Capítulo 38

Leigh salió de la habitación, media hora después, atraída por el olor a café, tostadas y huevos. En el piso de abajo se oían risas y una animada charla. Espiando a través de la estrecha escalera, Leigh pudo ver a Ben y a Clara sentados a la mesa, construyendo un castillo de naipes. Ben estaba colocando la última carta, con mucho cuidado, en la parte superior. Apartó la mano, expectante, y el castillo se tambaleó ligeramente, pero permaneció estable. Clara lo observaba embelesada. Entonces, infló las mejillas y lo derribó de un soplido. Las cartas se esparcieron por la mesa.

—Eh, eso es trampa —protestó Ben. Clara se balanceó en su silla entre risas.

Leigh permaneció en silencio en lo alto de la escalera, observando como Ben jugaba con la niña. Para un hombre que nunca había sentado la cabeza y que, probablemente, no sería padre en la vida, tenía mucha mano con los niños. Era obvio que a Clara le gustaba, y la dureza que Leigh veía en él había desaparecido por completo. De repente, había vuelto el Ben que conocía de años atrás.

Nunca vuelvas atrás, Leigh.

Clara vio a Leigh bajando por las escaleras y sonrió con timidez.

—Creo que papá también está despierto —dijo, ladeando la cabeza al oír pasos en el piso de arriba—. Leigh, será mejor que te apartes de las escaleras.

—¿Por qué?

—Porque si papá se está levantando, Max también se levantará. Y, cuando corre escaleras abajo, no se detiene por nadie, así que te empujará por los aires. ¡Siempre hace lo mismo! —Sus ojos se inundaron de gozo cuando el perro bajó arrollándolo todo como una inmensa bala de cañón—. ¡Aquí viene!

Leigh se apartó rápidamente para evitar ser derribada. Clara saltó de la silla y salió corriendo de la habitación con el perro.

—¡Vamos, Maxy! Le diré a la hermana Agnes que te prepare el desayuno. —La puerta se cerró de golpe y la niña desapareció. En un momento, la casa estaba mucho más tranquila.

—Es una niña muy simpática —dijo Leigh.

—Es genial.

—Le gustas.

—Y a mí me gusta ella.

—¿Nunca has querido tener hijos, Ben?

—Tengo la vida equivocada para eso —dijo él.

Le preparó el café. La tensión de la noche anterior se había desvanecido y se la veía sonriente y relajada. Se sentaron y se tomaron el café caliente. Podían oír los ruidosos pasos de Kinski en el piso de arriba.

—¿Os marcháis hoy? —preguntó Leigh.

Ben asintió.

—Más tarde, tal vez por la noche.

—Va a ser raro estar sin vosotros por aquí.

—Es mejor así.

Leigh dio un sorbo a su café.

—¿Qué piensas hacer?

—Mi primera parada será la familia Meyer.

—¿Crees que hablarán contigo?

—Tengo que intentarlo. ¡Anda, mira eso! —dijo, de repente, mirando a la parte superior de la puerta—. No me había fijado hasta ahora. —En un estante de madera, sobre el marco de la puerta, descansaba una vieja escopeta de dos cañones. Se acercó a ella y la cogió—. Bonita.

—Parece antigua.

—Puede que tenga unos cien años, pero está en buenas condiciones. —Recorrió con la vista los elegantes rasgos, el delicado tallado a mano de la culata y los percutores. Las armas modernas eran toscas y funcionales. Cumplían su papel con eficiencia, pero carecían de elegancia. Esta había sido construida con maestría, con mucha habilidad y destreza. Madera rematada a mano y acero grabado, caucho negro no muy duro y plástico polímero.

—Me pregunto si aún funciona —dijo Leigh.

—Estos trastos están hechos para durar toda la vida —respondió él—. El viejo de mantenimiento seguramente la usaría para cazar algún conejo de vez en cuando.

Probó la acción. Los percutores retrocedieron, sonando como si se diera cuerda a un viejo reloj. Tres sonoros clics. Tenía dos gatillos dispuestos, uno detrás de otro. Probó cada uno de ellos. Tenían un arrastre ligero y nítido, algo menos de un kilo. La acción estaba bien engrasada y los cañones gemelos estaban limpios, lisos y sin marcas. Le dio la vuelta al arma en sus manos.

—Tengo que probarla —dijo. Buscó a su alrededor y encontró una caja de cartuchos guardada en un cajón.

