Capítulo 47

Una severa orden detuvo el puño de Glass antes de que hiciera contacto. Ben soltó el aire que contenía y sus músculos se relajaron de golpe.

Glass bajó el brazo y se volvió hacia un hombrecillo de unos sesenta años que caminaba por el hangar. Ben lo observó aproximarse, custodiado por cuatro guardias armados con MP-5. Iba muy arreglado, vestido con un inmaculado traje oscuro, una sobria corbata y un abrigo largo de tweed. Los zapatos negros de charol resonaban sobre el suelo de hormigón. Su rostro era alargado y pálido, con una nariz ganchuda y unos ojos impasibles que le prestaban la mirada penetrante de un ave rapaz.

—Cambio de planes —le dijo a Glass de forma cortante—. Traedlo al despacho. —Hablaba con un impecable acento alemán.

Glass parecía resentido y decepcionado mientras daba órdenes a sus hombres. Se sacó el puño americano. Dos tipos se acercaron a Ben y le soltaron las esposas. No iba a caerse al suelo, no delante de ellos. Se mantuvo en pie, algo vacilante, tratando de concentrarse con todas sus fuerzas.

Un arma lo empujó por la espalda y empezaron a andar por el hangar. Al fondo, al otro lado de la puerta de acero, había un oscuro pasillo. Glass iba delante. Abrió una puerta que daba a un despacho escasamente amueblado. El escritorio estaba vacío, salvo por un ordenador conectado a un par de pantallas orientadas en direcciones opuestas.

Los guardias arrojaron a Ben sobre una silla tubular de acero colocada ante el escritorio. Luchaba contra el dolor y el aturdimiento y pestañeaba sin parar, tratando de mantener su mente despejada.

El hombre mayor, y elegantemente vestido, rodeó tranquilamente el escritorio y se sentó en una silla giratoria frente a Ben. Habló con suavidad y parsimonia.

—Me llamo Werner Kroll —dijo.

Ben sabía quién era. Se trataba del actual conde Von Adler. Kroll observó a Ben durante un instante. Su mirada era dura e inteligente y Ben no podía imaginarse en qué estaría pensando. Su arrugado rostro poseía un aire de curiosidad indiferente y sus ojos tenían un brillo que podría interpretarse como de cierta diversión. Despidió a los guardias con un gesto sutil. Ellos reaccionaron como perros bien entrenados y se marcharon sin pronunciar palabra. Todos sabían que no era conveniente vacilar cuando Kroll daba una orden.

Glass sacó la caja del CD de su bolsillo y se la entregó a Kroll.

—Llevaba esto encima, señor.

El anciano sacó el disco y le dio la vuelta. Tenía los dedos largos y delgados. Abrió el lector de CD del ordenador que tenía sobre la mesa e insertó el disco. La habitación se quedó en silencio mientras el CD cargaba. El viejo se reclinó pensativo en su silla y contempló el archivo de vídeo sin decir una palabra.

Ben alcanzó a ver las imágenes reflejadas en los cristales de sus gafas. Cuando hubo terminado, Kroll expulsó el disco con tranquilidad. Le volvió a dar la vuelta, miró a Ben con frialdad y lo partió en dos.

—Gracias por traérmelo —dijo, y arrojó los fragmentos sobre el escritorio. Acto seguido, cogió el tubo de cartón que contenía la carta de Mozart. Introdujo un dedo y sacó el papel enrollado.

—Interesante —dijo mientras sus ojos lo recorrían—. Muy interesante. Empiezo a entender de qué va todo esto. La investigación del señor Llewellyn. —Suspiró y dobló la carta por la mitad y, luego, otra vez más. Sostuvo el amarillento papel entre sus huesudos dedos y, súbitamente, lo rasgó en dos. Siguió rompiendo el papel hasta que el tesoro de Richard Llewellyn quedó reducido a fragmentos diminutos esparcidos sobre la mesa. Buscó una papelera y, con mucha delicadeza, barrió los trozos hacia ella. Ben se quedó sentado sin decir nada.

Glass permanecía de pie tras la silla de Kroll, con los brazos cruzados a la espalda y una media sonrisa retorcida. Llevaba tiempo deseando matar a Ben Hope. Tal vez aún pudiese hacerlo, si el viejo se lo permitía. SAS. Podría tomar SAS para desayunar.

Kroll buscó con calma en un maletín y sacó una carpeta.

—Creo que ustedes dos, caballeros, se conocen desde hace tiempo, ¿no es así? —dijo, aparentando entablar una conversación cordial—. Debe de ser agradable encontrarse de nuevo después de tantos años.

