Capítulo 50

Mansión Von Adler, a la mañana siguiente

Clara levantó la cabeza de la almohada. Aún le daba vueltas y tenía un horrible sabor de boca. ¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo? De repente, lo recordó. No había sido una pesadilla. Había estado chillando y golpeando la puerta. Tras unos minutos, cuando ya tenía las manos doloridas, la puerta se había abierto.

Era el hombre viejo, el que parecía un halcón. Sonreía, pero no de manera amistosa. Sus ojos eran fríos, como piedras negras. También había estado allí aquel hombre que le había dicho que se llamaba Franz. En realidad no se llamaba Franz, ahora lo sabía. Lo odiaba. Esperaba que lo de su oreja no fuese ninguna cicatriz, sino el comienzo de alguna horrible enfermedad que se le extendiese por toda la cara hasta que tuviese que esconderse en un agujero durante el resto de su vida. Recordaba que la había sujetado contra la cama, inmovilizándole los brazos. Ella había pataleado y luchado por soltarse, pero él era más fuerte.

Luego entró otro hombre. Era médico, o tal vez solamente vistiese una bata blanca de médico. Tenía una sonrisa en la cara que no le gustaba. En la mano llevaba una pequeña bolsa de cuero. La había abierto y había sacado una jeringuilla. Ella se retorció, pero la sujetaron fuerte y no pudo moverse. Entonces, sintió una molestia mientras le clavaban la aguja y, después de aquello, no era capaz de recordar nada más.

Clara se tocó el brazo. Estaba dolorido donde la habían pinchado. Con la mirada recorrió la pequeña y desnuda habitación. Había comida tirada en el suelo porque había volcado la bandeja que le habían traído antes. También le habían dado un juguete, una estúpida muñeca de trapo, como si eso fuese a hacerle feliz. Se la había arrojado a la cara a uno de los hombres que la habían llevado allí, para encerrarla en aquella habitación. Seguía tirada cerca de la puerta, intacta.

¿Cuánto tiempo llevaba en ese lugar? Le parecía que desde siempre. Quería ver a su padre. ¿Dónde estaba?

Ladeó su pequeña cabecita y escuchó. Se oía una voz al otro lado de la puerta, hablando en voz baja. Sabía que siempre había alguien allí, vigilándola. Tal vez fuese Franz. O a lo mejor era la mujer rubia que iba a comprobar cómo estaba de vez en cuando. Parecía más amable que los demás. Tenía aspecto de triste o enfadada. Pero, aun así, Clara no se fiaba y no iba a hablar con ella.

Sentada sobre la cama, se dejó caer hacia atrás y miró la ventana, en lo alto. Era poco más que un tragaluz en el techo. Lo único que podía ver a través de ella eran las nubes oscuras que recorrían el cielo gris. Aquel lugar era tranquilo. No se escuchaba el ruido del tráfico en el exterior. Aun así, podría haber gente pasando por abajo. Si lograba llamar su atención, tal vez alguien la ayudase.

Se levantó de la cama. Notaba las piernas pesadas. Solo entonces advirtió que le habían cambiado de ropa y llevaba un pijama azul que le quedaba demasiado grande. Su ropa estaba meticulosamente doblada sobre una silla. Atravesó despacio la habitación y arrastró la silla hasta colocarla bajo la ventana. Tiró la ropa doblada al suelo, se agarró al respaldo de madera con una mano y se subió a la silla, que se tambaleó mientras se encaramaba a ella. Una vez encima, estiró un brazo hacia arriba todo lo que pudo. Sus dedos extendidos rozaron el pestillo de la ventana, pero no alcanzaba a cogerlo. Se estiró un poco más.

A cuatrocientos metros de distancia, Ben apoyaba todo su peso en una gruesa rama y ajustaba el anillo de enfoque estriado de sus prismáticos Zeiss 20x50. El viento frío mecía el árbol suavemente. Estaba a una altura considerable, y esperaba que la rama aguantase.

