Capítulo 45

El impacto con el coche lo dejó sin respiración. Salió despedido por encima del capó, se golpeó la cabeza contra el parabrisas y cayó al suelo. La puerta del conductor se abrió de golpe y una chica joven salió con expresión horrorizada. Corrió hasta Ben, que intentaba levantarse del suelo despacio. Hablaba en un atropellado alemán y se disculpaba profusamente.

Ben se puso de pie con dificultad y se apoyó contra el lateral del coche. La cabeza le daba vueltas. Trató de enfocar la vista hacia el callejón. Llegarían en cualquier momento.

—No importa —murmuró—. No ha sido culpa tuya.

Ella abrió los ojos con un gesto de sorpresa.

—¿Eres americano? —preguntó en inglés.

—Británico. —Trató de recomponer sus ideas—. Me acaban de dar el palo.

La chica parecía confusa.

Ella asintió.

—Cabrones. Llamaré a la policía —dijo, cogiendo su teléfono—. Entra en el coche. Setzen sie hier. Debes descansar.

Nein. No. Keine Polizei. No hay necesidad de llamar a la policía. Sólo sácame de aquí, por favor. ¡Rápido! —Cogió su macuto del suelo y lo arrojó en el asiento del pasajero. El callejón seguía vacío, pero los matones no podían andar muy lejos.

—En ese caso, tendré que llevarte al Arzt… al médico. Al hospital. Estás herido. —Observó preocupada que le sangraba la cabeza; se mordió el labio mientras encendía el contacto y el coche empezaba a moverse sobre los adoquines—. Lo siento de veras. Nunca me había pasado algo así. Yo…

—No es culpa tuya —repitió él—. Verás, no necesito un médico. Me pondré bien. Necesito descansar un poco en algún sitio. Si puedes dejarme en algún hotel barato, sería genial.

Ella parecía perpleja, aunque asintió vacilante.

—Como quieras —dijo. Salió a la calle principal y se mezcló con el tráfico. Ben se volvió en su asiento con dificultad. No había indicios de que alguien lo siguiera. Esperaba que Kinski estuviese bien.

Ella conducía en silencio, con aspecto de encontrarse incómoda y angustiada. Sacudió varias veces la cabeza antes de hablar.

—Mi piso está a medio kilómetro de aquí. Tengo botiquín para curarte la herida y puedes descansar allí, si quieres. Es lo menos que puedo hacer.

A Ben le dolía intensamente la cabeza. Tal vez no fuese mala idea. Irrumpir en un hotel, sangrando por la cabeza, llamaría demasiado la atención.

—De acuerdo.

—Soy Ingrid —dijo ella—. Ingrid Becker.

—Ben —respondió él—. Dios, mi cabeza.

El teléfono de Ingrid comenzó a sonar.

Ja? Hola, Leonie. Sí… No puedo hablar ahora, estoy con un amigo… Tal vez nos podamos ver luego, ¿vale? Tchüss. —Apagó el teléfono—. Perdona. Era mi prima —dijo sonriendo—. ¡Ya hemos llegado! —Puso el intermitente y metió el Peugeot en un aparcamiento subterráneo.

Ingrid ayudó a Ben a entrar en el ascensor y pulsó el botón del segundo piso. Él se dejó caer contra la pared y la observó. Tendría unos veinticinco años, aproximadamente, y el cabello corto y oscuro con reflejos rojizos. Llevaba puestos unos vaqueros con botas militares y, por debajo de un abrigo forrado de pelo, se veía una camisa de cuadros, pero, a pesar de todo, conseguía estar sorprendentemente atractiva.

El ascensor se abrió. Ella lo cogió cuidadosamente del brazo y lo ayudó a llegar hasta la puerta.

—¿Estás bien?

—Lo estaré.

El piso de Ingrid era pequeño pero acogedor. Lo condujo hasta un sofá de dos plazas situado en la estancia principal. El ambiente resultaba cálido, así que Ben se quitó la chaqueta de cuero y la dejó sobre el brazo del sofá. Se sentó y se recostó sobre el respaldo mientras ella corría al baño a por algodón y algo para desinfectar la herida.

—Esto te escocerá un poco —dijo. Se inclinó sobre él y le frotó suavemente la herida con un trozo de algodón mojado.

—¡Ay!

