Capítulo 49

Ben se quedó tumbado en la oscuridad con los ojos clavados en el techo hasta que este empezó a darle vueltas. Miró su reloj. Solo habían pasado cinco minutos desde la última vez que lo había consultado. Su mente había estado funcionando con tanto ímpetu que le parecían horas.

Había comprobado la celda más de cien veces, en busca de puntos débiles. La única luz que había se filtraba a través de una ventana alta y con barrotes. Había saltado, escarbado en lo alto de la pared y agarrado los fríos barrotes negros y metálicos; había apoyado las rodillas contra la pared y empujado con todas sus fuerzas. No cedían en absoluto, ni un solo milímetro. Eran macizas. Sería necesario un tractor para arrancarlas de su cama de hormigón.

De nuevo en las sombras, había recorrido con los dedos el contorno de todos los bloques de piedra. Las paredes estaban en perfectas condiciones y eran, como mínimo, dobles. Nada funcionaba. Lo intentó con la puerta. Era de planchas de acero, las bisagras estaban ocultas y los remaches eran lisos. Finalmente, se dirigió a la litera en busca de algo que pudiese usar como palanca o martillo, pero el armazón de metal estaba sólidamente forjado y las patas fijadas al suelo con cemento.

Peor que esa prisión era estar atrapado en sus propios pensamientos.

Leigh estaba muerta. Leigh estaba muerta.

Y era culpa suya. La había dejado sola. Había muerto sola, desprotegida, asustada.

Igual que Oliver. Era culpa suya. Y, ahora, tenían a la niña como rehén. Aquello también era culpa suya. Iba a liberarla, o a morir en el intento.

Al día siguiente daba comienzo su misión. Tendría el equipo que había pedido: un vehículo, algo de ropa, dinero en efectivo, un arma y un teléfono para ponerse en contacto cuando hubiese logrado su objetivo. Iban a dejarlo libre, y ya sabía cuál iba a ser su primer movimiento. Pero nunca se había sentido tan impotente.

No tenía razón de ser golpear la puerta de acero hasta que sus nudillos fueran una masa sangrienta. No servía de nada gritar de frustración hasta que sus cuerdas vocales se hicieran pedazos. Tampoco romperse los sesos contra los muros de piedra. Se dejó caer al suelo sobre los puños y las puntas de los pies, e hizo treinta flexiones para ejercitar sus doloridos músculos. Luego otras treinta. El dolor purgó sus pensamientos durante unos minutos. Le ayudaba a centrarse en lo que iba a hacer a continuación.

Se sobresaltó al oír el ruido de unas llaves contra la puerta de acero. La cerradura giró. Un rayo de luz asomó del pasillo exterior mientras una figura se colaba en el interior de la celda.

Era una mujer, furtiva, nerviosa. La conocía.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.

—Tenía que venir —dijo ella. Tenía los ojos vidriosos.

—¿Cómo has entrado?

Un manojo de llaves brilló en las sombras.

—Kroll guarda un juego de repuesto en su despacho —susurró.

—¿Qué quieres, Ingrid? O como quiera que te llames hoy.

Eve se estremeció y se llevó un dedo a los labios.

—Baja la voz. Glass está ahí fuera. Me matarían si supieran que estoy aquí.

—Entonces yo los llamaré —dijo él—. Tal vez me dejen mirar.

—Lo siento —se disculpó ella.

—Eso es lo que dijiste la última vez que nos vimos.

Ella avanzó por la celda en dirección a él. A la luz de la ventana, Ben vio unos ojos enormes y aterrados.

—Soy Eve —murmuró—. Eve es mi nombre real. De verdad, te lo prometo.

—No me importa cuál es tu nombre —dijo él—. ¿Qué quieres?

—Tienen a la niña —dijo.

—¿Has venido para decirme eso?

—Quiero ayudar —susurró. Su voz sonaba ronca y apresurada.

—No me fío de ti —dijo él.

—Siento lo que ocurrió. No tenía elección. Tienes que creerme.

—No me la jugarás dos veces.

—Puedo ayudar —protestó ella—. Por favor, escúchame. Sé cosas.

Ben podía oler su miedo. Eso no podía ser fingido. Estaba diciendo la verdad.

—Cuéntame —dijo.

—Están planeando algo —dijo—. Kroll celebra una fiesta y esos hombres estarán allí. Van a matar a alguien.

—¿A quién? —Ya conocía la respuesta.

Ella negó con la cabeza.

—Alguien importante para ellos, no lo sé. Solamente sé que cada vez que celebran una de sus reuniones, alguien muere. Hay una señal. Normalmente es entre las nueve y las diez, cuando la fiesta está en pleno auge y los invitados distraídos con la música. Los hombres se van, uno por uno, y bajan a una zona especial de la casa. Es allí donde ocurre.

