Capítulo 46

Ben fue recuperando el conocimiento poco a poco. Primero notó, vagamente, la vibración que atravesaba su cráneo por la parte que tenía apoyada contra el duro metal del arco de la rueda. Su visión era borrosa y se sentía mareado. Después, reparó en el frío que hacía. Tenía escalofríos y los dientes le castañeteaban.

Estaba tirado en el suelo de un enorme camión. Las paredes metálicas resonaban con el motor y el quejido de la transmisión. Se incorporó, gimiendo, y trató de ponerse de pie. La cabeza aún le daba vueltas.

Tenía fragmentos de recuerdos incompletos. Recordaba el piso de Ingrid. Que lo habían atropellado. Antes de eso, la persecución por las calles. También, a Kinski herido.

De golpe, lo recordó todo. Lo habían drogado.

Se agarró a una de las abrazaderas de refuerzo del interior del armazón metálico y se arrastró para levantarse. El camión daba continuos bandazos y botes, y resultaba difícil mantenerse en pie. No había ventanillas. Consultó su reloj. Eran casi las seis en punto. Debía de llevar más de una hora y media en la carretera. ¿Adónde lo llevaban?

El ajetreado viaje duró otro cuarto de hora más; la carretera era peor y el camión aminoró la marcha. Ben se tambaleó de pared a pared cuando el vehículo giró bruscamente hacia una bocacalle y se detuvo. Oyó el sonido de unas puertas cerrándose y las voces de, al menos, tres hombres diferentes que hablaban en un rápido y áspero alemán. Notó que el vehículo daba marcha atrás. El ruido del motor resonaba y hacía eco, como si el camión estuviese dentro de un gran espacio metálico.

Las puertas se abrieron y lo cegaron las luces. Unas manos lo agarraron con fuerza por los brazos y lo sacaron del furgón. Cayó de rodillas sobre el frío hormigón y miró a su alrededor pestañeando. A su alrededor había siete, ocho, nueve hombres, todos armados con pistolas o con carabinas automáticas Heckler & Koch. Tenían aspecto de militares: rostros serios, mirada fría y serena.

El edificio prefabricado parecía un viejo hangar de una base aérea y se extendía en todas direcciones, como una inmensa catedral de aluminio. El suelo de hormigón estaba pintado de verde. Los únicos muebles que había eran una silla tubular y una mesa metálica. El fuego centelleaba en el interior de una estufa con el frontal acristalado y un largo tiro de acero que llegaba hasta el techo. De pie, en medio de aquel espacio diáfano, había un hombre vestido de negro calentándose las manos frente a la estufa. Tenía el pelo muy corto, de color rubio cobrizo.

Ben entrecerró los ojos para protegerse de la cegadora luz. Aquel hombre le resultaba familiar. ¿Quién demonios era?

Uno de los tipos armados se acercó demasiado y Ben vio en ello una arriesgadísima oportunidad. Cerró el puño y le dio un golpe. El hombre dejó escapar un quejido de ahogo, al ser golpeado en la garganta, y cayó al suelo retorciéndose con espasmos. La pequeña y gruesa H&K estaba dando vueltas en el aire cuando Ben la interceptó. Estaba amartillada. Le quitó el seguro. Era más rápido que aquellos hombres y podía derribarlos a todos antes de que consiguieran llegar hasta él. O tal vez no.

El arma se le escapó de las manos cuando cayó al suelo, mientras todo su cuerpo se agitaba con violentas convulsiones. Unos cables rizados de plástico conectaban el dardo que le habían clavado a una pistola eléctrica que sostenía uno de los guardias (el que Ben no había visto, el que había salido de detrás del camión). La intensa corriente eléctrica lo subyugaba, controlando sus músculos y dejándolo totalmente indefenso.

—Ya es suficiente —dijo el hombre alto vestido de negro.

La descarga cesó al instante. Ben respiraba entrecortadamente, tumbado sobre el hormigón. Uno de los guardias había cogido su macuto de lona. Se acercó al hombre alto y le entregó la bolsa. Éste la vació sobre una mesa de acero. Sacó la ropa y su kit de primeros auxilios: la Para-Ordnance del 45.