—Lo siento. Me siento fatal por todo esto. ¿Te apetece algo de beber?

Ben sacó su petaca.

—Toma un poco tú también —dijo—. Creo que lo necesitas más que yo. Ingrid cogió dos vasos y se sentó con él en el sofá. Ben sirvió el whisky que le quedaba y la miró a la cara. Tenía una bonita sonrisa y una mirada dulce de ojos oscuros. Aunque también revelaban tristeza.

—¡Salud!

—Prost.

Brindaron y bebieron.

—Es bueno —dijo ella—. ¿Te gusta el Schnapps? Tengo una botella.

—Sí. Me vendría bien tomar un poco. —La cabeza ya le daba menos vueltas y empezaba a sentirse algo mejor. La conmoción no iba a ser un problema, pero el cansancio sí lo era. Lo estaba conquistando por momentos.

—¿Quieres un analgésico?

—Preferiría el Schnapps —dijo exhausto, y ella se rio.

—Me alegro tanto de que estés bien… Creí que te había matado o algo así. Ben acabó su whisky y ella abrió la botella de Schnapps. Sirvió un poco del licor transparente en el vaso y él se lo bebió. Era mucho más fuerte que el whisky.

—No te preocupes —dijo él—. No soy tan fácil de matar.

—¿Fumas? —Se sacó un paquete arrugado de Gauloises sin filtro del bolsillo. Ben cogió uno y buscó su Zippo. Ella apoyó sus largos dedos sobre la mano de él mientras le daba fuego. Ben se reclinó en el sofá y cerró los ojos.

—Eres de una especie que escasea —dijo ella, mirándolo mientras exhalaba una nube de humo.

—¿Por qué lo dices?

Ella sacudió el cigarrillo y señaló el vaso de Schnapps que Ben tenía en la mano.

—Ya no conozco a ningún hombre que fume cigarrillos decentes o beba alcohol decente. —Sonrió—. ¡Cobardes!

—Mi madre era irlandesa y se fumó más de un millón de cigarrillos a lo largo de su vida —dijo él.

—¿Un millón?

—Sesenta al día, desde los quince hasta el día en que murió. Haz el cálculo.

Mein Gott. ¿De qué murió?

—Se emborrachó en su noventa y cinco cumpleaños, se cayó por las escaleras y se rompió el cuello. —Ben sonrió al recordar a la anciana—. Murió feliz y nunca padeció de nada.

—Está claro, voy a empezar a beber y fumar más —dijo Ingrid. Apoyó una cálida mano en la rodilla de Ben y la mantuvo un poco más de lo normal—. ¿Te gusta la música? —Se levantó de un salto y se dirigió a un equipo de música que había sobre el aparador.

—No tienes nada de Bartók, ¿verdad?

Ella se echó a reír.

—Qué va. Esa música es para comerse las uñas. Demasiado intensa para mí.

—A mí me gusta lo intenso.

—Pareces un tipo interesante —dijo ella—. Yo prefiero el jazz. ¿Qué te parece un poco de jazz?

—¿Qué tal Don Cherry u Ornette Coleman?

—Ciertamente, te gusta lo intenso —dijo ella. Recorrió su colección de CD con los dedos y sacó uno—. Tengo Bitches Brew[7], Miles.

—Miles está bien —dijo él.

Durante un rato estuvieron sentados escuchando música, bebiendo Schnapps y charlando. Ella le preguntó qué hacía en Viena y él le dijo que era periodista independiente. Eso le recordó a Oliver.

Le ardían los ojos por el cansancio, y se adormeció un par de veces. Esperaba que la frenética fusión del jazz de Miles Davis lo ayudara a mantenerse despierto, pero no estaba funcionando.

—Pareces agotado —dijo Ingrid, preocupada—. Tal vez debas dormir un rato.

—Tal vez —musitó él.

—Túmbate aquí, en el sofá —dijo con una sonrisa.

Estaba demasiado cansado para negarse. Ella apagó la música, le puso unos cojines bajo la cabeza y cogió una manta de su dormitorio para taparlo. Al instante, se quedó dormido.

Se despertó con la sensación de que no habían pasado más que unos segundos. Ella estaba sentada en el extremo del sofá, observándolo con expresión tierna. Él se incorporó sobre un codo, adormilado.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Poco más de una hora. Tengo hambre —dijo ella poniéndose de pie—. ¿Y tú?

