Amstetten, Austria, a la mañana siguiente
Una lluvia helada golpeaba con fuerza las aceras cuando Ben encontró el lugar. Era una discreta casa adosada, situada en una calle en curva, a diez minutos andando de la estación de tren de Amstetten.
Llamó a la puerta. Se oyeron ladridos procedentes del interior. Aguardó un instante y volvió a llamar. Oyó los pasos de alguien que se acercaba. Una figura apareció al otro lado de la puerta interior de cristal poroso. Se abrió y salió un hombre al porche de entrada. Abrió la puerta exterior y se quedó en el umbral. Se trataba de un hombre de constitución pesada y ojos empañados, con las mejillas hinchadas y el cabello gris y desgreñado. Se percibía un olor a cocina barata y a perro mojado procedente del vestíbulo.
—¿Herr Meyer?
—Ja? ¿Quién es usted? —Meyer escrutaba a Ben con suspicacia.
Ben le mostró brevemente la identificación policial que le había robado a Kinski del bolsillo. Tapó la mayor parte con el pulgar y la enseñó el tiempo suficiente para que pudiera leer la palabra Polizei, para, luego, volver a guardarla y aparentar lo más oficioso posible.
—Detective Gunter Fischbaum.
Meyer asintió ligeramente y entrecerró los ojos.
—Usted no es austríaco.
—He vivido mucho tiempo en el extranjero —respondió Ben.
—¿De qué va esto?
—Su hijo, Friedrich.
—Fred está muerto —dijo Meyer con resentimiento.
—Lo sé —contestó Ben—. Lo siento. Tengo que hacerle unas preguntas.
—Fred murió hace casi un año. Se suicidó. ¿Qué más quieren saber ustedes?
—No me llevará mucho tiempo. ¿Puedo entrar?
Meyer no respondió. Una puerta se abrió al fondo del vestíbulo y apareció una escuálida mujer con aspecto preocupado.
—Was ist los?
—Polizei —respondió Meyer volviendo la cabeza.
—¿Puedo entrar? —repitió Ben.
—¿Es una investigación criminal? —preguntó Meyer—. ¿Mi hijo hizo algo malo?
—No —respondió Ben.
—En ese caso, no tengo por qué dejarlo entrar.
—No, no tiene por qué hacerlo. Pero le agradecería que lo hiciese.
—¡No hay más preguntas! —le chilló la mujer—. ¿No creen que ya hemos sufrido suficiente?
—Márchese —dijo Meyer en voz baja—. No queremos hablar más sobre Fred. Nuestro hijo está muerto. Déjennos en paz.
Ben asintió.
—Entiendo. Lamento haberlos molestado. —Se dio la vuelta para irse. La lluvia arreciaba y la notaba deslizarse, helada, por su cuero cabelludo.
¡Las entradas! Dos entradas para la ópera. Una para Fred. ¿Para quién era la segunda? ¿Para Oliver? No, aquello no tenía sentido. ¿Por qué iba Oliver a darle las dos entradas? En ese caso, se habría quedado con la suya y le habría dado solo una a Fred. De todos modos, ir con un chaval a la ópera no era algo típico de Oliver. Oliver no saldría a ningún sitio sin una mujer, a ser posible una guapa. A lo mejor, eso tampoco era propio de Fred. Entonces, ¿para quién sería la otra entrada?
Ben se detuvo en el último escalón. Se volvió hacia la puerta. Meyer la había dejado entreabierta y lo observaba con cautela.
—Sólo una pregunta —dijo Ben—. Una pregunta y no los molestaré más. ¿Le parece?
Meyer abrió unos centímetros la puerta.
—Dígame.
—Fred tenía novia, ¿verdad?
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Meyer—. ¿Hay algún problema?
Ben se quedó pensativo un instante.
—Podría tenerlos, a menos que yo pueda ayudarla —dijo.
Aquel era su último cartucho. Si Meyer cerraba la puerta ahora, no tendría más sitios adónde ir. La situación era extrema. Le preocupaba.
Meyer lo miró fijamente y se produjo un interminable silencio. Ben esperaba. La lluvia se escurría por su cuello.
—Hace tiempo que no sabemos nada de ella —dijo Meyer.
—¿Dónde puedo encontrarla?