—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó él.

—Hacen negocios con Kroll. Eso es todo lo que sé. Hombres mayores con traje que matan gente. Política. Dinero. No lo sé. Solo sé que hacen desaparecer a la gente.

—¿Dónde ocurre eso? —preguntó él.

Ella echó un rápido y nervioso vistazo a la puerta de la celda.

—La casa tiene una capilla privada —dijo—. Creo que es allí adónde van. Nunca la he visto. Kroll la tiene siempre cerrada con llave.

—¿Tiene el techo abovedado y el suelo con baldosas formando un mosaico a cuadros?

—No lo sé —respondió ella—. Tal vez. Tengo que decirte algo más. La niña.

—¿Clara?

Ella asintió.

—La van a matar. Después, con una inyección letal.

Él la miró fijamente.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —preguntó—. ¿Por qué has esperado hasta ahora?

—Alguien tiene que detenerlos. Han llegado demasiado lejos. —Sus ojos eran sinceros, suplicantes, y buscaban los suyos. Miró hacia atrás en dirección a la puerta—. Estoy harta de todo esto —prosiguió. Sus palabras se elevaron hasta alcanzar un efusivo susurro—. Cuando me contó lo de la niña, sentí que tenía que hacer algo. Tienes que creerme. Fue difícil para mí entregarte, pero no tenía otra elección. Me tienen bien pillada, igual que a ti. Eso es lo que hacen; atrapan a la gente y la utilizan.

Ben se quedó callado mientras analizaba todo aquello desde múltiples ángulos.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En una vieja base militar cerca de Ernstbrunn, al norte de Viena. Pertenece a Kroll.

—¿Dónde tienen a Clara?

—En la casa.

—¿En la casa Von Adler?

Eve asintió.

—Tienen una habitación para ella, segura y custodiada.

—Dime exactamente dónde está ese lugar —dijo él.

—A unos cinco kilómetros al sur de Viena. Yo te llevaré allí. Tengo un coche. Te sacaré de aquí.

Fuera se oyó el ruido sordo de una puerta de acero, y unos pesados pasos resonaron en las paredes del angosto pasillo. Eve contuvo un grito.

—Es Glass. Me matará.

Ben se quedó paralizado. No había dónde esconderla.

Los pasos casi habían alcanzado la puerta de la celda. No tenían tiempo.

—Bésame —dijo él, y la rodeó con sus brazos.

Eve parecía perpleja, pero comprendió. Aquello podía salvarlos a los dos. Le cogió por el cuello y acercó su cuerpo al de él. Ben notó sus labios, cálidos y suaves, en su boca.

La puerta de la celda se abrió y la alta y corpulenta silueta de Jack Glass se perfiló en el umbral. Estalló en una imponente carcajada cuando los vio.

—¡Vaya, qué romántico! Así que el viejo tenía razón, aquella tarde te lo estabas follando. ¿Qué? ¿Has vuelto a por más?

—Tenía que verlo —dijo Eve—. Lo amo. —Se apartó de Ben. Glass entró en la celda, agachando la cabeza para pasar por la puerta. Agarró el brazo de Eve y la alejó.

—Ahora estás de mierda hasta arriba —dijo.

—No le hagas daño —dijo Ben—. Es culpa mía.

Glass lo miró con desdén.

—Por favor, no se lo digas a Werner —suplicó ella—. Me matará.

—Lo sé —dijo Glass—. Y, después, irá a por ti. —Hizo una pausa. Se le iluminaron los ojos al pensar en las posibilidades. Ahora la tenía. Aquello era lo que había estado esperando—. Aunque, tal vez, tú y yo podamos llegar a un acuerdo —dijo. Se volvió y le hizo un guiño a Ben.

Los ojos de Ben estaban clavados en la Beretta 92 que Glass llevaba en el cinturón. Solo estaba a cuatro pasos. Le podía romper el cuello antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Coger su pistola y usarla para matar a los demás guardias.

Era un plan rudimentario, pero lo estaba llamando a gritos.

Dio el primer paso, luego el segundo. Eve intentaba zafarse de los brazos de Glass.

Cinco guardias más aparecieron en la puerta. No querían arriesgarse y lo apuntaban fijamente con sus armas. De repente habían cambiado las tornas. Se detuvo y permaneció quieto.

—Hasta luego, vaquero —dijo Glass.

Eve le dirigió una última mirada suplicante mientras Glass la arrastraba fuera de la celda. Los guardias los siguieron. La puerta de acero se cerró de un golpe y oyó girar la cerradura. Volvía a estar solo.