Capítulo 34

Ben salió de Milán conduciendo a gran velocidad, con la intención de poner la mayor distancia de por medio. Cada pocos minutos comprobaba el espejo. Nadie los seguía. El granizo y el agua nieve fueron apedreando el parabrisas del Fiat, durante dos horas, mientras se dirigían en dirección nordeste hacia la frontera austríaca. A su lado, Leigh, cautivada por la vieja carta, permanecía profundamente pensativa. Vieron señales que indicaban la proximidad de una estación de servicio en la autostrada.

La cafetería estaba medio vacía. Pidieron dos cafés y se dirigieron a una mesa situada en un rincón, apartada de los demás comensales y próxima a una salida de emergencia. Ben se sentó mirando hacia la sala, sin dejar de vigilar la entrada. Ninguno de los dos había comido nada desde la noche anterior, pero la carta era lo primero. Leigh la desenrolló, la alisó con cuidado sobre la mesa de plástico y utilizó el salero y el pimentero para sujetar los bordes y evitar que se volviese a enrollar.

—Esto es tan valioso… —dijo ella pasando los dedos sobre el viejo y gastado papel.

—Sea verdadera o falsa, únicamente nos resultará valiosa si puede decirnos algo, —Ben sacó el archivador de Oliver de la bolsa y abrió su cuaderno de notas—. Veamos lo que tenemos aquí. ¿Qué tal tu alemán?

—Sé cantar en alemán mejor que traducirlo. ¿Qué hay del tuyo?

—Sé hablarlo mejor que escribirlo. —Le echó un vistazo al manuscrito. ¿Era realmente la letra del mismísimo Mozart? Parecía auténtica, pero ¿qué iba a saber él?

La estudió de cerca. La caligrafía se convertía, por momentos, en garabatos, y parecía como si la carta hubiese sido escrita a toda prisa en la parte trasera de un carruaje. Lo mejor era empezar por el principio.

Mein liebster Freund Gustav —leyó—. Mi queridísimo amigo Gustav.

—Buen comienzo.

—Esta es la parte fácil —dijo él.

Trabajaron durante una hora, y el café se quedó frío sobre la mesa sin que lo hubiesen probado siquiera. La traducción iba saliendo muy despacio, fragmento por fragmento. Cada pocos segundos, Ben echaba un vistazo alrededor de la estancia para comprobar que no tenían compañía indeseada.

—¿Qué significa Die Zauberñöte? —preguntó.

—Eso es fácil: La flauta mágica. ¿Y esta palabra? —preguntó ella, señalando—. No la entiendo. —Mordisqueó su bolígrafo pensativa.

—Adler.

—¿Adler?

Adler significa «águila» —dijo Ben, mordiéndose el labio. Carecía de sentido. Añadió la palabra a su traducción incompleta. Ya lo entenderían más tarde. Lo primero era tenerlo todo.

Necesitaron otros tres cafés y varias páginas de notas y tachones para que la traducción tomase forma. Ben giró el cuaderno sobre la mesa para que ambos pudieran leerlo a la vez.

Viena

16 de noviembre de 1791

Mi queridísimo amigo Gustav:

Te escribo esta carta con gran apuro, y espero con todo mi corazón que la recibas a tiempo. Asimismo, desearía poder escribirte solo con buenas nuevas acerca de la magnífica acogida de La flauta mágica. Pero, lamentablemente, tengo cosas más apremiantes que relatarte. No hay nada más placentero que la libertad de vivir en paz y tranquilidad, ¡y cómo desearía que fuese así para nuestros Brethren! Sin embargo, Dios parece haberlo dispuesto de otro modo.

Ayer estaba realizando mi caminata favorita por las proximidades de la ópera cuando me encontré a nuestro amigo y hermano zeta. Estaba enormemente angustiado y agitado y, cuando le pregunté qué le sucedía, me contó la última evolución de los acontecimientos. Como bien sabes, zeta tiene conocimiento de cierta información que ha sido debatida en las reuniones de la Orden de Ra. Estoy seguro de que gracias, en gran parte, a los favores que nuestro emperador ha depositado en El Águila, nuestros enemigos ganan en fuerza e influencia cada día que pasa. Temo que el éxito de mi ópera los haya enfurecido en demasía y que nuestro oficio pueda correr más peligro que nunca. Nuestro amigo recomienda que pongamos gran cautela en todos nuestros movimientos. Te ruego que seas lo más cuidadoso posible, mi querido Gustav. No confíes en desconocidos. La Orden de Ra posee agentes por todas partes, y no solamente en nuestra amada Austria.

