Kinski aparcó su Mercedes en una calle lateral del centro de Viena y se dirigieron caminando hasta el hotel Sacher, en Philarmonikerstrasse, frente al imponente edificio de la Ópera Estatal de Viena. Ben quería un lugar público, lo más concurrido posible, para su charla con el detective, y el Sacher era, prácticamente, el espacio público más concurrido del centro de la ciudad. Allí, aunque alguien reconociese a Leigh, sería poco probable que se acercase a pedir un autógrafo. Las estrellas musicales no eran nada nuevo en Viena.
El café Sacher rebosaba de gente que había hecho un descanso de sus compras navideñas para tomarse un café matutino y un trozo de la famosa tarta que allí se servía. Ben condujo a Kinski hasta una mesa situada en un rincón.
—¿Dónde está ella? —preguntó Kinski mientras se sentaba. Esperaba que Leigh hubiera estado ya allí. ¡Otro maldito salón de té!, pensó. Odiaba aquellos sitios.
—Tú siéntate aquí y mantente ocupado durante una hora —dijo Ben—, y yo regresaré con ella.
Kinski hizo una mueca de disgusto.
—Genial.
—Tengo gente vigilándote —mintió Ben—. Si haces alguna llamada telefónica o tratas de contactar con alguien, ten por seguro que me enteraré y no volverás a verme hasta que regrese para matarte. ¿Te ha quedado claro?
—Completamente.
Ben sonrió.
—No es nada personal, Markus.
Una vez a solas, Kinski consultó el menú malhumorado. Cuando el camarero se acercó, pidió café solo y Malakofftorte suficiente como para entretenerse durante la hora siguiente. Luego, se reclinó sobre el respaldo y esperó, mientras pensaba en el tipo al que acababa de conocer.
Ben atravesó la bulliciosa Philarmonikerstrasse en dirección al Albertina Palace. Vio un cartel de Strassenbahn y se subió a un tranvía. Leigh lo estaba esperando en una pensión barata situada al otro lado del canal del Danubio.
Kinski iba por el cuarto café cuando Ben y Leigh entraron en el Sacher, justo una hora más tarde. Kinski se puso en pie cuando Leigh llegó a la mesa y la saludó educadamente. Se volvió hacia Ben:
—Empezaba a pensar que no veníais.
—¿Otro café?
—Llevo ya unos cuantos —dijo Kinski, negando con la cabeza. Leigh se quitó las gafas de sol y las dejó sobre la mesa. Llevaba el cabello recogido en una coleta y un gorro de lana. Ben se sentó junto a ella. Leigh estudió a Kinski con detenimiento.
—Creo que tiene información sobre mi hermano.
—Cuéntale lo que me contaste a mí —dijo Ben.
Kinski volvió sobre ello y dedicó los minutos siguientes a explicar con detalle todo lo que sabía. Leigh lo escuchaba con atención. Describió cómo, accidentalmente, había dado con Madeleine Laurent, quien había resultado ser Erika Mann, casi con total seguridad, otro nombre falso. El episodio de Laurent había sido una elaborada tapadera. Después, sacó de su bolsillo la pequeña bolsa de plástico con casquillos de 9 mm y la dejó sobre el mantel de lino, delante de Leigh.
—Los encontré junto al lago —dijo.
Ella los examinó, sin comprender de qué se trataba.
—No lo entiendo —dijo—. Mi hermano se ahogó. No le dispararon.
—No le disparaban a él —dijo Ben—. Disparaban al hielo.
Leigh cerró los ojos un momento. Él le dio unas suaves palmaditas en la mano y un breve apretón.
Kinski continuó con su relato. Explicó que había intentado volver a investigar el caso de Oliver, pero que alguien se había llevado a Clara del colegio y la había utilizado para tratar de acallarlo. Y que su antiguo jefe había sido sustituido repentinamente y, con él, cualquier posibilidad de reabrir el caso.
Leigh parecía preocupada.
—¿Dónde se encuentra Clara ahora?
—En un lugar seguro. Está bien.
—Cuéntale lo que me has dicho a mí sobre el tipo de la oreja —dijo Ben tocándose su propio lóbulo.
Kinski relató lo que Clara le había contado sobre su secuestrador. Leigh se volvió y miró a Ben con los ojos muy abiertos.
