Mansión Von Adler, más tarde, aquella misma noche
Kroll había dejado más ropa y más joyas para ella. Mientras Eve se ponía el escotado vestido, la voz de él, por los altavoces, le indicaba que tenía que dirigirse al piso de arriba. Esta vez, no a la habitación del espejo sino a un lugar en el que no había estado desde hacía más de un año. La quería en su dormitorio. Mientras subía las escaleras que la conducían al segundo piso, se preguntó qué tendría preparado para ella en esta ocasión. La relación nunca había sido sexual, no en el sentido estricto de la palabra, desde aquella primera vez. La idea de entablar contacto físico con él le producía escalofríos.
Recorrió el amplio pasillo y llegó hasta la puerta doble. Pudo oír la voz de Kroll, que hablaba por teléfono en el interior de la habitación. Se detuvo a escuchar.
—Todo el comité estará presente, como es habitual —decía—. Si todo va según el plan, y confío en que así será, estaremos en condiciones de concluir nuestro asunto la noche de mi pequeña fiesta de Navidad. —Una pausa—. Sí, te mantendré informado. —Otra pausa—. Muy bien, entonces te veré dentro de dos días. —Silencio. Eve esperó un minuto más antes de llamar a la puerta.
La estaba esperando en el interior de la enorme habitación, sentado en una butaca de orejas junto a la chimenea encendida. Había champán dentro de una cubitera colocada sobre la mesa, próxima a la cama con dosel. Llevaba puesta una bata de seda y la recibió con una sonrisa.
—¿Champán?
—¿Qué celebramos? —preguntó ella, y aceptó la copa de cristal que él le tendía. Bebió un sorbo.
—Ha surgido una oportunidad de deshacernos de cierto problemilla que lleva mucho tiempo molestándome —dijo—. Pero no dejes que te aburra con semejantes detalles, querida. —Kroll dio una vuelta a su alrededor, observándola. Ella cerró los ojos cuando él posó sus frías y afiladas manos sobre sus hombros desnudos. Podía notar sus pulgares acariciándole la piel—. Estás tensa —dijo con suavidad. Sentía asco cuando él la tocaba. Dejó su copa sobre la mesa y se apartó rápidamente.
—¿Por qué me odias? —preguntó él.
—No te odio, Werner.
—Me encuentras repulsivo —dijo él—. No creas que no me he dado cuenta. A mí no se me escapa nada. —La examinó con detenimiento—. Te noto cambiada. Hay algo diferente en ti.
Ella apartó la mirada.
—No sé a qué te refieres.
Se quedó pensativo un momento, mientras se frotaba la barbilla y la estudiaba con ese aire de ave de presa.
—Hay algo que me tiene desconcertado, Eve —dijo—. Estuviste a solas con Hope mucho tiempo. Más de lo habitual. Me pregunto por qué.
Eve midió cautelosamente sus palabras antes de hablar.
—Tenía que ser cuidadosa con él. Era más peligroso que los demás.
—Muy peligroso —aceptó Kroll—. Sin embargo, no parecías demasiado ansiosa por deshacerte de él. Estuvisteis solos casi tres horas. Durante tanto tiempo pueden ocurrir muchas cosas.
—Tenía que encontrar el momento adecuado.
—¿Qué estuvisteis haciendo?
—Hablamos —dijo ella.
—Hablasteis. ¿Sobre qué?
—Música. La vida. Nada en especial. Luego, durmió un rato. ¿Por qué me estás haciendo estas preguntas? Lo capturé para ti. Hice lo que me pediste que hiciera. Ya está, se acabó.
Kroll levantó una ceja.
—¿Durmió? ¿En tu cama?
—En mi sofá —dijo ella, empezando a impacientarse—. Supongo que crees que me lo tiré, ¿no es cierto?
—Reconozco que se me ha pasado por la cabeza —dijo—. Comprendo que tengas necesidades. Vi el modo en que mirabas su fotografía. Era un hombre joven y no poco atractivo.
—¿Qué quieres decir con «era»?
Él sonrió con frialdad.
—No está muerto, si es eso lo que habías pensado. Me resulta demasiado útil para matarlo.
El pulso de Eve se aceleró, pero era toda una experta en ocultar sus reacciones.