Lamento la brevedad de esta misiva, pero voy a despedirme con la profundísima esperanza de que recibas mi aviso antes de que las fuerzas que se proponen destruirnos puedan causar más daño. Cuídate y mantente a salvo. Transmite todo mi amor a tu querida Katarina.

Tu hermano siempre,

W. A. Mozart

—¿Qué conclusión sacas de esto?

—Hablemos de ello mientras comemos. Tengo un hambre canina.

La lasaña estaba caliente y sabrosa, y era abundante. Comieron mientras hablaban, con la carta cuidadosamente guardada en la bolsa de Ben. Tenía el cuaderno abierto delante, junto a su plato.

Leigh parecía decepcionada.

—Aquí no hay nada que no supiéramos ya por el profesor Arno. Mozart advertía a su amigo de logia sobre esa gente de la Orden de Ra que iba a por ellos. Y ya está. Es una pérdida de tiempo.

Adler —dijo Ben con la boca llena de pasta—. Águila.

—¿Qué pasa con eso?

Señaló el cuaderno.

—Parece como si El Águila fuese importante y tuviese relación con la Orden de Ra.

—Pero ¿cómo?

—No lo sé —dijo él—. En sus notas, Oliver menciona mucho a las águilas.

—A lo mejor «Águila» es un código para algo.

Ben asintió.

—Podría ser. Águila. Tal vez un símbolo.

—¿El águila imperial?

—No puede ser eso, Lee. El Águila es algo o alguien a quien el emperador colmaba de favores.

—Si supiéramos de qué favores se trataban…

—Pero no lo sabemos. —Ojeó la carta de nuevo—. No hay nada más.

—O sea, que estamos donde empezamos. —Leigh suspiró—. No nos encontramos más cerca de saber qué le ocurrió a Oliver. —Dejó que el tenedor hiciese ruido contra el plato y apoyó la cabeza en la mano—. Tal vez todo esto sea una pérdida de tiempo. Puede que la carta no tenga nada que ver con esto. ¿Y qué pasa si, en realidad, es falsa?

Ben sacudió la cabeza.

—Me inclinaría a pensar eso —dijo—, pero hay algo que me desconcierta. La estancia donde se cometió el asesinato… ¿Recuerdas el carnero?

Ella había intentado olvidar lo que había visto en aquel vídeo.

—¿Carnero?

—En la pared, sobre el altar (o lo que fuese aquello) había una cabeza de carnero dorada con largos cuernos.

Ella vaciló.

—Carneros. Cabras. Ídolos. Cuernos. ¿Te estás refiriendo a la adoración al demonio?

—No, a algo mucho más antiguo que eso. ¿Recuerdas que te conté que estudié teología?

—Eso sí que fue una auténtica sorpresa, Ben.

Era un capítulo de su vida del que no le gustaba hablar, así que se apresuró a seguir con su explicación.

—Ra era el dios del sol de los antiguos egipcios. Arno lo confirmó.

Leigh no veía adónde quería llegar.

—No siempre se le llamaba por su nombre —dijo Ben—. También se representaba mediante símbolos. Normalmente el sol, pero, a menudo, también un carnero. En el arte egipcio se le reproduce como un hombre con cabeza de carnero o, a veces, solamente la cabeza.

—¿Estás seguro? ¿Por qué un carnero?

—Por los cuernos. Simbolizan los rayos de luz emitidos por el sol. Es un símbolo antiquísimo y se ha universalizado bastante a través de los siglos. La palabra hebrea karan, que significa «rayos», se parece mucho a keren, que significa «cuernos». Leigh se tomó un instante para asimilar todo aquello y, entonces, asintió.

—Continúa.

—En su momento, hubo algo en ese carnero dorado que aparece en la grabación de Olly que me chocó —dijo—. No se me ocurría qué podía ser, pero, ahora, me hago una idea. Escucha, esto te va a parecer una locura…

—Ya nada me parece una locura, créeme.

—Pues a ver qué piensas de esto: creo que la Orden de Ra sigue existiendo.

