Eslovenia, ese mismo día
Clara escribió con esmero la respuesta correcta a la pregunta diez y metió el bloc de ejercicios dentro de su libro de matemáticas. La madre Hildegard no tenía calculadora, pero eso no importaba. Clara era bastante buena en aritmética.
La niña dejó el libro de texto sobre el pupitre, se escurrió de la dura silla y se puso a curiosear por el despacho de la monja en busca de algo más que hacer. Recorrió las filas de lomos de cuero que descansaban en las librerías. La mayor parte de los libros de la madre Hildegard eran religiosos y no despertaban la curiosidad de Clara. Había un par de rompecabezas viejos y estropeados en el armario, pero ya había hecho los dos. Además, los rompecabezas eran para niños y Clara no se consideraba una niña, y al sumo pontífice le faltaba el ojo izquierdo.
Miró por la ventana durante un rato, observando las montañas a lo lejos. Aquel era un sitio precioso, y estaba disfrutando de unas estupendas vacaciones, pero no conseguía entender por qué su padre no podía estar más tiempo allí con ella. Las monjas eran muy amables con ella y Leigh resultaba muy divertida. Sin embargo, echaba de menos a sus amigas, su colegio y, sobre todo, tenía muchas ganas de ver a su niñera, Helga. Helga era como una hermana mayor para ella y, a menudo, se preguntaba si papá se casaría con ella algún día y podrían volver a ser una familia de verdad.
Sobre el escritorio de la madre superiora había un viejo teléfono, el único del convento. Era diferente a cualquier otro teléfono que hubiese visto nunca, y le fascinaba. Era negro y muy pesado. El auricular tenía una forma muy curiosa y reposaba sobre la parte más pesada del teléfono, conectado a ella por un cable trenzado. Pero lo más extraño era un disco, en el medio, con pequeños agujeros. Sabía, por las viejas películas que veía con su padre, que había que introducir el dedo en los agujeros y girar el disco. Sus dedos cabían con facilidad en los agujeros. Se preguntaba si los grandes y rechonchos dedos de su padre servirían. Resultaba extraño imaginar que la gente utilizase una cosa así. Se entretuvo marcando uno, dos, tres, cuatro, cinco…, y comprobando que el dial giraba un poco más cada vez hasta regresar a su posición inicial.
Entonces, se le ocurrió una idea. Le habían entrado muchas ganas de hablar con Helga, contarle lo de su nueva amiga Leigh, la famosa cantante de los CD y la televisión. Miró a su alrededor. Se oían los cánticos procedentes de la capilla. A nadie le importaría que hiciera una llamada corta.
Descolgó el gran auricular, recordó el código internacional de Austria y marcó el número. Su rostro se iluminó al oír la voz de su amiga.
—¡Helga, soy yo! —dijo.
Leigh se tomó un café mientras contemplaba el fuego de la chimenea. Todo estaba en calma. Ben se había ido hacía menos de dieciocho horas. Apenas habían hablado cuando se marchó, y el recuerdo seguía dándole vueltas en la cabeza. Quería decirle muchas cosas. Sabía que se estaba mintiendo cuando intentaba convencerse de que no seguía enamorada de él. En los últimos días había empezado a preguntarse si había dejado de estarlo en algún momento. Pero había sido egoísta con él, y eso era lo que más lamentaba. Fue ella quien lo besó y, después, lo rechazó. No era justo jugar así con sus sentimientos.
Oyó que se abría la puerta de la casa y Clara apareció en el umbral.
—Hola, ¿puedo entrar? —Sin esperar una respuesta, entró y se sentó en una silla haciendo chocar sus pies entre sí.
—¿Qué has estado haciendo hoy, Clara?
—Unos ejercicios de mates que me dio la madre Hildegard. —Clara decidió no mencionar su charla de quince minutos con Helga—. Y, luego, ayudé a la hermana Agnes a dar de comer a los cerditos y a recoger los huevos. ¡Quiero uno!
—¿Quieres un huevo?
—No, un cerdito. Pero no creo que se puedan tener cerditos en Viena.
—No son así de pequeños y bonitos todo el tiempo, ¿sabes? Pronto tendrías un enorme cerdo maloliente viviendo en tu casa.
Clara hizo una mueca.
—Ya tengo uno —dijo—. Mi papá.
—Eso que has dicho es muy feo, Clara. —Pero Leigh no pudo evitar sonreír.
—Leigh…
—¿Sí?
—¿Puedo ver tu relicario de oro?
—Sí, claro que puedes. —Leigh se llevó las manos a la nuca y desabrochó la fina cadena. El reluciente relicario, en forma de ostra, osciló entre sus dedos mientras se lo daba a la niña.
