Kinski condujo el Mercedes a gran velocidad por la autobahn. Se dirigieron hacia el sur, pasando por Graz, Wolfsberg y Klagenfurt, y, finalmente, cruzaron la frontera con Eslovenia. La placa policial de Kinski evitó el control de documentación del Mercedes al pasar la frontera.
Para cuando alcanzaron los alrededores del lago Bled ya había caído la noche y nevaba con intensidad. Los bosques estaban cubiertos de una espesa capa blanca y, cada poco tiempo, se encontraban con una rama caída que les bloqueaba el paso, después de partirse a causa del peso de la nieve. Las carreteras se volvieron estrechas y tortuosas. Kinski tenía que concentrarse mucho mientras los limpiaparabrisas barrían el cristal con rapidez, de un lado a otro, a un ritmo hipnótico. Leigh iba dormida en el asiento trasero. Al lado de Kinski, Ben repasaba todo lo que sabía hasta el momento y lo iba diciendo en voz alta, sereno, calmado, metódico.
—¿La Orden de Ra? —se burló Kinski—. Venga ya.
—Una vez, conocí a un dictador africano —dijo Ben— que se puso una corona de hojalata en la cabeza y se declaró a sí mismo una deidad. Aquello también sonaba divertido, pero la gente dejó de reírse en cuanto les cortaron los brazos y las piernas y los obligaron a comérselos delante de él.
—Me cago en la puta —dijo Kinski.
—Me da igual cómo se autodenominen esos cabrones. Eso no los hace menos reales ni menos peligrosos.
Kinski no dijo nada durante un minuto.
—¿Qué le ocurrió al dictador? —preguntó.
Ben sonrió en la oscuridad.
—Alguien se lo comió.
El convento estaba situado en pleno corazón de los Alpes Julianos, en un gran valle entre montañas nevadas. La única carretera que conducía hasta allí era una pista llena de surcos. La capa de nieve acumulada por la ventisca era gruesa, y tuvieron que detenerse para colocar las cadenas en las ruedas del Mercedes. Poco después, Kinski señaló hacia un pequeño y lejano punto de luz.
—Allí está.
El viejo convento estaba prácticamente en penumbras cuando se acercaron. Los faros del vehículo barrieron los escarpados muros al pasar a través de un arco en ruinas que conducía a un pequeño patio. Un intrincado conjunto de edificios que parecían haber crecido del propio valle y haber cambiado muy poco en los últimos cinco o seis siglos formaba el convento. La entrada principal era una puerta de roble, adornada con tachones de hierro, ennegrecida por el paso de los años y rodeada de hiedra.
El cálido brillo de una luz apareció bajo el arco de una ventana cuando el Mercedes se detuvo. La vieja puerta se abrió con un chirrido y la pequeña Clara Kinski salió brincando sobre la nieve. Tras ella, una mujer alta, con hábito de monja, sostenía un farol. Aparentaba más de setenta, pero se mantenía erguida y caminaba con paso firme.
Kinski apagó el motor y los tres salieron del coche estirándose tras el largo recorrido. Clara se arrojó emocionada en brazos de su padre. Max, el rottweiler, también salió corriendo del edificio y montó un gran escándalo, saltando sin parar y lamiéndole las manos.
La monja se acercó con el farol. Kinski la saludó cálidamente y se la presentó a Ben y Leigh.
—Esta es mi vieja amiga, la madre Hildegard.
La madre superiora les dio la bienvenida y, con la ayuda del farol, los guio a través del patio. Ben y Leigh la siguieron. Kinski se quedó atrás con Clara colgada de él y Max trotando feliz a su paso.
Atravesaron un oscuro claustro y pasaron bajo otro arco. Ben pudo oír el mugido de una vaca en el establo; el rústico aroma a heno fresco y el olor del estiércol inundaban el frío aire de la noche. Más allá del conjunto de construcciones del convento había una pequeña granja con edificaciones y cercas de mampostería. La madre Hildegard los condujo, pasada una verja, hasta una sencilla casita.