—¡Eso sí que me parece una locura!

—Sí, pero recapacita. ¿Qué presenció Oliver? Un tío al que le arrancaron la lengua y, después, lo destriparon. ¿Qué nos contó Arno sobre Lutze? Que a él le ocurrió exactamente lo mismo. ¿Coincidencia? No lo creo.

Ella hizo una mueca.

—Te escucho.

—Ahora recuerda lo que Arno nos dijo antes de que le dispararan. Dijo: «Así que es cierto».

—Lo recuerdo. ¿Y qué es lo que era cierto?

—No tuvo la oportunidad de acabar de hablar, pero señalaba a la cabeza del carnero mientras lo decía. Creo que sabía algo, no me preguntes qué. Y, fuesen cuales fuesen sus sospechas, enterarse de la muerte de Oliver debió de confirmarlas. La carta lo asustaba lo suficiente como para querer mantenerla lejos. Ya has visto lo bien que la escondió.

Leigh se quedó pensativa un momento mientras jugueteaba con su comida.

—Si la carta es tan peligrosa, ¿por qué no fueron a por papá cuando la tenía él?

—En primer lugar, tu padre estaba más interesado en la autenticidad de la firma y en su valor histórico —dijo Ben—. Oliver fue el único que llegó más allá. Y, en segundo lugar, hasta que Oliver no empezó a investigar y averiguó lo que averiguó, no creo que nadie se preocupase en absoluto por la carta. Sólo se volvió importante cuando lo condujo hasta ellos.

—¿Y cómo crees que pasó?

—Todavía no lo sé —respondió él.

Ella guardó silencio un instante.

—Supongamos que tienes razón y que esa gente aún existe. ¿Quiénes podrían ser? ¿Dónde se los encontraría?

Él sacudió la cabeza.

—No se los encontraría, al menos no fácilmente. Recuerda quiénes eran. No se trataba de cualquier estúpido culto de hombres que se dan absurdos apretones de manos. Tenían vínculos con la policía. Estaban en el meollo de la política, incluso fuera de Austria. Eran tiempos de incertidumbre. Los mandatarios de la época tenían tanto miedo a una revolución generalizada en Europa que les habría encantado apoyarlos. Piensa en lo grande que podría ser ahora, dos siglos más tarde. No solo grande, sino unida a la clase dirigente.

—Pero vivimos en una Europa moderna y democrática. Seguro que una organización represiva de ese tipo no tiene cabida en la actualidad.

—Sé que tú no eres tan ingenua, Leigh. El nuevo orden se construye sobre el viejo. En realidad, nunca cambia nada.

—Creí que era Arno el teórico de la conspiración.

—A lo mejor tenía razón —dijo Ben.

—¿Estás hablando en serio?

Él asintió e hizo una pausa.

—No te he contado mucho sobre las cosas que hice en el ejército, ¿verdad? No suelo hablar de eso. No me gusta hablar de eso. Pero ocurre un montón de cosas de las que la gente corriente nunca ha oído hablar. Luchamos en guerras que los libros de historia no mencionarán jamás. Actuamos lejos de los principales campos de batalla y llevamos a cabo operaciones que ni siquiera nosotros comprendíamos. No teníamos ni idea de lo que hacíamos, tan solo nos daban objetivos y órdenes. Destrozamos lugares cuyos nombres ni siquiera conocíamos. Éramos los peones del juego, Leigh. Éramos unos necios. Oliver lo averiguó hace años, pero yo no tuve la sensatez de escucharlo. Y los hombres que mueven las piezas, los jugadores que en realidad controlan las cosas, son personas de las que nunca has oído hablar. Casi nadie sabe quiénes son.

—Entonces, ¿a quién nos estamos enfrentando?

Ben se encogió de hombros.

—Quién sabe. Personas que forman parte directa de la infraestructura, oculta tras capas y capas de fachada. Personas con contactos. Personas que van a por ti cuando muestras tu cara, usas tu pasaporte o tu tarjeta de crédito, o intentas hablar con la policía. Esto llega muy lejos. Por eso, debemos andarnos con mucho cuidado si vamos a seguir con esto. Y vamos a hacerlo a mi manera.

Hubo un largo silencio.

—De acuerdo —dijo ella—. ¿Qué hacemos ahora?