Capítulo 32

Italia, el mismo día, más tarde

El profesor Arno los invitó a pasar a un amplio y soleado estudio y les ofreció un vaso de grapa. Tenía un acento muy marcado, pero hablaba con fluidez. Caminaba apoyado en un bastón y llevaba una vieja chaqueta de tweed dos tallas más grande de lo que le correspondía. Sus movimientos eran lentos y sus manos, delicadas, temblaban ligeramente mientras servía las bebidas con una licorera de cristal. Después, se quitó la chaqueta, la colgó en un perchero y los condujo hasta un escritorio abarrotado de cosas, situado frente a un par de ventanas que formaban arcos y daban a los hermosos jardines de la villa.

El estudio estaba impregnado de un pesado y empalagoso aroma, similar a la vainilla, que procedía de los tres cirios de iglesia aromáticos que se consumían sobre un antiguo candelabro de plata. El anciano profesor rodeó el escritorio con dificultad y dejó caer su enjuto cuerpo sobre una silla de cuero con botones, de espaldas a la ventana.

Ben y Leigh se sentaron enfrente de él. Ben se bebió el abrasador brebaje y dejó su vaso vacío sobre la mesa. Leigh tomó un pequeño trago, y apoyó con nerviosismo el vaso sobre su rodilla mientras se preparaba mentalmente para lo que quería decir. El profesor se recostó en la silla; su escaso cabello blanco resaltaba con la luz del sol que se colaba por el cristal de la ventana. Observó a Leigh durante unos segundos, con un tenue brillo en los ojos.

—La vi cantar Lucia di Lammermoor en el Rocca Brancaleone —dijo—. Me pareció usted magnífica, la mejor Lucía desde María Callas.

Leigh sonrió con gentileza.

—Gracias, profesor. Es un gran cumplido que no sé si merezco, pero… —Hizo una pausa—. Siento decirle que, desafortunadamente, no hemos venido aquí para hablar de ópera.

—No pensé que fuera así —respondió el anciano.

—Creo que mi hermano Oliver vino a visitarlo el invierno pasado. ¿Puede contarme algo de su visita?

—Me pareció un joven encantador —dijo Arno con tristeza—. Nos entendimos muy bien. Tenía pensado quedarse poco tiempo, pero conversamos durante horas y horas.

Al final, se quedó aquí casi dos días enteros. Me impresionó mucho su pasión por la música. Tocó para mí algunas obras de las Variaciones de Golberg y varias sonatas de Clementi. Un pianista con talento. En mi opinión, su interpretación de Clementi jugaba en la misma liga que la de María Tipo.

—Vino a hablar con usted por la investigación que estaba haciendo para su libro —dijo Leigh.

—Sí. Oliver me pidió que le explicase algunas cosas que no tenía claras.

—¿Sobre la carta? —preguntó ella.

El profesor asintió.

—La carta de Mozart que yo le compré a su padre hace mucho tiempo. Su hermano conservaba una fotocopia que le había hecho su padre, pero no conseguía entender su significado.

—¿Sabe lo que le ocurrió a Oliver poco después de que ustedes dos se vieran?

Arno suspiró.

—Sé que se marchó a Viena.

—Sí, y allí lo mataron. Creo que fue asesinado.

Arno no pareció sorprenderse. Asintió.

—Me lo temía.

—¿Se lo temía?

—Recibí un correo electrónico suyo. Me decía que necesitaba hablar conmigo con mucha urgencia, que había descubierto algo y que era peligroso.

—¿Cuándo fue eso?

—La noche en que murió, creo. Lo sentí mucho cuando me enteré de su muerte. —Arno sacudió la cabeza apesadumbrado.

—¿Le decía en qué clase de peligro estaba? —preguntó Ben.

—No lo especificaba. Parecía que el mensaje había sido escrito a toda prisa. Ben miró hacia el ordenador que había sobre el escritorio del anciano.

—¿Aún conserva ese correo electrónico?

—Lo borré inmediatamente después de leerlo.

—¿Se da cuenta de que esa información habría sido de gran ayuda para la investigación de la muerte de Oliver?

—Sí —respondió Arno con timidez.

—Y, aun así, ¿decidió guardarse para usted una pista que apuntaba que su muerte podía haberse producido en circunstancias sospechosas, que podía no haber sido un accidente? —Ben notó que se le encendía la cara, y le preocupó pensar que tal vez estuviera presionando demasiado al viejo. A su lado, Leigh se miraba fijamente las manos, que tenía apoyadas sobre las rodillas.

Arno suspiró profundamente y se pasó los dedos por su fino cabello blanco.