Fuera, el sol brillaba reflejado en la nieve.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó ella.

—Estás invitada.

Ben se colgó el arma en el hombro y salieron del convento calzados con las botas de nieve. El día estaba despejado, con un imponente cielo azul, y el aire olía a fresco. Cuando el convento dejó de verse, al otro lado de una cresta nevada, miró atrás.

—Aquí está bien. No quiero causar un ataque al corazón a las monjas. —Alzó la vista hacia las montañas que había a lo lejos—. No creo que provoquemos ninguna avalancha. —Apoyó la escopeta contra el tronco de un pino—. Ven, ayúdame.

—¿A qué?

—A hacer un muñeco de nieve. —Se agachó y empezó a amontonar la nieve. Ella lo imitó, añadiendo puñados de nieve al montón.

—Hace años que no hago algo así —dijo ella, riendo—. Recuerdo cuando Olly y yo éramos niños y jugábamos en la nieve. Siempre acabábamos igual, él echándome una bola por la espalda y yo pegándole con la pala.

Ben sonrió y siguió apilando nieve.

Leigh lo observaba con curiosidad y él se percató de ello.

—¿Qué? —preguntó.

—Me sigue costando creerlo —dijo ella.

—¿Te sigue costando creer qué?

—Tú y la teología.

Ben hizo una pausa mientras se sacudía la nieve de las manos.

—¿En serio?

—¿Dónde la estudiaste?

—En Oxford.

—Impresionante. ¿Y qué pretendías?

Él dejó de acopiar nieve y la miró.

—¿Te refieres a si iba a continuar con la carrera? —Sonrió—. Tal vez. En su momento lo pensé.

—¿De verdad ibas a hacerte clérigo?

Él dejó otro puñado de nieve sobre el muñeco en construcción.

—Fue hace mucho tiempo, Leigh. Antes de conocerte.

—¿Y cómo es que nunca me lo contaste?

—Esa etapa de mi vida ya había pasado. No me parecía relevante.

—¿Oliver lo sabía?

—¿Por qué iba a saberlo?

Leigh sacudió la cabeza.

—¿Tú, con alzacuellos blanco, viviendo en una pequeña vicaría cubierta de hiedra en algún lugar del sur de Inglaterra, pastoreando a tu rebaño? ¿El reverendo Benedict Hope? ¿Y puede saberse qué te hizo cambiar de opinión?

—Cosas de la vida —respondió él—. Me distancié de todo eso.

—¡Un ángel! —dijo ella.

Él soltó una carcajada.

—¿Qué?

—No te distanciaste tanto —se explicó—. Encontraste un camino distinto para hacer lo mismo. Te convertiste en un ángel. Eres el tipo que aparece y salva a la gente, el que cuida de los débiles.

Ben no respondió.

Cuando el cuerpo del muñeco de nieve medía algo más de un metro, Ben hizo una bola que sirviese de cabeza y la colocó encima.

—Necesitamos una zanahoria para la nariz, un sombrero de lana y una pipa vieja para ponérsela en la boca —dijo Leigh.

Ben hizo dos agujeros con los dedos a modo de ojos.

—Así servirá. Ahora, apártate de él.

—Ya lo pillo —dijo ella mientras retrocedía, con dificultad, hacia el árbol en el que estaba apoyada la escopeta.

—¿Qué es lo que pillas?

—Vas a dispararle, ¿no es cierto?

—Esa es la idea.

—Hombres, ¡qué se le va a hacer!

Ben cargó un cartucho en la recámara derecha y cerró la acción. Se colocó la vieja arma sobre el hombro y apuntó al muñeco de nieve desde unos treinta metros de distancia. Leigh se tapó los oídos.

Retiró el percutor derecho con el pulgar, apuntó y disparó. La culata del arma retrocedió contra su hombro y el eco del estallido recorrió las montañas. Leigh se descubrió los oídos.

—El ángel exterminador —dijo.

Ben miró a su objetivo.

—No lo sé —respondió él—, parece que el muñeco de nieve sigue viviendo para luchar un día más. —El disparo había formado un canal en un lado de la cabeza del muñeco. Frunció el ceño mirando la escopeta—. Se desvía un poco hacia la derecha. Los cañones podrían estar mal alineados.

—Déjame probar a mí —dijo ella—. Parece divertido.