—En cualquier caso, no me importa —dijo—. Es sólo que no me gustan esas preguntas tuyas. —Se apartó de él. Ben Hope seguía vivo.
Kroll dio un pequeño y escrupuloso sorbo a su bebida mientras la observaba.
—No estás en posición de desafiar mis preguntas —dijo—. Recuerda quién y lo que eres.
Quién y lo que era. Aquellas palabras la removieron por dentro. Se volvió y lo miró fijamente.
—Estás celoso, ¿verdad? Crees que sentí algo por él y no puedes soportarlo.
Su sonrisa desapareció.
—No utilices evasivas conmigo.
—No puedes soportarlo porque sabes que, en el fondo, no eres más que un viejo débil y asustado que ni siquiera puede empal…
La abofeteó con fuerza. Fruto de la ira, los ojos se le salían de las huesudas órbitas y su pelo blanco se despeinó.
—Tan solo tengo que hacer una llamada —la advirtió con voz temblorosa— y puedo borrarte del mapa. Acabaré contigo.
—Ya estoy oficialmente muerta —le replicó ella—. Aunque puedes acabar el trabajo.
—No te lo pondré tan fácil, querida. Tu existencia se convertirá en un infierno en vida.
—Ya lo es.
Él le dio la espalda y atravesó la habitación.
Rio amargamente.
—Debería haber dejado que te encerrasen para siempre hace seis años.
No pasaba un día sin que ella deseara que hubiese sido así. Le había pertenecido a él, por completo, durante aquellos seis años.
Tenía veinte años cuando ocurrió. En aquella época, al menos contaba con una identidad propia. No fue necesario más que un padre violento y abusivo y una madre borracha para sacar a Eva Schultz de Hamburgo. Había atravesado el país haciendo autoestop. De alguna manera, atraía a los hombres con su cara bonita y su extraordinaria figura. Enseguida aprendió que podía sacar dinero con eso. Con el paso del tiempo, se volvió muy buena haciendo esas cosas que pocas chicas se atrevían a hacer. Era popular y atraía a una clientela muy concreta; muchos de sus clientes eran hombres ricos que aparecían con guardaespaldas y limusinas.
Kroll fue cliente en su día, una vez. El sexo había sido un desastre. Desde entonces, solamente quería mirar. Apenas se aflojaba la corbata.
El ruso gordo era diferente. Era un cerdo al que le encantaba el sexo sucio y se comportaba como un mastín babeando delante de un plato de carne. Bien, ella podía ofrecerle esos servicios. La había contratado para toda la noche y ella se había dejado hacer casi todo el tiempo. Fuera, en la puerta, dos guardias con ametralladoras Uzi aguardaban pacientemente, escuchando. Estaban acostumbrados a oír lo que ocurría al otro lado de la puerta.
Por la mañana, los guardias se habían ido. Eva Schultz se levantó y saltó de la cama. Se sentía extrañamente somnolienta, pero se lo atribuyó al vodka que habían bebido. En ningún momento se le pasó por la cabeza que la hubiesen drogado. Se dio cuenta de que algo iba mal cuando puso un pie descalzo en el suelo y notó algo pegajoso. Miró al suelo. La habitación era un mar de sangre. El ruso había sido apuñalado. Más tarde se enteró de que tenía sesenta y siete puñaladas por todo el cuerpo. Su cuerpo abotargado yacía a los pies de la cama.
Aún estaba dando tumbos por la habitación, completamente bloqueada, cuando aquellos hombres vestidos con trajes oscuros la encontraron. Uno de ellos era alguien conocido. Se trataba de Werner Kroll. La identificación que le mostró no significaba nada para ella. Había dicho algo sobre el servicio secreto, pero su mente estaba demasiado horrorizada y afectada por los efectos secundarios de la droga para asimilarlo correctamente. La metieron en un coche y la llevaron a una habitación sin ventanas. Hicieron un trato con ella, y le dijeron lo afortunada que había sido de que la policía no la hubiese encontrado primero.
Ellos lo comprendían. Sí, sabían que era inocente. Pero ¿quién iba a creer a una puta? Sus huellas estaban en el cuchillo y aquello no tenía buena pinta. Su cliente era un hombre muy importante y los tribunales la crucificarían. Iría a prisión para el resto de su vida.