Sin embargo, el hombre estaba más interesado en el archivador. Abrió la tapa y hojeó las notas de Oliver mientras asentía. Aquel era el material. Sus instrucciones eran claras.

Arrugó las notas formando una gran bola, abrió la portezuela de la estufa y arrojó los papeles al interior. La cabeza de Ben se derrumbó sobre el suelo al ver las notas de su amigo ardiendo entre las llamas, retorciéndose y ennegreciéndose sin vuelta atrás. Esta vez, quedaron reducidas a nada. Las pavesas se convertían rápidamente en ceniza y desaparecían por el conducto de la estufa.

Inmediatamente después, el hombre cogió la carta de Mozart. Quitó la cinta que la enrollaba y se la echó sobre el hombro. Extendió el viejo papel y lo miró por encima con una expresión de desdén.

Por un momento, Ben creyó que también iba a quemarla. Pero volvió a enrollarla y la metió en un tubo de cartón. Dejó el tubo a un lado y volvió a revisar las cosas que había sobre la mesa. Esta vez, su mano acabó dando con la caja que contenía el CD.

Asintió, comprobó que el disco estuviera dentro, la cerró y se la guardó en el bolsillo lateral de sus pantalones militares. Parecía satisfecho con el hallazgo.

—¡Traedlo aquí! —ordenó a los guardias.

Ben gimió cuando lo levantaron por los brazos y lo arrastraron por el hangar. Una larga y pesada cadena colgaba de una viga del techo y terminaba a unos dos metros del suelo de hormigón. Lo apuntaron con una pistola en la cabeza. Le estiraron los brazos y notó el frío pellizco de las esposas en sus muñecas. Dos pares de esposas, uno para cada muñeca. Le levantaron los brazos y sujetaron el otro extremo de las esposas a la cadena. Entonces, retrocedieron y los ocho hombres formaron un amplio semicírculo a su alrededor. Cañones de pistolas lo apuntaban desde todas las direcciones. Lo único que podía hacer era mantenerse erguido para soportar el peso sobre los pies y no sobre las muñecas.

El hombre corpulento se acercó a él. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y, en el rostro, una sonrisa malintencionada. Ben sabía perfectamente lo que venía a continuación.

El hombre se paró ante él, cerró su carnoso puño derecho y le puso empeño. Tenía fuerza y había hecho esto antes. Fue un buen puñetazo. Ben tensó sus músculos abdominales para parar el golpe, pero no fue suficiente. Se desinfló. Le fallaron las rodillas y se quedó colgando de sus brazos encadenados.

—Me alegro de volver a verte, Hope. ¿Me recuerdas? Quiero que te acuerdes de mí. Ben recuperó el aliento y alzó la vista para mirarlo. Ahora lo recordaba. Qué mundo tan pequeño. Jack Glass. El cabrón psicópata que casi lo había matado, quince años atrás, en Brecon Beacons.

Ben se esforzaba por ordenar todo aquello en su cabeza. ¿Por qué Glass? ¿Por qué aquí? ¿Por qué esto?

Glass esbozó una mueca, se secó una gota de sudor de la frente y empezó a remangarse.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo.

Ben lo observó. Era mucho más corpulento que en la época de selección para el SAS, pero su mayor tamaño no se debía a la grasa. Tenía los antebrazos gruesos y musculados, como si hubiese estado entrenando con pesas durante horas, todos los días, año tras año. Aquel no era el único cambio físico que Ben había percibido en aquel hombre. En la oreja derecha tenía unas horribles cicatrices; le faltaba el lóbulo y parecía un amasijo de cera fundida.

Cuando Ben se fijó en la oreja, su aturdido cerebro empezó a relacionar cosas. El vídeo. El secuestrador de Clara Kinski.

—¿Qué estás haciendo aquí, Hope? —le espetó Glass—. ¿Has venido a investigar sobre el hermano muerto de tu novia? Está bien muerto. Créeme, lo sé. —Hizo retroceder su puño y se lo clavó en el costado.

Esta vez, Ben estaba preparado. Tensó los músculos con más fuerza y se giró un poco para encajar el golpe en el estómago y no en el riñón. Aun así, le hizo daño, y mucho. El dolor lo abatió y le cortó la respiración. Estaba viendo las estrellas. Glass retrocedió, frotándose el puño.

