Capítulo 52

—¿Quién demonios es usted? —preguntó Aragón desconcertado.

Estaba recostado en la butaca y respiraba agitadamente a causa del pánico y la impresión. El intruso lo había metido en la casa y le había obligado a sentarse. Lo primero que pensó fue que aquel hombre era un asesino que venía a matarlo. ¿Por qué no lo había hecho? La pistola seguía en su funda. El intruso alargó una de las manos, cubiertas con guantes negros, y se quitó el pasamontañas. Aragón se quejó del dolor en el cuello y se frotó el hombro. ¿Por qué permitía que le viese la cara?

Ben se sentó enfrente de Aragón, en una butaca a juego. Los separaba una mesa auxiliar de madera de pino pulida, que brillaba con la tenue luz.

—Alguien que necesita su ayuda —dijo.

Aragón estaba perplejo.

—¿Irrumpe en mi casa, me apunta con una pistola, y luego me dice que necesita mi ayuda?

—Así es.

—Normalmente la gente me visita en el despacho para ese tipo de cosas —dijo Aragón.

Ben sonrió. Aragón tenía agallas. Le gustaba.

—Cuando escuche lo que tengo que decirle, comprenderá por qué no podía venir a verlo siguiendo los cauces convencionales.

Aragón frunció el ceño.

—No sé si quiero oírlo.

—No sé si tiene otra opción —replicó Ben.

—No logrará salirse con la suya. Tengo cámaras de seguridad que están vigilando esta habitación ahora mismo.

—No, no las hay —dijo Ben—. Este apartamento es el único reducto de espacio privado que le queda. Le fascina. No permitiría que pusieran cámaras aquí dentro.

—¿Cómo diablos ha conseguido burlar a los guardias?

—Eso no importa —dijo Ben—. Solo escúcheme. Si me ayuda, yo lo ayudaré a cambio.

Aragón soltó una carcajada.

—¿Usted me ayudará? ¿Haciendo qué?

—Entregándole a las personas que asesinaron a Bazin.

Aragón dejó de reírse y se puso pálido.

—¿Roger?

Ben asintió.

—Su mentor. Su amigo.

Aragón guardó silencio unos segundos y tragó saliva.

—Roger no fue asesinado —dijo con voz ronca—. Murió en un accidente de tráfico.

—Los políticos suelen ser buenos mentirosos. Usted no lo es.

—Lo mandé investigar —dijo Aragón—. No encontraron nada sospechoso. Fue un accidente.

—Me parece que usted no se cree eso —dijo Ben—. También sé lo de la explosión del chalé. ¿Eso también fue un accidente?

—¿Cómo cojones lo sabe?

—Siempre investigo a mis objetivos —explicó Ben.

Aragón estaba sudando. Se mordió la lengua.

—Está bien, ¿qué es lo que quiere contarme?

Al otro lado de la estancia había un mueble bar. Ben se levantó y se dirigió a él. Las suelas de sus botas militares negras no hacían ruido sobre el suelo de madera.

—¿Quiere beber algo? —le preguntó—. Algo más fuerte que el chocolate que estaba bebiendo antes.

Aragón pensó en salir corriendo.

—No lo intente —dijo Ben—. No llegaría ni a la mitad del camino que lo separa de la puerta.

Aragón resopló y se recostó en la butaca.

—Póngame un vaso de Armagnac.

Ben cogió dos botellas y dos vasos de cristal. Sirvió un brandy doble en uno de ellos y un whisky triple, de malta de Islay de dieciocho años, en el otro. Le dio a Aragón el brandy y se volvió a sentar.

—Es una larga historia —dijo, y bebió un sorbo de whisky—, así que empezaré por el principio.

El político, sentado frente a él, había recuperado ya el color de la cara. Había dejado el vaso sobre la mesa auxiliar que tenía delante y estaba sentado con los brazos cruzados y la frente arrugada, con una expresión dubitativa.

—El pasado enero, un amigo mío presenció algo por casualidad —comenzó Ben—. Algo que no debería haber visto, puesto que fue asesinado por ello. Pero la prueba de lo que vio cayó en manos de otra persona, su hermana. Tal vez haya oído hablar de ella. Leigh Llewellyn, la cantante de ópera.

Aragón asintió.

—Sé quién es Leigh Llewellyn.

Ben prosiguió. Se lo contó todo con detalle. Le llevó bastante tiempo. Aragón escuchaba con atención.

—¿La mataron? —preguntó con un hilo de voz.

Ben hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—No he oído nada en las noticias.

—Lo oirá —dijo Ben—. Será otro montaje sobre un accidente o una desaparición.

Aragón pensó por un instante.

—Si lo que me está diciendo es verdad —dijo—, lamento mucho oírlo. Pero no me ha facilitado una sola prueba, y aún no me ha hablado de Roger.

—A eso iba. Lo que Oliver presenció fue el asesinato de su amigo.

—Usted ha hablado de pruebas.

Ben asintió.

—Oliver lo grabó todo. Estaba guardado en un disco.

—¿Y dónde está el disco?

—Destruido —dijo Ben.

—Así que no puede enseñármelo, ¿verdad? Qué oportuno.

Ben señaló la puerta del despacho.

—¿Puedo usar su ordenador?

—¿Para qué, si no tiene nada que mostrarme?