—No estoy orgulloso de lo que hice. Tenía mis sospechas, pero ninguna prueba, y había un testigo del accidente. ¿Quién habría creído a un viejo loco italiano con fama de excéntrico, a un teórico de la conspiración? —Hizo una pausa—. Además, tenía miedo.

—¿Miedo de qué? —preguntó Leigh.

—De estar yo también en peligro —respondió Arno—. Poco después, entraron unos intrusos por la noche.

—¿Aquí?

—Sí. Yo estaba en el hospital. Mi sangre… no está muy sana. Cuando volví a casa encontré todo revuelto. Habían estado buscando algo.

—¿Y qué cree usted que buscaban? —preguntó Ben.

—La carta, supongo.

—¿La encontraron?

—No —contestó Arno—. Después de que su hermano me dejase el mensaje, guardé la carta en un lugar secreto. Un lugar en el que nadie la pudiese encontrar nunca.

—¿Puedo saber dónde? —preguntó Ben.

Arno sonrió.

—Está a salvo —dijo con suavidad—. Ha vuelto a su lugar de origen. Ben se preguntó qué querría decir con aquello.

Arno continuó con su relato.

—Durante mucho tiempo, quien no se sintió a salvo fui yo —dijo—. Me ocurrió durante meses. Me sentía observado.

—Definitivamente, creo que la carta tuvo algo que ver con la muerte de Oliver —dijo Leigh.

La expresión del profesor se ensombreció.

—Podría estar usted en lo cierto.

—¿Puede explicarse?

Arno vaciló mientras ordenaba sus ideas.

—Mejor, empezaré por el principio. Como sabe, yo llevaba mucho tiempo estudiando el tema que su hermano trataba en el libro.

—La muerte de Mozart —dijo Leigh.

—No solamente la muerte de Mozart, sino los acontecimientos que la rodearon, la precipitaron e incluso pudieron causarla… Más bien, yo creo que, de hecho, la causaron. Por eso, tenemos que remontarnos al siglo XVIII

—Con todos mis respetos, profesor —dijo Ben—, no hemos venido hasta aquí para que nos dé una clase de historia sobre alguien que murió hace más de doscientos años. Queremos saber qué le ocurrió a Oliver.

—Si me escucha —replicó Arno—, creo que lo que les voy a decir les ayudará a comprender.

—Oliver me dijo que estaba investigando en profundidad la relación de Mozart con los francmasones —dijo Leigh.

Arno asintió con la cabeza.

—No es ningún secreto que el propio Mozart era un francmasón. Ingresó en la logia en 1784 y fue masón hasta su muerte, siete años después, tiempo durante el cual se dice que ascendió hasta el tercer grado, maestro masón. Mozart estaba tan entregado a la francmasonería que hasta convenció a su padre Leopold para que se uniera a ella. Componía música para eventos masónicos y contaba con muchos amigos iniciados.

Ben se revolvió en el asiento con impaciencia.

—No entiendo por qué esto es tan importante.

Leigh apoyó la mano sobre su brazo.

—Continúe, profesor.

—Actualmente, pensamos en la francmasonería como en algo curioso o, en el mejor de los casos, como en un club social similar a los rotarios —dijo Arno—. Pero en la Europa del siglo XVIII era una fuerza cultural y política extremadamente importante. En la década de 1780, la francmasonería representaba en Austria el punto de encuentro de la élite intelectual, un importante centro que congregaba ideas de paz, libertad e igualdad. Las logias masónicas de Viena estaban formadas por muchos de los nombres más importantes de la época; aristócratas, políticos y diplomáticos influyentes, militares de alto rango, banqueros y comerciantes. También contaban con muchos intelectuales en sus filas; escritores, artistas, músicos.

—No sabía que fuesen tan poderosos —dijo Leigh.

Arno asintió.

—Lo eran, pero su poder supuso también su perdición. Otras fuerzas, incluso más poderosas aún, los observaban muy de cerca. De hecho, gran parte de los conocimientos que tenemos hoy sobre los masones vieneses procede del material de inteligencia recopilado por la policía secreta austríaca. La francmasonería fue oficialmente condenada en el imperio austríaco por orden del sumo pontífice, y sólo se le permitió existir gracias a la tolerancia del emperador José II. Pero, en 1875, la simpatía de José se debilitó y decidió que los masones se habían vuelto demasiado poderosos e influyentes. Ordenó una drástica reducción de las logias vienesas y exigió que la policía secreta le proporcionase sus listas de masones en activo. Estas listas se guardaron, en carpetas, en los archivos de la corte.

