Milán, Italia
El museo Visconti cerraba a la una del mediodía para el almuerzo. Los visitantes se dirigieron tranquilamente hacia el pórtico de la entrada. Cuando los últimos se hubieron marchado, el viejo guardia de seguridad, Domenico Turchi, cerró la puerta. Con mano temblorosa cogió una anilla repleta de llaves que llevaba colgada en el cinturón y cerró el pesado candado de hierro. Mientras bromeaba con la signora Bellavista, la recepcionista, colgó la chaqueta y la gorra de su uniforme en un perchero que había detrás del escritorio, y, juntos, se dirigieron a una puerta lateral que conducía a la salida de empleados. Abrió un panel de la pared y marcó una serie de números para activar el sistema de alarma, y él y la signora Bellavista salieron del edificio todavía bromeando. Luca y Bepe ya se habían marchado del taller del piso de abajo y Domenico sabía que encontraría a los dos hombres bebiendo cerveza Peroni con la comida, en el café de la esquina donde todos se reunían día tras día.
Las salas del museo estaban desiertas y silenciosas. Abajo, en el sótano, entre el laberinto de lúgubres pasillos y pasadizos, se oyó el chirrido de una puerta que se abría.
Ben echó un vistazo al exterior, escuchó con atención por si detectaba algún ruido y salió cautelosamente del armario abandonado.
Leigh lo siguió. Tenía las piernas entumecidas de la larga espera en la oscuridad. Atravesaron una puerta y subieron unos sombríos escalones en dirección a la parte principal del edificio.
Ben reconoció el taller en el que estaban los dos hombres a los que habían logrado esquivar anteriormente. Ahora estaba vacío. Habían dejado las herramientas en un montón desordenado sobre un banco de restauración. Un viejo violín reposaba sin tapa en una mesa con marcas de cincel. Dos óleos sin marco aguardaban a ser restaurados apoyados contra la pared. Todo el taller estaba impregnado de un fuerte olor a cola, cera abrillantadora y barniz.
Ben cogió una sierra manual. Recorrió la afilada hoja con la vista y asintió. Leigh lo miraba desconcertada. No quería ni pensar en lo que se le podía estar pasando por la cabeza hacer con ella.
Seguía sin haber rastro de nadie por los alrededores. Ben abrió con cuidado otra de las entradas y encontró lo que estaba buscando. La caja de fusibles principal era un modelo Bakelite con interruptores anticuados. Los puso todos en posición de OFF y bajó el interruptor general. Seguidamente, extrajo los fusibles y los ocultó en una caja bajo un montón de material de embalaje, y salieron al pasillo principal desde una entrada para empleados. La pálida luz del sol se filtraba a través de las ventanas. Todas las luces estaban apagadas y los pilotos rojos que parpadeaban en las cámaras de seguridad habían desaparecido.
Regresaron a través del largo pasillo en el que estaban expuestos los violines. La sala de instrumentos de teclado se encontraba justo a la vuelta de la esquina.
Germana Bianchi estaba en el piso de arriba, limpiando el polvo de los marcos de la sala de retratos mientras escuchaba a Mina en su radio a pilas, cuando se cortó la luz y la aspiradora se apagó. Era una mujer lenta y pesada, así que tardó un instante en asimilar lo que había ocurrido. Se agachó para encender y apagar la aspiradora varias veces con su mano rolliza.
—Cazzo —maldijo.
La corriente ya se había cortado en otra ocasión. Estaba sola en el edificio, igual que ahora, haciendo la limpieza de la hora del almuerzo. Habían saltado los fusibles y había tenido que hacer todo el recorrido hasta el sótano para subir el interruptor de la caja. Eso suponía un largo camino para ella, y no le gustaba nada la sensación de vacío del lugar cuando estaba cerrado.
Mordisqueó su sándwich durante un momento, con la esperanza de que la electricidad regresase por sí sola. No fue así. Suspiró, cogió su radio y se dirigió hacia las escaleras.
Ben examinó el piano y decidió comenzar su plan de acción. Tenía que quitar la pata delantera derecha de la forma más rápida y limpia posible. Tal vez no dispusiese de mucho tiempo. Algún miembro del personal podría regresar en cualquier momento. Si pudiera levantar el piano por el lado derecho, tres o cuatro centímetros, y meter algo para mantener la pata elevada durante el tiempo suficiente como para serrarla… Cogió un taburete doble y lo levantó, pero era demasiado alto.
Se subió al pedestal, dejó la sierra sobre el piano y calibró el peso del instrumento. Apenas fue capaz de moverlo más de dos centímetros, y no creía que con la fuerza adicional de Leigh hubiese demasiada diferencia. Miró la sierra, luego, otra vez la pata. Iba a tardar quince minutos, al menos, en cortar la sólida madera. A lo mejor no contaba con tanto tiempo.
Piensa en algo, Hope.
Leigh se puso tensa.
—Ben, creo que hay alguien en el edificio.
Ben también lo oyó; unos pasos lentos y pesados sobre las ruidosas escaleras que conducían al vestíbulo principal del piso de abajo. En el interior del silente edificio el eco se extendía suavemente, pero con mucha claridad. Se oía también otro ruido; era música a un volumen cada vez más alto. Alguien con una radio se estaba acercando a ellos.
Aquello no funcionaría. Tenía que ser ahora o nunca. Miró a su alrededor con desesperación.