Cada vez que me lo encuentro intenta matarme pensó Ben, y casi sonrió al pensarlo.

—No sé de qué está hablando —dijo—. Mi nombre es…

—Paul Connors —le interrumpió Kroll—. Sí, sabemos lo que dicen sus papeles. Mis felicitaciones a su falsificador. Muy convincentes. Me pregunto por qué no usó su identidad de Harris o Palmer, esta vez.

—Han cogido al hombre equivocado. Yo soy periodista.

Una de las líneas de la arrugada frente de Kroll se intensificó.

—¿Jueguecitos? ¿Es necesario? Sabemos exactamente quién es usted. No tiene sentido que finja. —Recogió los fragmentos del CD—. Y sabemos con precisión por qué está aquí. —Abrió la carpeta—. Usted es Benedict Hope —dijo con serenidad—. Una vida interesante: educación privada, asistió a Christ Church[8], en Oxford, donde estudió teología. —Lo miró y arqueó las cejas—. Una elección inusual. Evidentemente, la Iglesia no era su verdadera vocación. Terminó sus estudios, dos años después, y se alistó en el ejército británico. Tenía usted madera de oficial, pero se enroló como soldado raso. Demostró una gran aptitud y subió de rango con rapidez. Seleccionado para el regimiento 22, Servicio Especial Aéreo. Cierta reputación de inconformista, un poco rebelde con la autoridad, y los informes médicos desvelan un problema recurrente con la bebida. Pero parece que nada de eso afectó de forma considerable a su carrera. Condecorado por su coraje en la segunda guerra del Golfo, dejó el ejército con el rango de comandante.

Ben no dijo nada. Tenía los ojos clavados en el anciano.

Kroll sonrió.

—No tiene por qué ser modesto. Su impresionante historial es el único motivo por el que no he permitido que mi amigo dispusiera de usted como le viniera en gana. —Volvió a mirar la carpeta—. Aquí veo que, durante los últimos años, ha trabajado por cuenta propia como «especialista en gestión de crisis». Un eufemismo bastante interesante para lo que hace usted, ¿no le parece?

No tenía sentido seguir disimulando más tiempo.

—¿Qué quiere? —preguntó Ben con serenidad.

—Acaba de presentársele la oportunidad de su vida. Tengo un trabajo para usted.

—¿Qué tipo de trabajo?

—El trabajo para el que fue entrenado.

—Estoy retirado.

—Vamos, comandante —dijo Kroll—. Lo sé todo, y con «todo» quiero decir todo sobre usted, así que, por favor, ahórrese la molestia de mentirme. Puedo decirle hasta el nombre del cliente que lo contrató para el trabajo de Turquía, del que estaba regresando cuando fue a ver a Leigh Llewellyn. La acompañó a Langton Hall, en Oxfordshire, donde hirió a algunos de mis más preciados hombres. Desde entonces, ha sido usted un problema para mí. Ahora… Permítame que le muestre cómo trato con la gente que supone un problema para mí.

—Creo que ya me he hecho una idea —dijo Ben.

—Permítamelo, por favor. —Kroll se acercó a un teclado inalámbrico y tecleó con un dedo largo y afilado. En las pantallas aparecieron imágenes—. Esto se ha emitido en ORF2 televisión hoy mismo —dijo Kroll.

La reportera estaba vestida con un grueso abrigo y un sombrero de piel. La nieve caía mientras ella hablaba. Tras ella, las ruinas ardientes y humeantes de un edificio de piedra gris. Maderos negros desparramados entre el armazón abrasado y pequeños focos de fuego, salpicados aquí y allá. Vehículos de emergencia irrumpían en el terreno con las sirenas encendidas y un helicóptero sobrevolaba el lugar. El edificio estaba tan sumamente devastado que Ben tardó un momento en reconocerlo. Kroll vio el horror en su cara y sonrió. Con su huesuda mano tocó el teclado y subió el volumen.

—… desastre. Se cree que el incendio, en el que han fallecido al menos veinticinco monjas dominicas, podría haber sido causado por una chispa de un fuego encendido. La tragedia ha puesto de manifiesto la necesidad de una nueva normativa sanitaria y de seguridad en todo

—¿Qué ha hecho con Leigh y la niña?

Kroll pulsó de nuevo el teclado y la imagen desapareció.

—A eso iba. Tengo malas noticias. Me temo que la hermosa señorita Llewellyn no sobrevivió al incidente.

Tras él, Glass contuvo una risita.