Y aún había más. Kravchenko tenía contactos. No le detallaron qué contactos eran esos. Le bastaba con saber que no estaría a salvo en prisión. Alguien daría con ella, tarde o temprano. Pero si dejaba que ellos se encargasen de todo, podrían ayudarla. Le contaron algunas de las formas en que podía hacerlo.
Eva estaba demasiado asustada para rechazar la oferta de Kroll y, con sus planes de futuro hechos añicos, no tenía motivos para no aceptar la proposición. Se agarró al cable que le echaban con ambas manos y dijo que sí a todo. Nunca llegó a pisar una prisión ni la sala de ningún tribunal. En lugar de eso, la llevaron a un complejo residencial. Ella no preguntó qué estaba ocurriendo, y tampoco es que le importara. Lo único que supo durante los meses siguientes fue que estaba a salvo. Le habían facilitado un lugar donde vivir, sencillo pero confortable. Había aceptado ese encierro, los guardias al otro lado de la puerta, la falta total de comunicación con el mundo exterior. Kroll iba a verla una vez a la semana, para comprobar que estaba bien y que la cuidaban. No le mencionó nada sobre el incidente de Kravchenko. Ella se preguntaba si le iba a pedir sexo, pero nunca lo hizo.
Eva Schultz había muerto oficialmente en el mismo accidente que se había llevado al ruso por delante. Eva se había convertido en Eve. Eve Nadie. Una no-persona, un fantasma. Nunca preguntó quién había matado al ruso. Nunca preguntó qué cuerpo habían utilizado para hacerlo pasar por el suyo, ni dónde lo habían conseguido. Quería olvidarlo todo y empezar de nuevo.
Por supuesto, había un precio que pagar.
Después de seis meses, con una nueva nariz y un aspecto diferente, dejó de vivir en el complejo para residir en la mansión. Ahora estaba, directa y personalmente, bajo la tutela de Kroll. Tenía joyas y hermosos vestidos. Él le había enseñado a hacerse pasar por una dama: cómo hablar, cómo caminar, cómo vestirse. Su capacidad para actuar la había sorprendido incluso a ella.
Sus cuidados la asfixiaban. Cuanto más sabía sobre él, y lo que hacía en realidad, más arrastrada se veía a su mundo. Información. Manipulación. Era el cebo al que ninguno de los objetivos, cuidadosamente seleccionados, parecía capaz de resistirse. Un día la condujo a un despacho, abrió una caja fuerte y le pidió que mirara en su interior. En una bolsa de plástico guardaba el cuchillo que había acabado con Kravchenko, todavía manchado con la sangre seca del muerto y con sus huellas dactilares en la empuñadura. No dijo nada. Solo se lo mostró, y ella comprendió. Ahora había más crímenes que añadir a la lista y, en algunos de ellos, estaba directamente implicada. Nunca podría salir de allí, ni contarle a nadie la verdad. Si lo hacía, sabía que probablemente no llegaría ni a prisión.
Observó que Kroll atravesaba la habitación y se detenía cerca del fuego, dándole la espalda. Ella tenía el rostro lívido y notaba una sensación de hormigueo donde él la había abofeteado.
—Tienes razón, Werner —dijo—. Sí que te odio.
Él se volvió con una marchita y biliosa sonrisa.
—Nunca lo he dudado —respondió—. Pero siempre estarás cerca de mí.
—¿Tengo otra opción?
—Ninguna, me temo —dijo él—. Por cierto, tengo un trabajito para ti.
Ella hizo una mueca. ¿Qué iba a ser esta vez?
—Tal vez disfrutes de esto —dijo, al ver su expresión—. Puedes aprender a ejercitar tus infrautilizados instintos maternales. Clara Kinski va a quedarse con nosotros. Quiero que la cuides, que la mantengas callada. Si es necesario, sométela.
Ni siquiera Kroll había caído alguna vez tan bajo como para secuestrar niños. El corazón empezó a latirle con fuerza.
—¿Cuánto tiempo la vas a retener aquí? —preguntó.
Kroll sonrió.
—No demasiado —dijo—. En todo caso, durante el resto de su vida.