Capítulo 41

Viena

El cielo estaba cubierto de nubarrones negros y el viento era helador. Ben compró un ejemplar de Die Presse en un quiosco. Era casi mediodía, pero no tenía hambre. Apoyado en una pared, en la esquina de Bankgasee y Lowelstrasse, frente a la imponente fachada del Burgtheater, estaba leyendo cuando distinguió el coche de Kinski entre el tráfico. El policía apenas aminoró para recogerlo. Ben entró y el coche aceleró.

—Tal vez quieras recuperar esto —dijo Ben, arrojándole la placa de policía en el regazo.

—¡Cabrón! La he estado buscando por todas partes.

—¿Conseguiste el material? —preguntó Ben.

—En el asiento de atrás. La bolsita azul.

Ben se volvió para cogerla y vio el Audi Quattro negro a través del parabrisas trasero, tres coches más atrás.

—Alguien nos está siguiendo —dijo.

—Eres bueno. No pasa nada. Son mis chicos.

—¿Cuánto saben?

—No más de lo que necesitan saber, si es que saben eso —respondió Kinski.

Ben asintió. Cogió la pequeña bolsa de mano de la parte trasera, se incorporó en su asiento de nuevo y abrió la cremallera. Contenía cinco cajas alargadas e idénticas de quince centímetros de largo y diez de ancho. Tenían la palabra «Federal» estampada en la parte superior y «45 ACP 230 Gr. FMJ Centerfire Pistol Cartridges» impreso en un lateral. Abrió una de las cajas. En el interior, había una bandeja de plástico con cincuenta agujeros redondos de poco más de un centímetro, diez filas de cinco, con un reluciente cartucho en cada uno de ellos. Cincuenta balas por caja; doscientas cincuenta balas. Estaba satisfecho.

—¿Todas ilocalizables?

—¿Por quién me tomas? —dijo Kinski.

—¿Cuánto te debo?

—Olvídalo. No necesito dinero. ¿Sirvió de algo tu viaje en tren?

Ben buscó en su macuto y extrajo la Para-Ordnance vacía. Liberó el cargador, dejándolo caer. Abrió la acción de la pistola y la apoyó sobre las piernas.

—Desde luego que sí.

—¿Averiguaste algo? —preguntó Kinski.

—Lo sé todo. —Ben le relató rápidamente lo que Christa le había contado. Kinski lo escuchaba con atención. Sus toscos rasgos se exageraban con la concentración mientras manejaba el vehículo con tracción a las cuatro ruedas entre el agresivo tráfico vienés.

—Pero ¿por qué Oliver estaba tan interesado en entrar en esa casa?

—Eso es lo que estoy tratando de averiguar ahora —dijo Ben—. Christa trabaja en un cibercafé, así que, después de hablar con ella, me conecté a internet e investigué un poco más. Lo contrasté todo. Todo cuadra. Averigüé muchas cosas. ¿Recuerdas que te pregunté por Adler?

Kinski asintió.

—Adler es la clave —dijo Ben—. No era un código. Era un nombre. Von Adler. Conde Von Adler.

—Me suena ese nombre.

—¿Y Kroll?

Kinski negó con la cabeza.

—Es la misma familia. Viktor Kroll estuvo al mando de la policía secreta austríaca entre 1788 y 1796. Se le concedieron tierras y un título por los servicios prestados al imperio de José II. Se convirtió en el conde Von Adler y lo obsequiaron con una casa palaciega y unos terrenos cerca de Viena.

—¿La misma casa?

—La misma casa. Ha pertenecido a la familia desde entonces. El dueño actual, el conde Von Adler, es el tataratataranieto. Esto, por lo que respecta a los archivos históricos, porque la casa y el título no fueron las únicas cosas que heredó.

—No te sigo.