—Hubiera preferido cogerla viva —continuó Kroll—. Estaba deseando conocerla en persona. Pero, desafortunadamente para ella, parece que alguien le enseñó a utilizar un arma de fuego. Me pregunto quién sería… —Sonrió—. Trató de abrir fuego sobre mis hombres y ellos se vieron obligados a dispararla.

Ben sintió como si unos dedos de hielo lo agarraran por la espina dorsal y apretasen muy fuerte.

—¡Miente!

Kroll buscó en su maletín y dejó algo en el escritorio que sonó sobre la madera.

—¿Le resulta familiar?

Era un relicario de oro. Sin brillo, sucio y con manchas de sangre seca. Los hombros de Glass temblaron y no pudo contener la risa. Kroll empujó el relicario hacia Ben.

—Mírelo más de cerca.

Ben lo cogió y lo examinó. Las manos empezaban a temblarle. Las letras L. L. estaban delicadamente grabadas en la parte trasera.

—Ábralo —dijo Kroll.

Ben presionó el pequeño cierre con el pulgar y el relicario se abrió. El corazón le latía a toda velocidad y, cuando vio lo que había dentro, abandonó toda esperanza y cerró los ojos. Las fotos en miniatura quedaron enfrentadas en el interior del relicario abierto. A un lado estaba Oliver; al otro, Richard y Margaret Llewellyn. La última vez que Ben lo había visto estaba colgando del cuello de Leigh. Cerró el relicario con cuidado y lo volvió a dejar sobre la mesa. Tragó. Tenía la boca seca.

—Esto no prueba nada.

—Muy bien. Quería ahorrarle esto, pero es usted testarudo. —Kroll pulsó otra tecla y, de repente, Leigh apareció en la pantalla.

Yacía tumbada sobre un matorral.

Sus ojos estaban vidriosos y sin vida. Había sangre en su rostro y por toda la parte delantera de su cuerpo.

Se quedó quieto por un instante. No podía ser. Pero sus ojos le estaban diciendo que así era. Más que decirlo, lo gritaban. Estaba muerta. Leigh Llewellyn, desvanecida como el humo.

Había muchas cosas que quería decirle.

Se sintió débil, como si se hundiera en un negro vacío. Se balanceó en la silla. Sus ojos se cerraron.

—Hermosa incluso muerta —dijo Kroll, contemplando la pantalla—. Pero no permanecerá así demasiado tiempo, no después de que los animales salvajes la encuentren. Tal vez ya lo hayan hecho.

Ben no era capaz de hablar. Entonces, del vacío que sentía emergió una inmensa oleada de rabia. Abrió los ojos de golpe y lo primero que vio, lo único que podía ver, fue a Kroll sentado allí, con aquella expresión impasible en su rostro. Era la expresión de un científico observando la agonía de un animal de laboratorio y anotando tranquilamente todos los detalles.

Ben se lanzó por encima del escritorio. El golpe dirigido al cuello del anciano le habría aplastado la tráquea contra la columna. Después de aquello podrían haberle hecho cualquier cosa, pero, al menos, habría disfrutado del placer de ver a Kroll presa del pánico, sufriendo una agonía de unos quince segundos.

Pero Glass fue rápido y el armazón de la 9 mm cayó con fuerza sobre la cabeza de Ben antes de que pudiese alcanzar al viejo. Kroll dio una patada con sus brillantes zapatos y su silla giratoria de ejecutivo se apartó lejos de su alcance. La puerta se abrió de golpe y los guardias entraron como flechas. Con la cadena, le ataron con brusquedad las muñecas a la espalda a través de los tubos de la silla.

Kroll se impulsó de nuevo hacia el escritorio y se colocó la corbata.

—Está claro que no se puede confiar en que te comportes de manera civilizada.

Ben sangraba por el ojo.

—¡Eres hombre muerto, Kroll!

—Lo dudo —replicó Kroll—. Aún no hemos terminado. Hubo una superviviente en el incidente de Eslovenia. Pulsó otra tecla y apareció otra imagen. Los hombros de Ben se hundieron.

Era Clara Kinski. La habían capturado.

La celda parecía pequeña, fría y húmeda. Estaba atada a una cama de hierro sobre un colchón desnudo. Sus tobillos y muñecas, tan pequeños, estaban sujetos a las barras con cinta adhesiva. Tenía los ojos vendados y luchaba débilmente por liberarse, como si estuviera perdiendo fuerzas.

—Es una imagen en directo a través de una webcam —dijo Kroll—. Puedo demostrártelo enviando por correo electrónico, en este preciso instante, una orden para que le corten uno de sus dedos mientras tú observas. ¿Te gustaría?

