En las afueras de Viena, a la mañana siguiente
Se preguntó si el lugar que Glass había escogido como punto de encuentro se ajustaba al concepto que él tenía de una broma.
Una gruesa y gélida manta de niebla había descendido sobre el lago. Apenas se podía distinguir la superficie congelada desde donde estaba. Describió un arco en la ventanilla para eliminar la condensación y sus dedos rechinaron al frotar el frío cristal. Se recostó en el asiento. Aún no había rastro de ellos. Tras él, al otro lado de la división de contrachapado, su cargamento guardaba silencio y así sería durante unas cuantas horas más, hasta que el efecto de la droga hubiese desaparecido.
Ben no tuvo que esperar mucho tiempo más. Los vio venir desde lejos; los potentes faros de dos coches grandes atravesando la bruma. Se desviaron de la carretera y avanzaron dando botes por el camino (lleno de barro, nieve medio derretida y juncos), hasta la zona donde él estaba aparcado. A medida que se acercaban, podía distinguirlos con mayor claridad. Dos Mercedes negros, iguales. Cada uno se detuvo a un lado de la furgoneta, bloqueándola el paso. Las puertas se abrieron. Glass y cinco tipos más se bajaron de los coches echando vaho por la boca.
Ben aguzó la vista. No veía a Clara en ninguno de los dos coches. En realidad, no albergaba demasiadas esperanzas de verla. Abrió la puerta de la furgoneta y salió a su encuentro. Arrojó a la nieve su cigarrillo, que se apagó al momento con la humedad. Glass lo estaba mirando con los brazos cruzados. Tenía el rostro enrojecido por el frío.
—¿Y bien? —dijo. Su voz sonaba apagada entre la niebla.
—¿Y bien? —repitió Ben.
Glass frunció el ceño.
—¿Lo tienes?
—He hecho lo que acordamos. ¿Dónde está Clara Kinski?
Glass miró hacia atrás e hizo una señal a sus hombres. Durante un momento, Ben creyó que iban a abrir el maletero de uno de los coches y a sacarla. En lugar de eso, avanzaron hacia él y lo sujetaron por los brazos. Él no se resistió. Le dieron la vuelta y lo empujaron sobre el lateral de la furgoneta. Lo cachearon y le quitaron la pistola.
—¿Dónde está Clara? —insistió, con voz tranquila y serena.
Uno le puso una pistola en la cabeza mientras los otros dos abrían las puertas traseras de la furgoneta. Glass se asomó al interior.
Aragón estaba cubierto con una manta. Tenía las muñecas y los tobillos sujetos con cable de plástico, y un fragmento de cinta adhesiva le tapaba la boca. Estaba inconsciente.
Uno de los hombres se sacó una fotografía del bolsillo. Estudió cuidadosamente el rostro del prisionero durante un buen rato y, a continuación, le hizo un guiño a Glass.
—Es él.
Un cuarto hombre buscó en el interior de uno de los coches y sacó un maletín de cuero. Lo llevó a la furgoneta, lo abrió y extrajo un fonendoscopio. Comprobó los latidos de su corazón y pareció quedar satisfecho.
—Sin problema.
—Buen trabajo —dijo Glass.
—La niña —volvió a decir Ben, manteniendo la vista fija en el lateral de la furgoneta.
Glass hizo una mueca.
—La tendrás cuando decidamos que así sea.
—Ese no era el trato —dijo Ben.
—A la mierda el trato. Tú no pones las reglas, gallito cabrón.
—Muy bien, ¿y ahora qué?
Glass rebuscó en su abrigo y sacó la mano empuñando una 9 mm. Se acercó a Ben y le colocó el cañón de la pistola con brusquedad bajo la barbilla.
—Si de mí dependiera… —dijo.
—Solo que no es así —respondió Ben—, ¿verdad?
Glass enrojeció.
—Se pondrán en contacto contigo. Hay más encargos para ti.
—No creo —dijo Ben.
—¿No? Ahora trabajas para nosotros. —Glass señaló el lago helado—. ¿O tal vez prefieres darte un baño? —Se rio—. Harás lo que se te ordene. Trata de pasar inadvertido y espera a que te llamemos. Un solo jueguecito y la niña muere, no lo olvides.
Ben lo miró a los ojos, desafiante.
—Yo nunca olvido nada —dijo.
La sonrisa de Glass pareció desdibujarse. Enfundó su pistola con un bufido e hizo señas a sus hombres, que cerraron las puertas de la furgoneta. Uno de ellos se subió al asiento del conductor y encendió el motor. El resto regresaron a los coches. Los dos Mercedes salpicaron barro y nieve derretida al acelerar. La furgoneta los siguió, con Philippe Aragón dentro.
Ben se quedó allí observando hasta que los faros traseros desaparecieron entre la niebla. El silencio se hizo de nuevo sobre el lago. Empezó a caminar y sacó un teléfono. Marcó un número. Una voz al otro lado respondió.
—Todo en marcha —dijo Ben.
Apagó el teléfono y apuró el paso.
Ahora no había vuelta atrás. Pero ¿y si se equivocaba?