Residencia de Philippe Aragón, cerca de Bruselas, aquella noche
Era tarde. Los dos guardaespaldas privados estaban relajadamente sentados en butacas a ambos lados de la amplia y diáfana zona de recepción. No tenían nada que hacer, salvo hojear números atrasados de The Economist, revistas de astronomía y libros de arquitectura mientras su protegido iba y venía, rellenaba papeleo y hacía llamadas telefónicas.
No podían quejarse. Sus dos colegas estaban fuera, con un frío helador, patrullando por los alrededores, y ellos estaban sentados en el interior del confortable edificio al calor del sistema de calefacción solar. En dos horas deberían ponerse los abrigos y cambiarse de lugar con ellos, pero no tenían demasiadas ganas de que eso sucediera.
Philippe Aragón estaba agotado mentalmente después de haber estado trabajando todo el día. Tenía cuatro importantes discursos que preparar y montañas de archivos e informes que repasar. Su asistente personal, Adrien Lacan, le había dejado un montón de cartas para revisar y firmar, y solo con eso había ocupado una parte importante del día. Preparó una taza de cacao ecológico con canela en polvo, se despidió de sus guardaespaldas y subió por la escalera en espiral hacia sus dependencias privadas, situadas en la parte superior de la casa, con la taza humeante en la mano.
El sistema electrónico de seguridad lo encerró al otro lado de la puerta reforzada. Cambió los zapatos por unas cómodas zapatillas y se dirigió a la sala de estar. Una vez allí, por fin sintió que estaba en su propio y apacible espacio. Intentó olvidarse de los hombres armados que lo custodiaban fuera, sentados en su casa y caminando por su jardín. El lugar se parecía cada vez más a una fortaleza, debido, fundamentalmente, a la insistencia de Colette. Desde el suceso del chalé, estaba obsesionada con el tema de la seguridad. Seguramente tenía razón, pero resultaba muy duro vivir así, mirando todo el tiempo por encima de su hombro. Sabía que para ella también era estresante, por eso se alegraba de que hubiese podido tomarse un respiro y viajar a Florida para la boda de su prima.
Se entretuvo enredando en la salita, bebiéndose tranquilamente el cacao. Se sentía mentalmente agotado pero inquieto. Ojeó su colección de CD y escogió el de Mischa Maisky interpretando las suites para violonchelo solo de Bach. Las cálidas notas del chelo comenzaron a surgir de los altavoces y consiguieron calmarlo. Se sentó en una cómoda butaca y cerró los ojos, escuchando la música y golpeando suavemente los reposabrazos con los dedos. Pero Philippe no era un hombre que pudiese desconectar con facilidad su agitada mente. Se puso en pie de un salto. Por un momento, pensó en ir al despacho privado que tenía al lado, encender el ordenador y comprobar si Colette le había escrito algún correo electrónico desde Estados Unidos. Pero sabía que, una vez sentado ante el teclado, empezaría otra vez a retocar los discursos de la semana siguiente. Podría esperar hasta mañana.
A través de las puertas del patio, la luz de la luna arrojaba largas y llamativas sombras sobre el jardín del tejado. Era su parte favorita de la casa, y uno de los diseños de los que más orgulloso se sentía. El jardín estaba rodeado por un círculo de pilares de piedra repleto de plantas aromáticas y arbustos. Olía a tierra húmeda y a flores Y se oía el suave rumor del agua procedente de una pequeña fuente que había en el centro, bajo la gran cúpula de cristal.
Era una bonita noche estrellada, despejada y serena. Se preguntó si se vería Saturno. Se puso un jersey por encima de la camisa y salió a pasear al jardín, a disfrutar de la calma y la belleza. En la pared de la entrada había un panel con botones. Pulsó uno de ellos y, con un sutil zumbido del sistema hidráulico, una mampara de cristal de la cúpula comenzó a deslizarse sobre su cabeza. Se dirigió al lugar en el que su telescopio refractor, Celestron CGE1400, estaba permanentemente montado sobre un soporte electrónico. El frío aire nocturno penetraba por la cúpula abierta. Dejó que el alcance se enfriase durante un rato, para obtener una imagen más nítida, y estableció las coordenadas de Saturno. El telescopio se movió automáticamente y apuntó a través del agujero del tejado.
Philippe retiró la tapa de la lente y miró por el ocular. El planeta anillado suponía una emocionante y onírica visión que lo había cautivado desde niño. Nunca dejaba de maravillarse al contemplarlo.
Un repentino dolor en la base del cuello lo paralizó. Se apartó del telescopio dando tumbos, desorientado y aturdido. Una fuerte patada en la parte trasera de la pierna lo tiró al suelo, y notó una rodilla entre los omóplatos que lo aplastaba contra las frías losas del suelo. La voz tranquila y reposada de un hombre le habló al oído.
—Un solo ruido y estás muerto.
Aragón estaba indefenso. Trató de girar sobre un costado para mirar a su atacante. Iba vestido de negro y sus ojos lo miraban impasibles a través de los agujeros de un pasamontañas. La luna se veía reflejada en el acero de la pistola que apuntaba a su cabeza.