—¡Qué bonito! —Clara le dio la vuelta y examinó el delicado grabado con las iniciales de Leigh. Encontró una pequeña pestaña en un lateral, la apretó, y las valvas de la ostra se abrieron con un sonoro clic. Cada una de las mitades tenía un retrato en miniatura—. ¿Quiénes son? —preguntó.
Leigh se inclinó hacia ella y señaló.
—Estas dos personas que están juntas son mis padres —dijo.
—Tu mamá es muy guapa —apuntó Clara. Miró la otra fotografía—. El hombre de este lado se parece a ti.
Ella asintió.
—Mi hermano, Oliver.
—¿Dónde viven?
—En el cielo —respondió Leigh, después de una pausa.
Clara comprendió perfectamente lo que quería decir.
—¿Todos?
—Sí, todos ellos. Yo soy la única que queda de toda la familia.
—Mi mamá también está en el cielo. ¿Crees que es posible que conozca a tu hermano, a tu mamá y a tu papá?
Leigh sonrió con tristeza al comprobar la idea que la niña tenía de la muerte.
—Estoy segura de que se conocen muy bien.
—¿Y tú qué crees que hace la gente en el cielo?
—Jugar y divertirse, supongo.
—Eso no está mal. ¡A mí me encanta jugar!
—¿Quieres que juguemos a algo?
Clara asintió con entusiasmo.
—Vamos fuera a jugar al juego que Ben nos enseñó a mí y a Max. Leigh se alegró de tener una excusa para dejar de lamentarse y salir de la casa. Se calzó las botas, se puso una chaqueta acolchada y salieron a la nieve. El cielo estaba despejado y el sol se reflejaba en las montañas. Atravesaron el patio en dirección a los edificios principales del convento. A Max le fascinaba la nieve y no paraba de escarbar, arrojándola en forma de finísimo polvo a los lados. Leigh pudo oír a las monjas realizando sus prácticas corales en la capilla de piedra. Conocía la pieza que estaban cantando, una de las partituras corales de Palestrina.
—Tú te escondes primero —dijo Clara—. A ver si Maxy recuerda el juego. Leigh dobló corriendo la esquina de una leñera y se agachó bajo un arbusto ornamental. Oyó que Clara terminaba de contar hasta diez y decía: «¡Max, ve a buscar a Leigh! ¡Busca a Leigh!». Max reaccionó instantáneamente y llegó junto a ella dando saltos. Le lamió la cara y ella le respondió acariciando su enorme cabeza.
Por encima del dulce y armónico sonido del canto de las monjas surgió el estruendo sordo de las paletas de un helicóptero. Leigh miró hacia arriba protegiéndose los ojos del sol. Había dos, y volaban muy alto sobre el convento.
—Alguien debe de estar en apuros o perdido en las montañas —dijo. Pero, a medida que los helicópteros se acercaban, con el rugido de sus rotores cortando el aire, pudo ver que no parecían aparatos de rescate aéreo. Eran negros, sin identificativo alguno. ¿Qué querían?
Clara siguió su mirada por un instante y, luego, se encogió de hombros.
—Da igual, ahora me toca a mí esconderme. Sujeta a Maxy por el collar y cuenta hasta veinte.
La niña salió corriendo. Leigh seguía mirando los dos helicópteros negros mientras contaba.
—Ocho, nueve, diez, once…
Estaban descendiendo, describiendo círculos, y ahogaban el sonido del coro de monjas cada vez más, a medida que se acercaban.
Estaban ya muy cerca.
Leigh se estremeció. Aquello no le gustaba en absoluto.
—Catorce, quince, dieciséis…
¡Ya basta! Dejó de contar.
—¡Clara! —la llamó—. ¡Vuelve aquí!
Clara no la oyó y siguió corriendo. El perro luchaba por liberarse de Leigh, ansioso porque lo soltase. Los helicópteros estaban a unos treinta metros del suelo y el ruido era ensordecedor. Estaban aterrizando.
Algo iba mal. Terriblemente mal. Leigh soltó el collar de Max y el enorme perro salió como un rayo en la dirección en la que Clara acababa de desaparecer, a la vuelta de la esquina de uno de los edificios.
Clara siguió corriendo mientras contaba. En cualquier momento, Maxy aparecería tras ella. Miró hacia atrás para ver si ya estaba allí.
Chocó contra algo duro y, lanzando un grito ahogado, cayó de espaldas sobre la nieve.
Un hombre alto, a quien nunca antes había visto, la estaba mirando. Sus ojos eran gélidos y no sonreía.