—Creía que este tipo de cosas solamente les gustaban a los hombres inmaduros.

—A las mujeres inmaduras también. ¿Cómo funciona?

—Así. —Le enseñó cómo abrir la acción y expulsar el cartucho usado de la recámara humeante. Ella cargó una segunda bala y él le colocó las manos sobre el arma, asegurándose de que la culata quedase bien apoyada en su hombro.

—¿Da un golpe muy fuerte?

—No demasiado. A por él. —Se apartó unos pasos.

Ella retiró el percutor, apuntó, titubeó un poco, cogió aire y apretó el gatillo. La cabeza del muñeco de nieve estalló en una lluvia de nieve en polvo.

—Buen disparo —dijo él.

—¡Sí! —chilló ella. Se volvió, dejó caer la escopeta y lo abrazó. Fue un gesto tan espontáneo y natural que ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

Ben no se lo esperaba y perdió el equilibrio. Los dos cayeron sobre la nieve. Ella no dejaba de reírse. Durante ese instante de despreocupación, regresaron quince años atrás. Leigh se apartó el pelo de la cara. Tenía las mejillas sonrosadas y algunos copos de nieve sobre las pestañas.

Se quedaron quietos y se miraron.

—¿Qué estamos haciendo? —susurró ella.

—No estoy seguro —respondió él. Extendió la mano y le acarició el rostro.

Se acercaron lentamente y sus labios se rozaron. Al principio, sus besos eran inseguros y rápidos. Él rodeó sus hombros y la acercó más. Se quedaron abrazados durante un buen rato. Ella le pasó los dedos por el cabello y lo besó apasionadamente. Por un momento, olvidaron todo lo demás, como si nunca se hubiesen separado.

Fruto de un impulso, Leigh se apartó y se puso de pie rápidamente. Ben se levantó con ella. Se sacudieron la nieve de la ropa.

—Esto no puede ocurrir, Ben —dijo ella—. No podemos volver atrás, lo sabes. Se quedaron frente a frente un momento, sintiéndose raros y sumidos en un incómodo silencio. Ben estaba enfadado consigo mismo. La vieja escopeta había quedado enterrada en la nieve. La recogió y la limpió. Ella le tocó el brazo.

—Venga, volvamos a la casa.

Aquel beso estuvo planeando sobre sus cabezas durante el resto del día. La situación entre ellos era tirante, y ninguno de los dos sabía muy bien qué decir. Habían traspasado una línea invisible y, ahora, estaban atascados. No podían deshacer lo que había ocurrido, pero tampoco avanzar. Ben se culpaba a sí mismo. Poco profesional. Indisciplinado. Estúpido.

Evitó pensar en ello pasando el rato fuera, con Clara y Max. El enorme perro era muy listo, y Ben le enseñó a quedarse sentado mientras Clara corría a esconderse. Si hubiese sido unos años más joven, Max habría podido llegar a ser un perfecto perro policía o militar. Aprendió la orden «espera» con solo tres repeticiones. Se sentaba tembloroso, impaciente, anticipando el movimiento de sus patas, con los ojos alerta y totalmente pendiente de lo que había a su alrededor. Ben aguardaba dos o tres minutos, cada vez más tiempo, para incrementar la capacidad de concentración del perro. Entonces, emitía la orden «Busca a Clara» y Max salía corriendo a toda velocidad por la nieve. Dondequiera que estuviera la niña, él sabía exactamente dónde encontrarla. Le gustaba aquel juego tanto como a ella.

Se hizo de noche. Ben estaba cerrando la mochila cuando notó una presencia tras él. Se volvió con rapidez y vio a Leigh. Tenía una sonrisa triste y los ojos algo húmedos.

—Haz el favor de cuidarte —dijo. Le dio un abrazo y apretó su mejilla contra la oreja de Ben. Cerró con fuerza los ojos. Él estuvo a punto de acariciarle el pelo, pero, en lugar de eso, le dio unas palmadas en el hombro.

—Te veré pronto —dijo.

—Haz que sea muy pronto —respondió ella.

Kinski emprendió el camino de vuelta por las nevadas carreteras. A Ben le gustaba que no sintiese la necesidad de hablar todo el rato. Los militares y los policías, tipos que pasaban mucho tiempo juntos esperando a que ocurriesen cosas, compartían esa cualidad de ser capaces de estar callados durante largos espacios de tiempo. El ambiente era agradable. Hablaron poco durante una hora. Ben fumaba un cigarro con la ventanilla bajada, inmerso en sus pensamientos. No tocó la petaca de whisky.

