Viena
Los escombros salieron volando por la transitada intersección cuando el inmenso camión atravesó el Mercedes y lo partió en dos. Los demás coches derraparon y empezaron a chocar los unos con los otros. Las dos mitades del vehículo de Kinski salieron despedidas en distintas direcciones. La mitad trasera dio unas vueltas de campana, rodó y acabó volcando, mientras que la delantera se deslizó hasta el arcén, entre una lluvia de chispas provocada por el rozamiento de la parte inferior.
La calzada estaba llena de cristales rotos y el pavimento resbaladizo, a causa del líquido refrigerante que se había derramado. Las bocinas sonaban sin descanso. A lo largo del bulevar, la multitud no paraba de dar voces y gritos. Había coches por todas partes formando ángulos inverosímiles. En un momento, aquel cruce había pasado de ser una cotidiana escena callejera a convertirse un mar salvaje y caótico de vehículos y gente aterrorizada, invadida por el pánico. Una lluvia helada comenzó a caer y, en cuestión de segundos, se convirtió en una tormenta de granizo.
Ben se sacudió fragmentos de cristal del pelo. El Mercedes era un amasijo de metal retorcido, plástico abollado y ventanillas destrozadas. Tras los asientos delanteros, donde debería estar el resto del coche, no había más que un inmenso vacío. Le pitaban los oídos por el impacto y se sentía desorientado. Una de sus cajas de munición se había abierto y los cartuchos rodaban por lo que quedaba del interior del coche. Olía a quemado. La puerta que tenía al lado estaba colgando de las bisagras.
A su izquierda, Kinski mascullaba algo, semiinconsciente y con el rostro ensangrentado. Ben podía oír los gritos y el caos que se había formado en la calle, junto con el granizo que aporreaba el techo del Mercedes. Se volvió aturdido en su asiento. El camión blindado había derrapado hasta detenerse a unos cincuenta metros de donde se encontraban ellos. Entonces, se abrieron los portones traseros.
Cinco hombres salieron del camión. Vestían chaquetas negras y portaban rifles de asalto Heckler & Koch. Armamento militar, automático, con cargadores de gran capacidad y munición ultraveloz que podía atravesar acero y ladrillo. Llevaban el rostro oculto con máscaras de hockey negras. Avanzaban con decisión bajo el granizo con la culata del rifle apoyada sobre el hombro y el cañón apuntando al Mercedes. Se oyó el ensordecedor estruendo de una ráfaga de gran potencia. Las balas atravesaron la puerta del Mercedes e impactaron en el salpicadero, a solo unos centímetros de Ben. Empezaron a salir chispas del sistema eléctrico.
Todavía aturdido, Ben se miró la mano. Aún sujetaba el cargador con varias balas. Parecía que todo estaba sucediendo a cámara lenta. Veía a los tiradores que se acercaban, pero sus sentidos no eran capaces de reaccionar.
¡Céntrate! Metió el cargador en la empuñadura de la pistola y quitó el seguro. Para cuando la primera bala entró en la recámara, ya había localizado a su primer objetivo. El hombre retrocedió unos pasos vacilante, recuperó el equilibrio, se echó el arma al hombro y continuó avanzando. Chalecos antibalas.
El Audi Quattro negro apareció en medio del caos apartando coches de su camino. Se bajaron tres hombres, agachados y con armas. Los agentes de Kinski. Se cubrieron con las puertas abiertas del coche y comenzaron a disparar a los tiradores enmascarados. Los disparos de sus pistolas no eran nada en comparación con el inmenso estrépito de los rifles militares. Las balas supersónicas atravesaban el acero sin esfuerzo alguno, y el fuego automático perforó por completo el Audi. Uno de los hombres de Kinski cayó derribado, de espaldas, con el pecho herido, y su arma se deslizó sobre la calzada. El pánico se apoderó de las aceras y la gente huía de allí asustada. Se podían oír sirenas lejanas.
La visión de Ben era demasiado confusa para apuntar con precisión. Confió en su instinto y, esta vez, atinó por encima del chaleco antibalas.
Uno de los tiradores cayó, agarrándose la garganta, y resbaló unos metros sobre la carretera helada. Una bala de rifle atravesó el marco de la ventanilla del Mercedes. Ben notó que la onda expansiva le erizaba el cabello. Disparó a ciegas dos veces más. El fuego de apoyo procedente del Audi derribó a los otros cuatro. Las sirenas se acercaban y su rumor ya se escuchaba por encima del caos y los gritos.
Kinski volvió en sí. Se retorcía de dolor y se aferraba la pierna. Ben abrió la puerta del Mercedes de una patada, rodó a la calzada sin soltar su bolsa y vio a los hombres replegándose. No contaban con encontrar tanta resistencia. La aparición de los hombres de Kinski había supuesto una desagradable sorpresa para ellos.
Más allá del océano de coches abandonados aparecieron las luces de la policía. Los cuatro tiradores huyeron corriendo. Un agente de Kinski se inclinó sobre el capó perforado del Audi y disparó tres balas 9 mm. Uno de los tiradores se tambaleó y cayó de bruces sobre la carretera mojada, y, con él, cayó también el rifle.
Los otros tres alcanzaron la acera y desaparecieron por un callejón. El hombre de Kinski mostró su placa cuando la policía salió de sus vehículos y se fue corriendo entre los coches, con el arma preparada.
Ben se volvió para mirar a Kinski. Su rostro estaba blanco y contraído por el sufrimiento.
—Tengo la pierna rota —murmuró—. Vete. Síguelos.
Ben sabía que no podían descubrirlo con Kinski. Demasiadas preguntas y complicaciones que no serían buenas para ninguno de los dos. Le dedicó un gesto de asentimiento al hombretón alemán, con el que pretendía decir «Hasta la próxima», y corrió agazapado entre los coches abandonados, alejándose con rapidez del destartalado Mercedes.
Nadie de la policía lo vio irse. Llegó a la acera tambaleándose un poco, aún aturdido, y se metió en el callejón por el que había visto desaparecer a los tres tiradores unos segundos antes.