Ben condujo a Aragón al oscuro despacho. El portátil que había sobre el escritorio se encendió en cuestión de segundos.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Aragón.

—Consultar mi correo electrónico —respondió Ben.

—¿Su correo electrónico? ¡Esto es ridículo!

Ben ignoró el comentario. Tenía un único mensaje en la bandeja de entrada. No tuvo que leerlo; era un mensaje que se había enviado a sí mismo desde el cibercafé de Christa Flaig.

Fue una idea de última hora, como medida de seguridad. Casi ni se había preocupado por ello. Ahora, sabía que no podía haber hecho nada mejor. El mensaje tenía un archivo adjunto. Un archivo muy pesado. Hizo clic sobre él. El portátil era nuevo, muy rápido y potente, así que descargó el archivo en menos de cinco segundos.

—¿Qué es esto? —preguntó Aragón.

—Usted véalo.

Aragón se sentó. Ben arrastró el vaso de brandy sobre el escritorio.

—Beba. Va a necesitarlo. —Se apartó de la mesa y se sentó en una silla que había en el rincón con su whisky en la mano.

Para cuando el vídeo hubo terminado, el vaso de Aragón estaba vacío y su cabeza, apoyada sobre el escritorio. De repente se puso de pie tambaleándose.

—Voy a vomitar —musitó. Salió del estudio caminado con dificultad. Ben lo oyó vomitar desde el despacho.

Un minuto más tarde, Philippe Aragón salió del cuarto de baño. Tenía la cara grisácea y el pelo pegado a la frente. Se secó la barbilla con la manga. Le temblaban las manos.

—Lo mataron —murmuró—. Lo mataron y simularon el accidente de coche. —Su voz sonaba débil y temblorosa.

—No he sabido quién era hasta hoy —dijo Ben—. No me interesa mucho la política, así que no lo había reconocido. —Hizo una pausa—. Pero, como le he dicho antes, siempre investigo a mis objetivos.

—¿Secuestra usted a mucha gente?

Ben sonrió.

—Yo soy del otro bando. Aunque el reconocimiento del terreno es igual seas del bando que seas. Con usted ha sido fácil; está en todos los medios de comunicación. Antes de marcharme de Viena visité la biblioteca universitaria. En la sección de ciencias políticas hay material sobre usted como para escribir diez libros. Encontré una fotografía suya con su familia en una cancha de tenis. Bazin estaba allí. Así fue como le puse nombre a la persona que salía en el archivo de vídeo. Había un pie de foto en el que decía quién era.

—Esa foto fue tomada hace dos años en casa de Roger, en Ginebra —dijo Aragón con tristeza.

—También había otra fotografía de usted en su funeral —dijo Ben—. «Europolítico presenta sus últimos respetos a su mentor político».

—Era como un padre para mí —dijo Aragón. Se dejó caer sobre una silla—. Trató de avisarme aquella vez.

—¿Cortina?

Aragón asintió.

—Me telefoneó justo antes de que ocurriese. No sé cómo lo sabía. No sé en qué asuntos andaba mezclado. Solamente sé que de no haber sido por él, mi familia estaría muerta.

Ben recordó lo que Kroll había dicho: «A los hombres que son incapaces de mantener la boca cerrada, se les arranca la lengua».

—Era mi mejor amigo —prosiguió Aragón—. Y lo asesinaron como castigo por haberme avisado.

—Bienvenido al club —dijo Ben—. A mi mejor amigo lo mataron el mismo día porque los vio haciéndolo.

Aragón lo miró.

—Y, ahora, a su hermana —dijo. Pudo ver una profunda expresión de dolor en el rostro de Ben—. ¿La amaba?

Ben no respondió.

—¿Sabe quién lo hizo?

Ben asintió.

—Sé quiénes son y dónde están.

—Haré que los arresten con solo una llamada.

Ben negó con la cabeza.

—No tenemos pruebas suficientes. —Señaló el ordenador—. No se distinguen los rostros. Yo pretendo reunirlos a todos, rodearlos y cazarlos desprevenidos. Aunque solamente hay un modo de hacer eso.

—¿Cuál?

—Ahí es donde entra usted —dijo Ben—. Va a tener que confiar en mí. Tendrá que hacer todo lo que yo le diga.

Aragón vaciló por un instante y dejó escapar un soplido para aliviar la tensión.

—Debo de estar loco. Pero, de acuerdo, confío en usted. ¿Qué necesita que haga?

—No tenemos mucho tiempo —dijo Ben—. Tendré que realizar algunas llamadas de larga distancia.

—Sin problema.

—Tendremos que marcharnos inmediatamente, y deberá dejar todo lo que esté haciendo ahora mismo.

—Está bien —dijo Aragón.

—Y va a costar dinero. Puede que bastante.

—Eso es fácil —dijo Aragón—. Lo que haga falta.

—¿Cuánto puede tardar en hacer que despegue su avión privado?

—Poco —respondió Aragón.

—Quiero que sepa que esto va a ser peligroso —le advirtió Ben—. Es muy arriesgado, y no puedo garantizarle su seguridad.

—Era mi amigo —replicó Aragón sin dudarlo.

—Bien —dijo Ben—. Pongámonos manos a la obra.

—¿Qué va a hacer?

—Voy a secuestrarlo.