—La oreja… —dijo—. ¡El hombre del vídeo de Oliver tenía el lóbulo destrozado!
—¿Qué vídeo? —preguntó Kinski.
—Necesitamos un lugar privado con un ordenador —dijo Ben.
—Eso no es problema —respondió Kinski. Se puso en pie y se acercó a la barra. Preguntó por el encargado, sacó su identificación policial y, en cinco minutos, les estaban mostrando una pequeña sala de conferencias en la parte trasera del hotel. Se sentaron en una mesa muy larga y Ben introdujo el CD en el lector de discos del ordenador.
Kinski contempló el vídeo en silencio. Frunció el ceño al final, pero no apartó la vista de la pantalla cuando le arrancaron la lengua a la víctima ni cuando fue destripada. Leigh estaba de espaldas, frente a la ventana, observando pasar el tráfico. Cuando hubo terminado, Kinski se recostó sobre la silla y respiró profundamente.
—¿Y creéis que esto ocurrió aquí en Viena?
—Fíjate en la fecha —dijo Ben—. El vídeo se grabó poco antes de la muerte de Oliver. Tuvo que ser en algún lugar cerca de aquí. Parece una casa grande, vieja, con una bodega o algún tipo de cripta.
—La víctima me resulta familiar —murmuró Kinski—. Lo he visto en alguna parte, pero ahora mismo no soy capaz de ubicarlo.
—¿Qué hay de ese otro tipo, el que está en primer plano, el de la oreja?
Kinski asintió.
—Por lo que dijo Clara, podría tratarse del mismo tío que se la llevó.
—Una pregunta más —dijo Ben—. ¿Te dice algo la palabra adler?
—Como nombre es bastante común. ¿Por qué?
—En realidad, no lo sé —dijo Ben—. Es igual, no importa.
—¿Hay algo más en el disco? —preguntó Kinski.
—Algunas fotos.
—Quiero verlas.
Ben salió del archivo de vídeo y reprodujo las imágenes. Kinski sacudía la cabeza al ver cada una de ellas.
—¡Espera un momento! Para. Vuelve atrás. He visto algo —dijo Kinski. La foto de Oliver tocando el dueto de piano en la fiesta regresó a la pantalla. Los grandes ojos del detective se entrecerraron y señaló con un dedo rechoncho al segundo pianista, sentado junto a Oliver.
—Lo conozco —dijo—. Es Fred Meyer.
Kinski solo lo había visto una vez, y, aunque era un cadáver colgado de una cuerda, se trataba del mismo hombre, sin duda.
—¿Qué sabes de él? —dijo Ben.
—Meyer estudiaba música —dijo Kinski—. No sabía que era amigo de Oliver.
—¿Podríamos hablar con él? —preguntó Leigh.
—Lo veo difícil —respondió Kinski—. Creo que tiene algún problema de disponibilidad.
—¿Muerto? —preguntó Ben.
Kinski asintió.
—Pero lo más interesante es que murió el nueve de enero.
—El mismo día que Oliver —dijo Leigh con tristeza, y se sentó pesadamente en una silla.
Kinski pudo percibir el dolor en sus ojos, pero continuó hablando. Tenía que saber aquello.
—Se supone que fue un suicidio —dijo—, pero a mí nunca me convenció. No quedó probado completamente. Sospechoso.
—¿Cómo de sospechoso? —preguntó Ben.
—He visto un montón de suicidios —explicó Kinski—. Siempre existe un motivo para que una persona tome una decisión así, y, por lo que pude averiguar, Fred Meyer no tenía ninguno. Lo tenía todo en la vida. Además, no me han gustado esa clase de coincidencias. Dos músicos mueren la misma noche, sobre la misma hora, a pocos kilómetros de distancia. Uno muere en un accidente que no cuadra. Y el otro, en un suicidio que nadie puede explicar. No me digáis que no es extraño.
—Y ahora resulta que conocía a Oliver —dijo Ben.
Kinski asintió.
—Algo que lo hace aún más sospechoso. Y todavía hay una relación más: Meyer tenía dos entradas para la ópera. —Señaló a Leigh—. Para el estreno de tu interpretación de Macbeth, aquí en Viena, el pasado enero.
—El que cancelé —dijo ella—. Estaba a punto de volar hacia aquí, para hacer los ensayos, cuando recibí la noticia de que había muerto.