—No —dijo Ben—, no me gustaría. Pero sé lo que sí me gustaría ver.

Un extraño y salvaje brillo en los ojos del prisionero desconcertó a Kroll por un momento, pero lo disimuló con una sonrisa.

—No estás en situación de desafiarme, comandante —dijo—. Estoy a punto de hacerte una propuesta, y te sugiero que la consideres con detenimiento. En función de tu decisión, la niña vive o muere. Es así de sencillo. Ben mantuvo los ojos cerrados durante un tiempo. En su cabeza, Leigh lo estaba mirando. Sonreía. Abrió de nuevo los ojos para controlar los latidos de su corazón y su respiración.

—Te escucho —dijo, con serenidad, tras una larga pausa.

—Dime si reconoces a esta persona. —Clara desapareció de la pantalla y fue sustituida por la fotografía de un hombre atractivo de cuarenta y pocos años. Iba bien vestido, aunque informal, y parecía que la foto se había tomado en algún tipo de evento importante.

—No sé quién es —murmuró Ben con sinceridad.

Kroll lo observaba con atención, como si estuviese decidiendo si creerlo o no. Asintió.

—Deberías seguir más la política, comandante. Este es Philippe Aragón, el candidato a la vicepresidencia de la UE. Es tu objetivo.

—No soy un asesino.

—Eso es, precisamente, lo que eres. Y, además, te gusta mantener la práctica de tus habilidades. No hace mucho que disparaste a cinco hombres a sangre fría en tu humanitaria misioncita en Turquía. —Kroll cambió de tema—. En cualquier caso, yo no he dicho que quiera que lo asesines. Queremos que nos lo traigas. Nosotros cuidaremos de él.

—Me lo imagino —dijo Ben—. He visto las cosas enfermizas que vuestra Orden de Ra le hace a la gente.

—¡La Orden de Ra! —La arrugada cara de Kroll se dividió en una amarillenta sonrisa y giró el cuello para sonreírle a Glass. Glass hizo lo propio.

Kroll se limpió la boca y, con ello, la sonrisa.

—Hace mucho tiempo que nadie nos llama por ese ridículo y viejo nombre. La Orden de Ra es parte de la historia, mi joven amigo. Es una reliquia tan antigua como su fundador, mi tataratatarabuelo, Viktor Kroll.

—Pero veo que aún conserváis algunas de vuestras tradiciones —dijo Ben—. ¿O una bala en la cabeza resulta demasiado moderno para tu gente?

—Algunas personas no merecen siquiera una bala —dijo Kroll—. Para los hombres como Philippe Aragón reservamos un tipo especial de recibimiento.

—¿Como una ejecución ritual? —replicó Ben.

Kroll se encogió de hombros.

—Hay tradiciones que merece la pena mantener.

—¿Qué le vais a hacer? ¿Arrancarle la lengua como hicisteis con ese otro tipo, quienquiera que fuese?

Kroll no dijo nada. Observó a Ben por un momento, de nuevo como si evaluara la veracidad de sus palabras, y entonces esbozó otra vez aquella siniestra sonrisa.

—El castigo va de acuerdo con el crimen —dijo—. A los hombres que son incapaces de mantener la boca cerrada, se les arranca la lengua. En el caso de Aragón, tenemos en mente algo un poco distinto. Tendrá lugar exactamente dentro de dos días, una vez que tú te hayas encargado de él y lo lleves a una cita organizada con mis agentes. —Kroll estiró el brazo y pulsó otra tecla. La imagen de Aragón fue sustituida por la fotografía de una casa.

Ben estudió la inusual construcción. Aquella casa contaba con un radical diseño de acero y cristal curvados, sobre la ladera de un pronunciado desnivel. Parecía un emplazamiento tranquilo. El cielo estaba azul, la hierba verde y, al fondo, se divisaban las inclinadas colinas.

Sentado por la fuerza en aquella silla, con la sangre corriéndole por el rostro y Leigh muerta, Ben deseaba estar en aquel apacible paraje más que cualquier otra cosa en el mundo. En cualquier lugar excepto donde estaba.

Kroll le mostró varias imágenes: la casa desde distintos ángulos, panorámicas frontales y aéreas, los lagos y las colinas del fondo. Aparecieron unos planos en la pantalla y Ben los examinó mientras Kroll le daba información.

—La casa está en Bélgica, a una hora de Bruselas. Hace una hora, mis fuentes me informaron de que estará solo allí, durante tres días, a partir de mañana, ya que su esposa y su familia asisten a una boda en Estados Unidos. Aragón tenía previsto viajar con ellos, pero debido a las presiones del trabajo cambió de opinión. Esto supone una oportunidad perfecta para un hombre con tu habilidad y en tu particular situación. Es el único motivo por el que he decidido mantenerte con vida… De momento, debería añadir.