La mansión no había resultado muy difícil de encontrar. Un detalle que a Kroll se le había escapado; no contaba con que Ben sabía dónde vivía y dónde tenían a Clara. Desde el momento en que lo dejaron salir de la celda y le proporcionaron todo lo que necesitaba para su misión, Ben solamente tenía un plan en mente: olvidarse de Philippe Aragón. Iba a encontrar a Clara y a sacarla de allí. E iba a ser mejor que nadie se interpusiera en su camino. Y, una vez que estuviese a salvo, volvería a por Kroll, Glass y todos los demás.

Pero, en ese momento, al ver aquel lugar por primera vez, constató que su plan era imposible.

La casa era una fortaleza. El elevado muro de piedra que rodeaba la propiedad debía de tener varios kilómetros de longitud, con torres cada pocos cientos de metros, así como una única y enorme entrada en forma de arco. En cada uno de los inmensos pilares que soportaban el arco de entrada había esculpida un águila de bronce. Las altas verjas de hierro eran doradas y acababan en punta. A través de ellas podía ver a los guardias de seguridad, paseando arriba y abajo junto a una garita. Una amplia carretera privada recorría la enorme extensión de paseos en grada, con fuentes, jardines e histriónicas balaustradas de piedra. La casa se elevaba majestuosa sobre todo aquello, con su brillante piedra blanca resaltando contra los bosques de pinos y las montañas que había detrás. Ben examinó la imponente fachada barroca y contó docenas de pequeños tragaluces y buhardillas. Habría, al menos, cien habitaciones en aquel lugar, y la niña podía estar en cualquiera de ellas.

Clara se subió al respaldo de la silla. Tratando peligrosamente de no perder el equilibrio, se estiró todo lo que pudo y sus deditos consiguieron agarrar el pestillo de la ventana. Lo movió y cedió cuatro o cinco centímetros, chirriando por el óxido acumulado en la bisagra. Si lograra abrirla un poco más, tal vez podría asomar la cabeza y gritar para pedir auxilio. Volvió a empujar.

La ventana se abrió un poco más. Asomó una mano y notó el aire frío entre los dedos. También, y repentinamente, el aleteo de las aspas de un helicóptero.

Ben vio como el helicóptero Bell 407 descendía; brillante, negro, sin ninguna señal identificativa. Desapareció al otro lado de la fachada y se posó en lo alto de la casa. Los sinuosos tejados obstaculizaban la visión del helipuerto y de todo aquel que entrase o saliese de él.

Bajó los prismáticos y observó las filas de vehículos aparcados en la parte frontal de la casa. Había más guardias abajo, al menos quince hombres; con toda seguridad, irían armados. Era imposible predecir cuántos más habría en el interior. Analizó el terreno. Los árboles y arbustos proporcionaban un buen camuflaje en la zona del muro, pero más cerca de la casa el espacio era abierto, un extenso claro que resultaría difícil atravesar sin ser visto. Por la noche, el césped, los parterres y las zonas asfaltadas estarían iluminadas y, probablemente, vigiladas por cámaras de seguridad así como por patrullas regulares.

Ben dejó de mirar por los prismáticos y la casa se volvió diminuta y blanca al observarla desde lo lejos. Se los dejó colgando del cuello y permaneció tumbado boca abajo en la rama durante unos minutos, pensando.

Recordó todos los lugares que había asaltado en solitario. Enfrentarse a algo de esta magnitud era una misión suicida, no solo para él sino también para la niña. No podía hacerlo. No tenía sentido. No le quedaba otra opción que ir tras Philippe Aragón y entregárselo a Kroll.

Retrocedió sobre la rama y comenzó a bajar por el tronco, ágil y silencioso. Cuando llegó al suelo, se sacudió las manos y puso rumbo hacia la carretera mientras encendía un cigarrillo y caminaba en dirección a la furgoneta gris, encorvado para protegerse del cortante viento.

Suspiró al abrir la puerta y sentarse en el asiento del conductor. Dejó los prismáticos Zeiss sobre el asiento contiguo, se apoyó en el volante y terminó el cigarrillo. Cuando hubo acabado, apagó la colilla en el cenicero y encendió el contacto. El coche se puso en marcha.

Había un largo camino hasta Bruselas. Sería mejor que se diera prisa, aunque, antes de nada, tenía que hacer otra parada.