—Esas entradas eran para un palco privado en el Staatsoper —prosiguió Kinski—. Y cuestan un dineral, mucho más de lo que un estudiante se puede permitir. Lo he comprobado. Meyer vivía con un presupuesto muy ajustado, y unas entradas de ópera de tan alto nivel estaban muy lejos de su alcance. Su familia tampoco vivía muy desahogada, por lo que es poco probable que se las regalaran. Así que ¿dónde las consiguió?
—Pudo ser a través de Oliver —apuntó Leigh—. Él tenía entradas gratis para cualquiera de mis funciones.
—En ese caso, debían de conocerse bien —opinó Kinski.
—Olly nunca lo mencionó —dijo Leigh frunciendo el ceño—. Aun así ¿qué puede significar que se conocieran bien?
—Si Oliver murió porque sabía algo —dijo Ben—, ¿por qué murió Meyer?
—Tal vez ambos presenciaron esto juntos —sugirió Leigh.
Ben sacudió la cabeza.
—Está claro que el vídeo lo grabó una sola persona. Oliver estaba solo allí. Si hubiesen sido dos, se los habría oído hablar. Habría imágenes de la otra persona mientras Oliver corría.
—Entonces, ¿qué sabía Fred? ¿Y cómo? —preguntó Leigh—. ¿Le contó Olly lo que había visto? ¿Le mostró el vídeo?
—No lo sé —dijo Ben—. No creo que tuviese tiempo de enseñarle el vídeo. Tal vez hablaron por teléfono.
—O estaban planeando algo juntos.
Ben reflexionó sobre ello.
—Necesitamos averiguar más. Tenemos que hablar con la familia Meyer.
—No te dirán nada que no le hayan dicho ya a la policía —dijo Kinski.
—Aun así, me gustaría hablar con ellos. —Ben hizo una pausa para pensar—. Está bien, ese lugar en el que has ocultado a tu hija Clara. ¿Dónde está?
Kinski sonrió.
—¿Podemos confiar el uno en el otro?
—No te habría traído aquí si no fuera así. Te habría dejado muerto en el coche.
—De acuerdo —masculló Kinski—. Está en un convento. Una vieja amiga mía es la madre superiora.
—¿Está cerca de aquí?
—No, está en el campo, a unas cinco o seis horas en coche, al otro lado de la frontera con Eslovenia. En las montañas.
—¿Y es seguro?
—Completamente. Allí nadie podría encontrarla jamás. Nadie sabe de su existencia, ni siquiera los pocos polis en los que aún confío.
Ben miró a Kinski a los ojos.
—¿Podría Leigh esconderse allí también?
Leigh estalló.
—¡¿Qué?!
Kinski lo meditó un instante y asintió.
—Creo que podría arreglarlo, seguro.
—¡Estupendo! —dijo Ben, y se dirigió a Leigh—. Porque creo que esto se está volviendo demasiado peligroso para ti. Quiero que estés a salvo hasta que todo esto termine.
—Ya hemos discutido esto —dijo ella acaloradamente—. No me voy a ningún sitio.
Ben la miró con dureza.
—Quería que te fueses a Irlanda y no te fuiste. Dejé que te salieras con la tuya y mira lo que ha pasado.
—No te desharás de mí tan fácilmente —dijo ella—. Quiero implicarme, hacer algo, no estar, quién sabe dónde, esperando a que me llames.
—Tú decides, Leigh —dijo Ben—: o me dejas hacer esto a mi manera, o me largo. Contratas a otro puñado de esteroides andantes para que te protejan y ya está, estarás muerta en menos de una semana.
Kinski lo miró. Ben estaba utilizando una táctica dura, pero eficaz. Leigh hundió la cabeza entre las manos y dejó escapar un largo suspiro.
—Me volveré loca —dijo—. Estaré preocupada todo el tiempo.
—Pero estarás a salvo —replicó Ben—. Y, si sé que estás protegida, yo podré trabajar mejor.
—Tiene razón —dijo Kinski.
Ella suspiró de nuevo.
—Está bien —contestó de mala gana—, vosotros ganáis.
Ben asintió y se volvió hacia Kinski.
—Dime cómo se va a ese lugar.
Kinski sonrió.
—Puedo hacer algo mejor que eso.