—No tienes que responder —dijo—. Esto no es un interrogatorio. Ya sabes lo que eso significa. —Le dio unos golpecitos a la caja del CD que tenía en el bolsillo—. Tengo todo lo que necesito de ti, así que ya no te necesito con vida, ¿comprendes?

A Ben se le pasó un pensamiento inquietante por la cabeza. ¿Por qué no le habían preguntando por Leigh?

Glass se inclinó sobre la mesa y cogió algo metálico y sin brillo. Era un pesado puño americano de acero. Lo sujetó con la mano izquierda, abrió los dedos de la mano derecha y lo deslizó entre ellos. Cerró su enorme mano y miró a Ben a los ojos sonriendo.

—Me voy a tomar mi tiempo contigo. Divertido y lento. Pero, primero, te voy a ablandar. Luego… —Hizo una pausa y miró a los hombres que los rodeaban con una sonrisilla impaciente—. Bueno, mejor te lo muestro. —Hizo un gesto hacia uno de los guardias, el gordo de baja estatura con el pelo gris recogido en una grasienta cola de caballo. El tipo bajó su MP-5, se la colgó a la espalda y se dirigió a una bolsa que había en el suelo. Abrió la cremallera.

Dentro había una motosierra. El tipo gordo echó un chorrito de gasolina en el pequeño carburador. Cogió el extremo del cordón de arranque y tiró de él. La motosierra arrancó con furia, y el sonido que produjo retumbó por todo el hangar. El tipo aumentó la potencia del regulador.

Glass lo miró y asintió para que apagase el motor. El hangar se quedó de nuevo en silencio. El guardia dejó la motosierra sobre la mesa.

Glass se volvió de nuevo hacia Ben.

—Como ya he dicho, Ben, esto no es un interrogatorio. Así que ahora viene la parte divertida. —Sonrió—. Te voy a cortar un trocito cada vez y, créeme, voy a disfrutar haciéndolo. —Glass pegó su cara a la de Ben. Su piel era pálida y grasienta—. De la misma manera que disfruté matando a tu amigo Llewellyn. También resultó fácil.

A Ben le hirvió la sangre con ese comentario. Glass acababa de sentenciarlo a muerte. Si pudiera escapar de todo aquello… Aunque no parecía algo demasiado probable. Tiró de la cadena. Era sólida. El semicírculo de pistolas apuntaba fijamente a su cabeza. No había modo alguno de salir de allí.

Apartó la vista de Glass para mirar la motosierra y se imaginó la hoja, acercándose, chirriando. Con sólo rozarlo ligeramente ya le causaría un daño irreversible. ¿Qué le cortarían primero? Ni el hombro ni el abdomen, pues un traumatismo importante en algún órgano vital acabaría con su vida con bastante rapidez. Querían divertirse. Tal vez una pierna, pero no demasiado arriba. La hoja se acercaría a él por un lado, bajo la rodilla. El primer contacto superficial rasgaría la ropa y abriría la carne. Una presión mayor y la sierra llegaría al hueso. Lo rebanaría con fuerza, como si nada.

Primero una pierna, luego la otra. Se le caerían los miembros como cae la fruta madura de un árbol. Irreversible, pasara lo que pasara a continuación. Se quedaría colgando de la cadena, girando una y otra vez, chillando, con los muñones destrozados y la sangre cayendo a borbotones sobre el hormigón. Podía verlos riéndose y disfrutando de la escena.

Aquello no iba a ocurrirle a él. De ningún modo.

Volvió a tirar de la cadena.

El puño americano acaparó la luz de los neones del techo. Glass balanceó su puño un par de veces amenazante, gruñendo. Se detuvo, sonrió y, entonces, echó el puño hacia atrás, escrutando el rostro de Ben en busca del mejor punto para golpearlo. Ben, colgado de la cadena, miraba fijamente el puño americano mientras se resignaba al brutal golpe que le iba a romper la nariz y aplastarle los dientes hasta la garganta. Lo peor estaba por venir. Empezó a encogerse para estar preparado. Pero uno nunca puede prepararse para algo así.