Cogió un taxi hasta allí. Empujó la puerta y entró. El cibercafé estaba tranquilo, casi desierto. Había un largo mostrador, de acero inoxidable, con una caja registradora y una cafetera exprés que borboteaba. Tras un cristal, un surtido de pasteles y rosquillas. El lugar estaba limpio y ordenado. Las paredes estaban decoradas con carteles de películas enmarcados: Ocean’s 13, El ultimátum de Bourne, El laberinto del fauno, Outcast. Ben sonrió al ver el último. Al fondo de la estancia, dos adolescentes se reían por algo que estaban tecleando en uno de los ordenadores. Sonaba una suave música de fondo: clásica moderna, minimalista.
La joven de detrás del mostrador estaba encaramada a un taburete leyendo un libro. Cuando Ben se aproximó, dejó el libro y lo miró. Tendría unos veinte o veintiún años. Estaba algo rellenita y tenía un aspecto agradable. Llevaba el cabello, color caoba, perfectamente recogido bajo una pequeña gorra blanca. Sonrió y habló en alemán con gran rapidez.
Esta vez, Ben no mostró la identificación policial.
—Estoy buscando a Christa Flaig —dijo.
La joven arqueó las cejas.
—Soy yo. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Soy amigo de Oliver Llewellyn —dijo mirándola a los ojos. Ella se estremeció ligeramente y bajó la vista. Su rostro reflejaba recuerdos dolorosos. Ben lamentaba tenerle que hacer recordar todo aquello.
—¿Tiene que ver con Fred?
Él asintió.
—Me temo que sí. ¿Podemos hablar?
—Claro. Pero no sé de qué quiere hablar.
—¿Puedo tomarme un café?
Ella asintió y sirvió un espresso para cada uno.
—¿De qué va todo esto? —preguntó—. ¿Cómo se llama?
—Ben.
—¿Y qué es lo que quiere usted saber, Ben?
—¿Fred y Oliver eran amigos?
—También le parece que hay algo extraño en todo esto, ¿verdad?
Él levantó la vista de su café. La chica era aguda. Decidió confiar en ella.
—Sí, lo creo.
Ella suspiró; un suspiro de alivio mezclado con algo de tristeza y amarga ira. Tenía la cara tensa.
—Yo también lo creo —dijo con serenidad—. Pensaba que era la única.
—Pues no eres la única —dijo él—. Lo que sucede es que no te lo puedo contar todo. Algún día tal vez pueda, pero, hasta entonces, necesito que me ayudes. Diez minutos y me habré ido de aquí.
Ella asintió.
—De acuerdo, se lo contaré. En realidad, Fred y Oliver no eran amigos. Tan solo se vieron un par de veces.
—¿La primera vez fue en una fiesta?
—Sí, en una fiesta de estudiantes. Yo no estaba allí. Fred me dijo que había conocido a un inglés, agradable y divertido, que era pianista. Fred también lo era.
—Lo sé —dijo Ben.
—Los músicos siempre terminan hablando entre ellos —prosiguió—. Fred adoraba la música, era su lenguaje. Me dijo que a Oliver también le gustaba mucho.
—Así era.
—Hablaron durante horas. Conectaron muy bien.
—Fred y tú no vivíais juntos, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
—No, yo trabajo aquí a jornada completa. Soy la encargada. Fred vivía en una habitación alquilada en Viena. Estábamos ahorrando para casarnos cuando se graduara en la escuela de música.
—Siento que tengas que volver a recordar todo esto.
Ella se sorbió un ligero moqueo y se secó una lágrima que se le había escapado.
—No importa. Si ocurrió algo malo, la gente tiene que saberlo. Yo necesito saberlo.
—¿Sabes algo de unas entradas para la ópera? —preguntó Ben—. Fred tenía dos entradas para Macbeth. ¿Eran para vosotros?
—Así es. Estaba tan emocionado… Él no podía permitírselas. Estaba impaciente. Le encantaba Verdi. —Los ojos de Christa se perdieron en la distancia y su rostro se oscureció—. Por qué iba a suicidarse. No tiene sentido. Siempre me ha parecido que eso era una gilipollez como una casa. La gente pensaba que yo no era más que una novia histérica que no podía enfrentarse a la idea de que su chico se hubiera suicidado. Como si estuviese en fase de negación o algo así. Me dijeron que fuese a ver a un loquero. Y los padres de Fred lo aceptaron así, sin más. Quiero decir, ¿cómo pudieron creérselo?