—¿De qué conoces a la madre Hildegard? —le preguntó mientras atravesaban la frontera con Austria.

—La conocí mucho antes de que fuese monja —respondió Kinski—. Tiene gracia que nunca nos dé por pensar en que las monjas fueron mujeres alguna vez. En aquel entonces no era Hildegard, sino Ilse Knecht. Una escritora de Berlín Oriental.

—¿Y cómo un poli llega a conocer a una escritora?

—Lo típico, amiga de una amiga de una amiga. La conocí en una fiesta y me gustó. Una mujer inteligente, una intelectual agresiva… Me gustan las mujeres así. Aunque ese era, precisamente, el problema que tenía.

—¿Por qué?

—Porque se pasó de lista; abrió demasiado la boca y se cubrió de mierda —dijo Kinski—. Escribía rollos cristianos para boletines y revistas. A las autoridades comunistas no les gustaba. Después escribió una novela. Decidieron que era subversiva. La estuvieron vigilando durante un tiempo y averiguaron que alternaba con un grupo de gente que figuraba en sus archivos. Nombres rodeados con círculos rojos: disidentes, activistas, personas marginadas. Eso no ayudó. El Berlín Oriental era un puto nido de víboras.

—Antes de mi época —apuntó Ben—. Yo me alisté después de la caída del muro.

Kinski asintió.

—Tuviste suerte. No era un lugar muy agradable. En cualquier caso, aquello les proporcionó la excusa que necesitaban para hacerla desaparecer. Por medio de un contacto supe que iban a por ella. A mí no me parecía bien que quisieran mandarla a algún puto campo de Manchuria solo por lo que escribía.

—Así que la ayudaste.

—Conocía a algunas personas y la sacamos. Vino a Austria e hizo lo que sea que tengan que hacer las mujeres para meterse a monjas. Luego, después de la caída del muro, consiguió la plaza en el convento. Todavía escribe, pero con otro nombre. ¡Una vieja combatiente dura de pelar!

—Le salvaste la vida.

Kinski hizo un gesto de desdén con la mano.

—Bueno, solo moví algunos hilos, ya sabes. Aun así, no creas que fue fácil. Nunca sabías en quién podías confiar.

—Conozco ese sentimiento. ¿En quién confías ahora?

—¿De la policía? —Kinski había pensado mucho en eso—. Únicamente en tres tíos: mis propios chicos. Del resto no estoy seguro.

—¿Y qué hay de tus superiores?

—Conozco a mi jefe desde hace ocho años y no creo que él esté mezclado en todo esto. Alguien lo quitó de ahí. O bien gestionaron su jubilación por la vía rápida y él aceptó la oferta. Eso también podría ser. Estaba cansado.

La carretera pasaba volando. Volvieron a quedarse en silencio.

—Voy a necesitar un nuevo equipo —dijo Ben.

—¿Cómo qué?

—Munición para mi Para-Ordnance —respondió—. Una 45 automática. Revestida de cobre, limpia. Al menos doscientas balas. Nada de excedentes militares; algo de calidad, de una buena marca como Federal o Remington. ¿Puedes arreglarlo?

—Veré lo que puedo hacer —contestó Kinski.

—O incluso otra pistola —añadió Ben—. Nada extravagante, nada de calibres inusuales ni revólveres. No más pequeña que una 9 mm ni más grande que una 45.

—Conozco a un tipo.

Siguieron conduciendo durante un rato. Kinski volvió a hablar.

—¿Y cuál es tu historia con Leigh?

Ben vaciló.

—No hay historia.

—Hombre, salta a la vista que alguna hay.

Ben se encogió de hombros.

—La conozco desde hace tiempo. Fuimos novios una vez, eso es todo. —No dijo nada más.

—Vale, lo retiro —dijo Kinski—. No es asunto mío. Solo quería decirte…

—¿Qué?

—Que si hay algo entre tú y Leigh, no lo estropees.

Ben se volvió para mirarlo. El rostro del policía se había endurecido.

—Solo te digo que no lo jodas, Ben. No tires a la basura algo como eso. Aprovéchalo lo más posible. —Se quedó callado un instante. Sujetó con fuerza el volante y, con tono triste, añadió—: Yo perdí a mi mujer.