—Aquí es donde te quedarás —le dijo a Leigh.
Leigh le dio las gracias.
—¿Está segura de que no hay problema en que me quede aquí un tiempo?
—Karl, el de mantenimiento, vivió aquí muchos años. —La madre Hildegard sonrió—. Ahora es un señor muy mayor, y se ha ido a una residencia para jubilados en Bled. Es probable que su casa no vaya a utilizarse durante mucho tiempo. La vida sencilla que llevamos nosotras no le gusta a todo el mundo.
—Mientras no suponga una carga para ustedes… —dijo Leigh. La monja puso una mano sobre el brazo de Leigh.
—Cualquier amigo de Markus es más que bienvenido aquí —dijo. Les mostró el interior de la sencilla casita. Era cálida y acogedora, y el fuego crepitaba en la estufa de leña.
—Os he encendido el fuego, pero tendréis que cortar algo de leña por la mañana. —Señaló un armario en la pequeña entrada—. Ahí encontraréis botas de goma y chaquetas para el frío —dijo.
Sobre la estufa caliente había una sopera de hierro fundido, con estofado de cordero, que olía deliciosamente bien, y la sencilla mesa de madera estaba dispuesta con platos y vasos de barro.
La anciana monja los observaba con atención. Sabía de sobra que estaban metidos en alguna clase de problema, pero no tenía previsto hacer preguntas.
—Yo, ahora, os dejo. Clara, puedes quedarte aquí un rato, pero, luego, debes regresar y prepararte para irte a la cama.
Todos estaban muy cansados. Clara acaparó gran parte de la conversación durante la cena, de la que no sobró nada. Ben se bebió una de las botellas de vino casero, de diente de león, que hacían las monjas. Cuando llegó la hora, Clara cogió un farol y regresó corriendo al edificio del convento, pero Max quiso quedarse con Kinski, se negaba a marcharse de su lado.
—¿Te importa que comparta la habitación del ático con nosotros, Ben? —preguntó Kinski.
Ben miró al enorme y babeante perro.
—Mientras no duerma en mi litera.
—Uf, estoy hecho polvo —dijo Kinski bostezando. Se dirigió a las escaleras de madera, con Max a la zaga, y Ben y Leigh se quedaron solos.
—Me apetece dar un paseo —dijo ella—. ¿Te quieres venir? —Encontraron un par de botas que les servían y salieron.
El reflejo de la luna sobre la nieve la hacía brillar. El lugar estaba en una calma absoluta y el paisaje era imponente, incluso en penumbras. Leigh se sentía relajada como no lo había estado desde hacía días.
—No quería venir —dijo mientras caminaban sobre la nieve crujiente—, pero me alegro de que insistieras. Aquí me siento protegida.
Ben asintió. Kinski había elegido bien. No había manera de que alguien pudiese encontrar aquel lugar. Le alegraba que Leigh estuviese contenta. Al día siguiente, podría regresar a Viena con la mente despejada y sabiendo que estaba a salvo. Caminaron durante un rato. Ella se frotó las manos.
—Ojalá tuviera guantes. Tengo las manos heladas.
—¿Regresamos?
—No, este lugar es muy bonito. Y es tan agradable tener la libertad de pasear sin preocuparnos de que alguien nos vaya a disparar…
Ben le cogió las manos y las envolvió entre las suyas.
—¡Pero si están ardiendo! —exclamó—. ¿Cómo lo haces?
Sus ojos se encontraron y, de repente, ella se dio cuenta de que estaban allí de pie, en la nieve, el uno frente al otro cogidos de las manos, y él sonriendo bajo la luz de la luna. Se apartó rápidamente y metió las manos en los bolsillos.
—Gracias —murmuró—. Tal vez deberíamos regresar.
A la mañana siguiente, las monjas estaban ya levantadas a eso de las seis, atendiendo a los animales y realizando las tareas matutinas previas a los rezos y al desayuno. Clara corrió a la casa y golpeó la puerta.
Ben se había despertado temprano, y estaba preparando la estufa cuando oyó que la niña llamaba.