El cordón de seguridad que rodeaba el piano estaba sujeto a seis pies de latón, de unos cincuenta centímetros de alto, con amplias bases circulares. Sí, esa era la única salida. Utilizó la sierra para cortar la cuerda y cogió uno de los pies. Era sólido y pesado. Le dio la vuelta y lo sujetó como si fuera un hacha. Notó el frío del latón entre sus manos.
—A la mierda —murmuró. Pudo notar la expresión horrorizada de Leigh mientras levantaba el pie de latón hacia atrás, por encima de su hombro, y, entonces, golpeó lateralmente la pata del piano con todas sus fuerzas.
El estruendo de la madera al astillarse quebrantó la calma que había en la sala. El piano emitió un sonoro crujido y las cuerdas vibraron al unísono. La pata cedió un poco y el extremo delantero del instrumento se combó y emitió un chirrido. Después, se detuvo.
En mitad de las escaleras y resollando por el esfuerzo, Germana también había oído, por encima de la música, el terrible estruendo. Apagó la radio. ¿Qué coño ha sido eso?
El corazón le dio un vuelco. Se agarró al pasamanos y aceleró el paso.
Ben golpeó de nuevo el piano. El pie resonó en el aire. Otro escalofriante estrépito. La pata cedió y se dobló bajo el teclado. La esquina frontal del instrumento se inclinó y Ben se apartó rápidamente.
Una tonelada de carcasa de hierro y revestimiento de madera maciza cayó atravesando el pedestal sobre el que descansaba. Volaron astillas por todas partes, y un categórico acorde disonante, procedente del piano desplomado, inundó el museo.
Ahora Germana sí se había asustado de verdad. Había ladrones en el edificio. Alcanzó el final de las escaleras y corrió torpemente, a través del vestíbulo, hasta el aseo de señoras. Se metió en uno de los retretes y cerró la puerta con pestillo. El corazón le latía con fuerza y respiraba con dificultad. Notó la forma de su teléfono móvil en el bolsillo. Sí. Llama a la policía.
Leigh contemplaba boquiabierta el piano destrozado. Todo el trabajo de su padre, los cientos de horas que había dedicado a restaurar aquel valioso instrumento. La pérdida irreparable de aquella pieza del patrimonio musical. Era terrible, desastroso. Las cuerdas seguían resonando cuando Ben recogió la pata machacada. Apartó los fragmentos astillados. Esperaba que hubiese merecido la pena.
—No veo nada —dijo. Cogió la sierra y cortó desesperadamente el extremo de la pata. La afilada hoja arrojó una astilla que se le clavó en la mano, hundiéndose en la carne y provocándole un irregular corte sangrante. Blasfemó e ignoró el dolor. Continuó serrando con más fuerza. Leigh permanecía tras él, pegada a su hombro, con los ojos desorbitados.
Sopló para apartar el serrín, limpió la sangre de la madera. Nada.
—Esta madera es maciza —dijo—. No hay ningún agujero.
Germana hablaba aturullada con la centralita de la policía. Había ladrones en el museo Visconti. Solo se alivió cuando la voz masculina al otro lado de la línea la tranquilizó. La policía estaba de camino.
Ben miró a Leigh.
—Dijiste que estabas segura.
—Yo… A lo mejor era la pata izquierda.
—¡No me jodas, Leigh! —protestó. Se puso en pie de un salto y miró su reloj.
—Lo siento —susurró ella.
—Yo también lo voy a sentir cuando venga alguien y nos pille. —Agarró el pie metálico y lo levantó de nuevo. El maltrecho instrumento yacía como una enorme ballena varada, con la pata delantera que le quedaba sobresaliendo en ángulo. Ben golpeó con fuerza y otro inmenso estruendo resonó en el museo. Leigh se tapó los oídos.
Ben retrocedió. Había partido la pata limpiamente. Tiró el pie, que provocó un sonido metálico al chocar contra el suelo de madera, y se arrodilló. Cogió la pata cortada.
El corazón le dio un vuelco. Estaba hueca. Metió dos dedos en el interior de la lisa cavidad y notó algo.
Había un papel enrollado dentro. Dio la vuelta a la pata y la agitó enérgicamente. El fino rollo de papel, viejo y amarillento, estaba sujeto con una cinta en el centro. Cayó al suelo entre los escombros del piano machacado.
Leigh se puso de rodillas y se lo arrebató. Le quitó la cinta y desenrolló la hoja, sujetándola como si pudiese deshacerse con el más mínimo contacto.
—¡Es esta! —dijo, mirándola fijamente—. La tinta estaba desvaída, pero la firma manuscrita resultaba inconfundible.
Tenía en las manos el tesoro de su padre. La carta de Mozart. Solo cuando hubo escuchado las sirenas, Germana Bianchi se atrevió a salir del lavabo. Abrió la puerta principal para dejar entrar a la policía y, señalando y farfullando, los guio hasta la sala del piano, donde había oído a los ladrones. Una banda completa de despiadados maleantes. Estaban armados. Tenía suerte de estar viva.
Al doblar la esquina comprobaron que la exposición de teclados estaba vacía. Todos se quedaron atónitos y sin palabras al ver el piano destrozado. ¿Quién haría algo así?
No tenía ningún sentido.
Para entonces los ladrones ya estaban lejos de allí. El viejo Fiat se había perdido entre el imposible tráfico milanés.