Él se estiró, se puso de pie y la siguió hasta la cocina. Era pequeña y estaba limpia.

—No debería quedarme mucho más tiempo. No quiero causarte problemas.

—No, en serio, no es ningún problema. Me alegro de tener un poco de compañía. Y de todos modos, te estoy utilizando.

—¿Utilizando?

Ella se rio.

—Para practicar idiomas.

—Pero si he estado durmiendo la mayor parte del tiempo. Y, además, hablas muy bien.

—¿Te gustan las Wurst? —Abrió el frigorífico—. También tengo un poco de pollo asado frío.

Sacó dos platos y le sirvió unos trozos de pollo con salchicha acompañados de un poco de pan y ensalada. Para beber, agua mineral. Se sentaron en dos taburetes altos en la barra de la cocina y, mientras comía, Ben notó que recuperaba las fuerzas.

—No te he preguntado a qué te dedicas —dijo.

—Trabajo para una gran empresa. Soy asistente personal —contestó con expresión huraña.

—¿No te gusta?

—No, lo detesto —dijo categóricamente—. Ojalá pudiera dejarlo.

—Suena bastante mal. ¿Qué te obligan a hacer?

—No tienes ni idea —respondió. Su sonrisa había desaparecido.

—Tal vez deberías ir pensando en cambiar de trabajo.

—No es tan fácil —dijo ella. Sus ojos se encontraron por un instante. Él le gustaba. Apenas recordaba la última vez que había estado con un hombre que le gustara de verdad. Apartó la mirada.

—Siento que tengas problemas —dijo Ben.

Ella se encogió de hombros.

—Todo el mundo los tiene. —Hizo una pausa—. ¿Otro Schnapps?

—Por qué no —respondió él.

Ella le sonrió, descendió del taburete y fue a por la botella a otra habitación. Enseguida regresó con un vaso para cada uno.

—Una por la carretera, pues —dijo él, cogiendo uno de los vasos. Ella se fijó en cómo se llevaba el vaso a los labios. Bebió un par de sorbos. Bitches Brew, pensó para sus adentros.

Ben consultó su reloj. Tenía cosas que hacer y el dolor de cabeza había remitido.

—Debería marcharme ya —dijo—. Me ha encantado conocerte, Ingrid. Cuídate, ¿vale?

—Yo también estoy encantada, Ben. —Se odiaba a sí misma. Quería gritar.

—Y deja ese trabajo que te hace tan infeliz —le aconsejó—. Encuentra algo que te guste.

—Ojalá pudiera.

—No te preocupes demasiado, Ingrid. Eres de los buenos, recuerda. —Le tocó el brazo con gesto cariñoso.

Ella lo apartó, evitando su mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó él al darse cuenta.

—No es como tú crees.

—¿Qué quieres decir?

¿Por qué no había hecho caso de su primer impulso y lo había dejado marchar? No era como los demás. Quería retroceder los últimos segundos y decirle que corriese, que corriese como un loco.

Pero ya había llegado demasiado lejos para eso. Él había ingerido seis gotas de la droga y, en unos pocos segundos más, iba a hacerle efecto. Era insípida e inodora, y Ben no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo. Sonreía, pero sus ojos empezaban a nublarse.

Ella sabía lo que le iban a hacer. Acababa de firmar su sentencia de muerte. Ben se bajó del taburete. Una extraña sensación se estaba extendiendo por todo su cuerpo con rapidez, y casi no tuvo tiempo de asimilarlo o tratar de luchar contra ello. Primero le falló la rodilla. Su pierna pareció salir disparada hacia delante y notó que se caía como a cámara lenta. Se golpeó contra el suelo y observó aturdido como su vaso se hacía añicos junto a él.

Empezaba a nublársele la visión. La vio a ella, de pie delante de él. Estaba hablando por teléfono. Su voz sonaba profunda, estridente y muy lejana.

—Ya podéis venir a por él —dijo Eve, mirándolo. Estaba perdiendo el conocimiento. Su cabeza se desplomó sobre el suelo.

Se arrodilló junto a él y le acarició el cabello.

—Lo siento mucho, Liebchen.

Cuatro minutos más tarde, unos hombres vinieron a por él. Irrumpieron en el piso de Eve, lo recogieron del suelo y se lo llevaron a la furgoneta que aguardaba fuera.