La pantalla se quedó vacía. Kroll se recostó sobre el respaldo de su silla y continuó hablando.

—Si cumples con la misión, dejaremos que la niña regrese con su padre y tú también obtendrás tu libertad. Puedes volver a los asesinatos por cuenta propia para rescatar a los necesitados, o comoquiera que prefieras justificar lo que haces. —Kroll hizo una nueva pausa y entrelazó sus largos dedos bajo la barbilla—. Si te niegas o si tratas de traicionarnos de algún modo, primero verás morir a la niña y, a continuación, tú mismo morirás. Espero haberme explicado con la suficiente claridad. No habrá segundas oportunidades.

Ben no dijo nada.

Kroll prosiguió:

—Ahora bien, sé qué clase de hombre eres, comandante Hope. Sé perfectamente que si te dejamos ir por libre, intentarás tomar represalias contra nosotros, está en tu naturaleza. Sin embargo, no olvides que podemos llegar hasta la niña y su padre en cualquier momento. Y no solo eso, sino que podemos poner fin rapidísimamente a tu operación. Si en algún momento demuestras intención alguna de jugárnosla, serás inmediatamente capturado y trasladado a Turquía. Nuestro contacto allí está muy interesado en cogerte por el asesinato de cinco hombres.

—No soy un asesino —dijo Ben con tranquilidad—. Rescato a la gente.

—¿De verdad? No obstante, consideras un intercambio justo acabar con cinco vidas para liberar a una sola niña.

—Dos niñas —dijo Ben—. Eran inocentes. Los hombres responsables de la red pederasta no lo eran. Y no iban a dejar de hacerlo.

—Qué vocación tan noble, comandante. Tal vez no estuvieses al tanto de que eran agentes de policía. Agentes corruptos, de acuerdo, pero, de cualquier manera, a las autoridades turcas no les gusta que alguien se tome la justicia por su mano y mate a sus agentes.

—Lo sabía. Mayor razón para matarlos.

Kroll hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Tal vez, pero aquí no estamos hablando de ética. Es de ti de quien estamos hablando. La prisión en Turquía no es una experiencia agradable, te lo aseguro. No habría juicio ni posibilidad de libertad condicional. Te pasarías las próximas tres décadas tremendamente incómodo, y si algún día volvieses a experimentar la libertad, ya serías un hombre muy viejo y achacoso. Quiero que tengas todo esto muy en cuenta a la hora de tomar tu decisión, comandante. Tu vida está en nuestras manos. Tenemos un control absoluto sobre ti. No tienes alternativas, solo una muerte cobarde hoy, aquí, si te niegas a cooperar.

—Tenéis todo atado y bien atado, ¿verdad?

Kroll se echó a reír.

—A estas alturas deberíamos, después de dos siglos de práctica.

Ben dejó que sus tensos músculos se relajaran sobre la silla.

—¿Por qué yo? —preguntó cansado. La sangre se le metió en la boca.

—Es muy sencillo —dijo Kroll—. Aragón tiene muchos guardaespaldas. Hemos intentado llegar hasta él con anterioridad, y se ha vuelto muy suspicaz. Está muy bien protegido. Necesitamos a alguien con experiencia probada en el arte del sigilo, que se pueda colar en los lugares férreamente vigilados sin ser visto. En segundo lugar, no se te puede relacionar con nosotros. Si te atrapan o te matan, los periódicos hablarán de un neofascista solitario que intentó asesinar al gran hombre. —Sonrió—. Naturalmente, no necesito recordarte que si te cogen, mantendrás la boca cerrada o, de lo contrario, la niña muere y te compraremos un billete a Turquía solo de ida.

—Debería ir con él —se ofreció Glass, observando a Ben desde detrás de la silla de Kroll—. Asegurarme de que no utiliza ninguna artimaña.

Kroll sonrió y sacudió la cabeza.

—No es necesario —respondió—. Creo que podemos confiar en que nuestro buscador de niños perdidos se va a portar bien. Sabe lo que le puede ocurrir a nuestra joven invitada si no lo hace. —Se recostó, satisfecho consigo mismo. Era un plan perfecto, la oportunidad que llevaba tanto tiempo esperando. Aragón muerto, Hope neutralizado y presionado para obedecerlo, Kinski silenciado, y, todo ello, de un solo golpe.

Ben dejó caer la cabeza. Buscaba un modo de salir de aquello. No lo había.