—Ahora viene la parte que los libros de historia no cuentan —dijo Ben— ya que la carta que Richard Llewellyn descubrió nunca llegó a los archivos históricos. Von Adler era El Águila que se menciona en la carta. Sabemos, por Arno, que también era el gran maestro de la Orden de Ra. Una gran parte de esos servicios que prestó al imperio consistía en hacer el trabajo sucio para ayudar a acabar con los masones. Utilizaba su propiedad como base.

—¿Y?

—Que siguen ahí, Markus. Oliver los encontró.

Kinski se tomó un momento para asimilar lo que acababa de oír.

—¿Oliver lo sabía?

—Iba por el buen camino —dijo Ben—. Averiguó la conexión histórica gracias a su investigación sobre Mozart. Quién sabe lo que pensaba encontrar en la casa. Tal vez, que iba a descubrir algún capítulo oculto de la historia. Yo creo que no tenía ni idea de en qué se estaba metiendo realmente y presenció la ejecución por pura casualidad.

—Eso explicaría por qué Meyer murió esa misma noche —dijo Kinski. Ben asintió.

—Era el pianista contratado para aquella noche, así que su nombre estaba en la lista. En cuanto Oliver salió de allí, ya estaban buscando la dirección de la habitación alquilada de Meyer. Lo encontraron en cuestión de minutos. Pero se darían cuenta, inmediatamente, de que no era el mismo tío. Con una pistola en la cabeza, debió de delatar a Oliver con bastante rapidez. Probablemente le dijeron que, si hablaba, estaría comprando su vida.

Kinski frunció el ceño.

—Pero esos hijos de puta lo mataron de todos modos, solo para cerrarle la boca. Y, luego, fueron a por Oliver.

—Más rápido que eso —dijo Ben—. No deben de andar escasos de gente. Seguro que ya había un equipo tras Oliver incluso antes de que Meyer dejara de respirar.

—Espera. ¿Cómo…?

—¿Qué cómo supieron dónde encontrarlo? La base de datos de la policía. Tienen contactos, ¿recuerdas? Oliver era un visitante extranjero, así que tenía que haber utilizado el pasaporte para registrarse en la pensión. No podía haber muchos Oliver Llewellyn en la zona. Lo cazaron como a un ratón.

Kinski gruñó.

—Solamente tuvo tiempo para grabar el archivo de vídeo en un CD y enviárselo a la única persona en la que podía confiar —dijo Ben—. Después, dieron con él y lo llevaron al lago. Seguramente, lo obligaron a caminar sobre el hielo y luego dispararon la 9 mm a su alrededor para que se rompiese. No tuvo escapatoria. —Cogió una gruesa y brillante bala Federal del 45 de una de las cajas de cartuchos y la introdujo en el cargador con el pulgar.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kinski.

Ben cargó una segunda bala, empujando contra el duro resorte.

—Sé dónde está la casa —dijo—. Yo me ocuparé de ella. Esto se termina aquí.

—¿Dónde está la casa?

—Deja que me ocupe yo. Podrás leerlo en los periódicos.

—Necesitas mi ayuda.

Ben cargó la tercera bala.

—No —dijo—. No es así como funciona. Yo no tengo compañeros, Markus.

—¡Estás realmente loco!

—He estado más loco, créeme. —Y cargó la cuarta bala.

El tráfico era intenso. Kinski puso el intermitente en una transitada intersección y atajó por Burgring. Sus ojos iban de la carretera al espejo y, de nuevo, a la carretera, concentrándose en el tráfico.

—Te creo —le dijo.

Ben no respondió. Cogió un quinto cartucho de la caja y lo puso en el cargador.

Ninguno de los dos reparó en el camión azul oscuro hasta que lo tuvieron prácticamente encima. Era un vehículo de seguridad, sólido, acorazado y sin distintivo de ningún tipo. Cuando el Mercedes de Kinski atravesó la calle, el camión salió disparado, saltándose un semáforo en rojo, y aceleró con fuerza. Sonaron los cláxones. Kinski lo vio medio segundo después que Ben. Pisó el freno un segundo tarde.

El camión embistió al Mercedes en un lateral, a ochenta kilómetros por hora, y lo partió por la mitad.