Eslovenia
>Desde donde Clara había caído sobre la nieve, pudo ver los dos helicópteros negros que habían aterrizado uno junto al otro en el prado, al otro lado de los edificios del convento. Había más hombres saliendo de ellos y moviéndose con rapidez entre los edificios. Llevaban una especie de sobretodos blancos y portaban unas cosas pequeñas y negras. Ahogó un grito.
Los pequeños objetos eran pistolas. Como la que tenía el hombre que estaba de pie frente a ella y con la que apuntaba a su cabeza.
La agarró por el pelo y la levantó. Ella dejó escapar un grito de miedo y dolor y el hombre le tapó la boca con la mano.
Un enorme bulto negro dobló la esquina y salió disparado como una flecha. Los ojos de Max estaban alerta y su cuerpo se tensó al ver al hombre agarrando a Clara. Gruñó y se abalanzó sobre él. Lo mordió con fuerza en el brazo y lo apartó de la niña, tirándolo al suelo como si fuese una muñeca de trapo. Clara no paraba de chillar. Otros dos hombres aparecieron bajo un arco. Apuntaron a Max con sus armas y dispararon. El perro aulló y se retorció sobre la nieve, que, al momento, se tiñó de rojo.
Leigh lo vio todo mientras corría por la nieve hacia el convento. Las figuras saltaron el muro y rodearon los edificios. Derribaban las puertas a patadas y levantaban sus armas. A pesar del ruido de los helicópteros, pudo darse cuenta de que las monjas habían parado de cantar. Por las ventanas de la capilla se escuchaban sus gritos de terror, únicamente interrumpidos por el tableteo de los disparos.
Uno de los hombres llevaba a Clara como un fardo bajo el brazo, pataleando, revolviéndose y chillando, hacia los helicópteros que aguardaban en marcha. El corazón de Leigh latía con furia. Vio salir de la capilla a una de las monjas, corriendo despavorida, con el rostro desfigurado por el terror. Recorrió la mitad del patio antes de ser abatida por una ráfaga de disparos. Cayó de bruces, con el hábito blanco y negro manchado de rojo. La cogieron por los tobillos y arrastraron su cuerpo hasta la capilla, dejando un grueso rastro de sangre sobre la nieve. A través de la puerta abierta de la capilla, Leigh descubrió a aquellos hombres arrojando monjas muertas en un sangriento y retorcido montón a los pies del altar.
Habría hecho cualquier cosa para ayudar a Clara, pero no había nada que pudiera hacer, excepto correr en la dirección opuesta. Regresó a la casa a toda prisa. Nadie la había visto. Abrió la puerta y corrió hacia el interior, temblando violentamente. La escopeta del estante. La miró durante un momento y la cogió. Con manos temblorosas, revolvió en el cajón en busca de cartuchos. Se metió un puñado en el bolsillo de la chaqueta, abrió la acción del arma como le había enseñado Ben y deslizó una bala en cada cañón.
Salió de la casa.
Tienes que correr como alma que lleva el diablo, Leigh.
Recorrió el camino que conducía a la granja y dejó escapar un grito cuando un hombre la interceptó, apuntándola con una pistola en la cabeza. Tenía un rostro duro, ojos serios y miraba fijamente la escopeta.
—Tira el arma —la advirtió, levantando la suya.
Leigh no tenía tiempo para pensar. Envolvió los dos gatillos con los dedos y liberó las dos balas. Directo a la cara. El violento retroceso del arma la hizo tambalearse. El impacto a tan corto alcance fue devastador. Los rasgos del hombre se desintegraron y la sangre cubrió toda la pared. Sus labios pudieron saborear el denso sabor salado del líquido. Escupió y salió corriendo, saltando sobre él, para alejarse del convento. Mientras caminaba dificultosamente por la nieve, recargó otra vez el arma.
Cuando alcanzó el muro bajo que cercaba el recinto y lo saltó, para dirigirse hacia los árboles en busca de refugio, otro hombre la vio y fue a por ella. Tenía órdenes de no matarla, a menos que fuese estrictamente necesario. Mientras corría, disparó una ráfaga de advertencia a la nieve, alrededor de sus pies. Al pasar el muñeco de nieve que había construido con Ben el día anterior, se detuvo y disparó una bala. El estruendo resonó en todo el valle.
El hombre notó el abrasador mordisco de los perdigones perdidos en el muslo, se tocó con la mano y descubrió sangre entre sus dedos. Muy cabreado, levantó el arma, esta vez para abatirla. A la mierda las órdenes. Había visto lo que aquella zorra le había hecho a Hans.
Leigh zigzagueó a través de la línea de fuego, amagando a izquierda y derecha para despistarlo. El hombre apretó el gatillo. El disparo revolvió la nieve y arrancó la corteza de un árbol que Leigh tenía a su izquierda. Entonces, el tipo se quedó sin balas. Se guardó el arma en la espalda y sacó el cuchillo de combate de la funda del cinturón.
Las ramas y los tallos de los arbustos se enganchaban en la ropa de Leigh y le golpeaban el rostro a medida que se internaba en el denso bosque. Una rama le arrebató la larga escopeta de las manos. Retrocedió corriendo para recogerla, pero él recortaba distancias. Contuvo un grito y vaciló. ¿Hacia dónde podía correr? Tenía, justo delante, la escarpada pendiente que daba al río.
Se había metido en una trampa. El hombre vio la escopeta en el suelo y la cogió. Tenía un percutor levantado. Una bala agotada, otra aún por utilizar. Sonrió. La mujer estaba a solo veinte metros, y su abrigo acolchado de color brillante resultaba un blanco fácil en el oscuro bosque. Apuntó y disparó.
La escopeta retrocedió contra su hombro con una sacudida. El doble cañón se elevó con el culatazo y, entre el humo, pudo ver cómo caía.
Ella se tambaleó y cayó sobre una rodilla. Por un momento, se aferró a un arbolito tratando de permanecer en pie, pero se precipitó de cabeza sobre el matorral y cayó rodando por la pendiente hasta chocar con unas ramas.
El hombre avanzó con frialdad hasta la zona de la caída, un talud repleto de vegetación. Había un buen trecho hasta abajo. Se oía el murmullo del río. Miró hacia abajo. Donde ella había caído, la nieve estaba roja.
Estiró el cuello para examinar mejor el lugar. Estaba allí abajo; yacía cerca del agua, entre los juncos cubiertos de nieve, con un brazo extendido y el cabello cubriéndole la cara. Tenía sangre en los labios y en el cuello, así como por toda la parte delantera del maltrecho abrigo. Sus ojos estaban abiertos y miraban al cielo fijamente.
La observó durante diez segundos, quince, veinte. No se movía. No respiraba. No parpadeaba. Abrió la cremallera de uno de sus bolsillos y sacó una cámara digital Samsung. La encendió y acercó el zoom hasta tener el cuerpo encuadrado. Hizo tres fotos y se volvió a guardar la cámara en el bolsillo.
Vio algo brillante por el rabillo del ojo. Extendió el brazo y cogió el pequeño relicario de oro de la rama en la que se había quedado enganchado. Lo sostuvo en la palma de su mano. Estaba salpicado de sangre.
El convento estaba ardiendo y no se oían gritos. El primer helicóptero despegaba ya en medio del humo negro.
Se volvió y emprendió el camino de regreso.