era. Eve se marchó y Ben la perdió de vista. Se preguntaba si en aquella mirada había un atisbo de reconocimiento. Si podía confiar en ella o no. Si, en cualquier caso, podía hacer algo al respecto.

Miró hacia atrás, hacia la doble puerta que daba acceso al vestíbulo. Los guardias se habían apartado del pie de la escalera. Consultó su reloj; faltaban nueve minutos para las nueve. Tosió suavemente, llevándose la mano a la boca, mientras salía del salón de baile.

—Distracción —dijo discretamente con la mano ahuecada.

Dos segundos más tarde se oyó un gran estruendo al fondo. Un camarero había tropezado y toda una bandeja de copas se había desparramado por el suelo. Uno de los invitados, un joven con una espesa cabellera rizada, se disculpaba por su torpeza cuando otros dos camareros aparecieron corriendo con una escoba y rollos de papel de cocina. Se formó un murmullo alrededor de la zona. Los camareros se pusieron a limpiar el desastre y, poco después, todo había quedado como estaba. Sin embargo, aquel contratiempo le había dado a Ben el tiempo que necesitaba. Sonrió ante la hazaña de Gardier mientras se dirigía rápidamente a las escaleras y subía a toda velocidad hasta el primer rellano. Miró hacia atrás. Se coló bajo el cordón de seguridad. Nadie lo vio hacerlo. Se quitó las gafas y se las metió en el bolsillo de la chaqueta del esmoquin.

Esperaba que O’Neill, Cook, Lambert y Delmas estuvieran en las posiciones que tenían asignadas en el exterior. ¿A cuántos guardias tendrían que neutralizar? Todo parecía estar yendo bien… de momento.

—¿Cómo va lo de la iglesia? —susurró al auricular cuando estaba llegando al primer piso.

Silencio. Unas leves interferencias en el oído antes de escuchar la respuesta.

—No hay manera de entrar desde fuera.

Reconoció la voz ronca de Delmas, otro de los hombres del GIGN de Moreau. De todas formas, era lo que esperaba.

Exploró los pasillos en busca de los puntos de referencia que había memorizado del vídeo de Oliver. Aquello le resultaba familiar, pensó mientras se detenía frente a un hueco en la pared un poco más alto que él y con una cúpula en la parte superior. Albergaba una pieza egipcia sobre un pedestal de mármol: la máscara faraónica negra y dorada que Oliver había captado, sin querer, en su grabación. Se estaba moviendo en la dirección correcta.

Pero aquel lugar era un laberinto. A su izquierda se extendía otro largo pasillo lleno de antigüedades y más pinturas con marcos dorados. Miró de nuevo el reloj. El tiempo pasaba rápido.

Un recurrente y escalofriante pensamiento lo asaltó de nuevo. ¿Y si estaba equivocado?

Probó con una puerta. Estaba cerrada. Siguió hasta la siguiente y se la encontró abierta. Giró el pomo dorado. La puerta chirrió mientras él se colaba en el interior. La dejó ligeramente entornada. Mientras dejaba que sus ojos se habituaran a la oscuridad, atravesó la habitación. Se golpeó en la cadera con algo pesado y duro y extendió la mano para palparlo.

Era una mesa de billar. La sorteó y caminó hasta una puerta de cristal iluminada por la luna. Abrió el pestillo. Salió al balcón de piedra y sintió un repentino golpe de aire frío. Examinó el terreno nevado. Ni rastro de su equipo. Bien, no debía haberlo; aquellos hombres estaban entrenados para ser invisibles.

Cogió una diminuta linterna de su bolsillo interior y lanzó dos destellos.

A su señal, cuatro figuras oscuras salieron de sus escondites y se deslizaron por el jardín hasta el lateral de la casa. Se reunieron bajo la ventana. No había guardias que los pudieran sorprender. Ben sabía perfectamente que eran los guardias quienes debían ser sorprendidos. Un garfio recubierto de goma voló sobre la barandilla del balcón y se ancló a ella. Ben aseguró la cuerda y le dio un tirón. Vio que se tensaba cuando el primer hombre la puso a prueba con su peso.

Detrás de él, una luz clareó la habitación. La silueta de un hombre se dibujó en la puerta.

Was machen Sie da? —dijo una voz áspera.