—La gente tiende a seguir el camino más fácil —dijo Ben—. Es más sencillo creer que alguien se ha suicidado, y ya está, que ponerse a buscar a un asesino.
—¿Está usted buscando al asesino?
—Sí.
—¿Qué va a hacer cuando lo encuentre?
Él no respondió.
—¿Fue Oliver el que le dio las entradas a Fred?
Christa asintió.
—¿Qué más sabes? —dijo Ben.
—No conozco todos los detalles —contestó ella—. Fred solía dar conciertos de piano aquí y allá para ganar un poco de dinero extra. Tocaba en bares, restaurantes, cualquier lugar con un piano. También daba recitales clásicos; estaba haciendo una pequeña gira. Era un músico magnífico y tenía una buena reputación. Un día, le surgió un concierto muy importante en una fiesta privada, en una mansión de las afueras de la ciudad. Era algo muy prestigioso, había que ir de etiqueta. La noche que conoció a Oliver fue la semana anterior a este concierto. Fred se lo contó, pero, en ese momento, Oliver no le dijo nada que no fuera lo normal; qué bien, enhorabuena, buena suerte, ya sabes, las cosas que un músico le diría a otro salvo que fuera un envidioso. —Hizo una pausa—. Pero, aquella misma noche, unas horas después de que terminase la fiesta, Fred recibió una llamada telefónica. Era Oliver. Le dijo que había estado pensando en lo que Fred le había contado. Había averiguado algo y, ahora, estaba entusiasmado con lo del concierto en la mansión. Ben escuchaba con atención.
Christa prosiguió.
—Quería saberlo todo y, por supuesto, quería ir con él. Estaba desesperado por entrar en aquel sitio.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero Fred le dijo que no había modo alguno de conseguirle una invitación. Era una fiesta muy exclusiva, con políticos y demás. Peces gordos y mucha seguridad.
—No comprendo por qué Oliver tenía tanto interés en conocer a ese tipo de gente —dijo Ben—. No eran sus favoritos.
—Por lo que Fred me dijo, no era en la fiesta en lo que estaba interesado, sino en la propia casa. Hacía un montón de preguntas sobre ella.
—¿Y por qué le interesaba tanto la casa?
—No lo sé —respondió—. No paraba de hablar de su investigación.
—¿No dijo nada más?
—Si hubiese dicho algo más, Fred me lo habría comentado.
—No importa —dijo Ben—, continúa.
—Cuando Oliver llamó aquella noche, le hizo a Fred una extraña oferta. Le dijo que podía conseguirle un palco privado para la función de Macbeth de su hermana en la Ópera Estatal de Viena. El último palco, las últimas entradas, costaban una fortuna… Pero había una condición.
Ben lo captó al momento.
—¿Que se intercambiasen esa noche?
Ella asintió.
—Y Fred aceptó el trato —concluyó Ben.
—No podía dejar pasar esa oportunidad. Todo aquello parecía una locura, pero Oliver hablaba totalmente en serio y las entradas para la ópera eran demasiado tentadoras. Oliver le dijo que también le daría el dinero que le pagasen por el concierto. Fred sabía que Oliver era un buen pianista, que haría un buen trabajo y no arruinaría su reputación, así que aceptó.
—¿Y Oliver dio el recital?
—Dígamelo usted —respondió ella—. Según todos los periódicos, estaba en otra parte. ¿No decían que estaba en una fiesta, que se emborrachó con una mujer y que luego se ahogó en un lago?
—Así que la noche del recital fue la misma en la que murieron tanto Oliver como Fred… —dijo Ben.
Christa dejó escapar un largo suspiro.
—Sí, así fue.
—¿Sabes dónde era el recital?
—Ni idea. Solo sé que la casa no estaba lejos de Viena, que era un auténtico palacio en uno de esos lugares exclusivos y lujosos. Pertenece a un aristócrata de una familia vienesa adinerada desde hace siglos.
—¿Sabes su nombre?
Ella asintió.
—Von Adler. Es el conde Von Adler.