—Tu padre sigue durmiendo —le dijo mientras la dejaba pasar. Vestía un anorak acolchado y un pantalón de lana muy gruesa.
—Papá duerme hasta tarde siempre que puede —dijo alegremente, colgando el anorak en el respaldo de una silla—. Se sentó y comenzó a balancear las piernas.
—¿Así que pensabas venir y despertarlo antes de que saliera el sol?
Ella soltó una risita.
—Quiero enseñarle cómo la hermana Agnes da de comer a los cerditos. ¡Son tan bonitos!
—Pero los puede ver más tarde, ¿verdad? Tu padre, ahora, necesita dormir.
—¿Puedo quedarme aquí contigo?
—Claro. ¿Quieres desayunar?
—La madre Hildegard ha dejado huevos en la alacena —dijo, señalando—. Tienen tantas gallinas que siempre hay montones de huevos para comer.
—Entonces, supongo que desayunaremos huevos, ¿no?
—A mí me gustan cocidos y poco cuajados, con un trozo de pan negro para mojar, por favor —añadió.
—¿Cómo es que hablas tan bien mi idioma? —le preguntó él mientras llenaba un cazo con agua.
—Porque voy al colegio Saint Mary’s.
—¿Qué es? ¿Un colegio bilingüe?
Ella asintió.
—La mayoría de las clases son en inglés. Papá dice que hoy en día es el idioma más importante que se puede aprender.
—Para cuando hayas cumplido los veinte, todos los niños de tu edad estarán aprendiendo chino.
Ella apoyó sus pequeños codos sobre la mesa.
—¿Y eso por qué? —preguntó.
—Porque el mundo está siempre cambiando —le explicó él—. Son cosas de adultos, aburridas para una niña.
—¿Tu amiga Leigh canta en chino? También hay ópera china, ¿no es cierto? Lo vi en la tele.
Él se rio.
—Creo que eso es un poco diferente.
—A ella también la he visto en la tele. Canta en italiano, en francés y en alemán.
—Es que es muy lista.
—Papá me compró su álbum de Navidad el año pasado —dijo Clara—. Se llama Navidades clásicas con Leigh Llew… Llew… —Sonrió—. No sé decirlo bien.
—Es un apellido galés. En Gales hablan de una forma divertida.
—Gales es una parte de Inglaterra, ¿verdad?
—No digas eso delante de Leigh. —Ben sonrió.
—¿Leigh es tu novia? —Clara soltó una risita que reveló los hoyuelos de sus mejillas.
Él se volvió para mirarla.
—Haces muchas preguntas, señorita.
—Así es como aprendo cosas.
—Pues eres demasiado pequeña para aprender cosas como esa.
—Debería ser tu novia —dijo Clara muy seria, jugando con una cuchara de madera—. Creo que a ella le gustaría.
—¿Ah, sí? ¿En serio? ¿Y cómo es que tú sabes eso?
—La otra noche, durante la cena, te estaba mirando. Ya sabes, así. Ben se rio.
—¿Me estaba mirando así? ¿Y cómo pude no darme cuenta?
—Y cuando habla contigo hace esto con el pelo. —Clara se reclinó sobre el respaldo, alzó la barbilla y se echó el cabello hacia atrás con los dedos—. Eso es una señal de que a una mujer le gusta un hombre.
Ben casi se atraganta.
—Veo que tengo mucho que aprender de ti. ¿De dónde has sacado eso?
—Lo he leído.
—Espero que no haya sido en alguno de los libros de la madre Hildegard. Ella se rio.
—No, fue en una de las revistas de Helga.
—¿Helga?
—Mi niñera. Creo que a papá le gusta.
Los huevos estaban listos. Ben sirvió uno en una huevera y lo dejó sobre el plato de madera de Clara.
—En cualquier caso, señorita, creo que piensa usted demasiado. —Sonrió—. Ahora, come y calla.
—Eso es lo que dice papá. —Clara se encogió de hombros y rompió la cáscara del huevo.