—¿Y por qué un cambio tan radical? —preguntó Leigh.

—Tiene que entender el clima que reinaba en aquellos tiempos —explicó Arno pacientemente—. Mozart vivió en una época turbulenta, una era revolucionaria. Los americanos habían derrocado recientemente a los soberanos colonialistas británicos y acababan de establecer una nueva nación libre. La revolución estaba en el aire. En 1789, dos años antes de la muerte de Mozart, Francia estaba al borde de un terrible derramamiento de sangre.

—¿Y los masones estaban involucrados?

—La masonería estaba cada vez más asociada a la creciente corriente revolucionaria y antimonárquica —dijo Arno—. Con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad, ofrecía una metáfora perfecta para el amanecer de una nueva era de ideas libres. Mientras la revolución francesa se estaba gestando, algunos de los «clubs» revolucionarios, como los jacobinos de Robespierre, basaban sus estructuras en las logias masónicas e importaban, asimismo, el simbolismo masónico a su ideología política. En América, cuando George Washington puso la primera piedra del Capitolio, vestía con orgullo el mandil masónico que le había hecho Adrienne, la esposa del soldado revolucionario francés La Fayette. Thomas Jefferson fue otro francmasón que se inspiró profundamente en esos ideales de libertad e igualdad cuando redactó la Declaración de Independencia. Era una fuerza enormemente poderosa y tenía el suficiente potencial para motivar un cambio político en todo el mundo.

—Y por ello, naturalmente, había que pararlo —intervino Ben.

—Sin miramientos —respondió Arno con una amarga sonrisa—. Hacia finales de la década de 1780, en el país de Mozart aumentaba la preocupación sobre si los masones iban a sumir al país en el mismo espíritu revolucionario y pro republicano que reinaba en Francia y Estados Unidos. Fue una época peligrosa. Muchos aristócratas que inicialmente simpatizaban con los ideales francmasónicos comenzaron a inquietarse. Luego, mientras la turba revolucionaria arrasaba Francia y la aristocracia era enviada a la guillotina, en Austria se recrudecieron las drásticas medidas contra la francmasonería. En 1791, la masonería había sido prácticamente eliminada de Austria. Fue un período de crisis difícil para Mozart y sus hermanos de logia. —Arno hizo una breve pausa—. Había un nuevo emperador en el poder: Leopoldo II. Los masones no sabían cuál iba a ser su actitud hacia ellos, aunque no eran demasiado optimistas al respecto. Entonces, Mozart y su íntimo colega y compañero masón, el productor teatral Emanuel Schikaneder, tuvieron una idea.

—¿Qué idea? —preguntó Ben.

—Pensaron que si lograban rescatar la imagen pública de los masones, tal vez contribuirían a salvar la institución de la condena universal —dijo Arno—. Hoy en día, a lo que hicieron se le llamaría un ardid publicitario de inmensas magnitudes. Compusieron una grandiosa ópera con la intención de llegar al público a una escala sin precedentes. Un espectáculo capaz de encandilar a todo el mundo, escrito en un estilo popular. Una ópera para el pueblo que predicase los ideales masónicos de la educación de los hombres hacia una moral más elevada a través de la sabiduría, el amor y la bondad, y que presagiase la transición hacia un nuevo orden social. Repleta de símbolos místicos que glorificasen a los francmasones y a su filosofía.

La flauta mágica —dijo Leigh.

Arno asintió.

—La nueva ópera se estrenó en Viena a finales de septiembre de 1791. Fue recibida con caluroso entusiasmo por el público y la crítica, y se representaba en teatros abarrotados noche tras noche.

—Fue lo más exitoso que Mozart compuso jamás —añadió Leigh.

—Sí, debería haber supuesto el comienzo de una nueva era para él —respondió Arno—, y fue recibida por sus compañeros masones con mucha esperanza. Pero fue la última ópera que compuso en su vida. En menos de tres meses, Mozart murió.

—Aguarde un momento —intervino Ben—. Leigh, ¿no me dijiste que Mozart había sido asesinado por los masones porque había revelado sus secretos en La flauta mágica?

—Eso era lo que yo creía…

—Pero, entonces, eso no tiene ningún sentido, ¿no? —prosiguió Ben—. Si Mozart se estaba convirtiendo en esa nueva gran esperanza para los masones, en sus relaciones públicas en una época en la que lo necesitaban más que nunca, ¿por qué matarlo?

Arno sonrió.

—Tiene usted razón. Esa teoría carece de toda lógica. De la misma manera, el hecho de que, tras la muerte de Mozart, sus compañeros masones diesen un enorme apoyo moral y financiero a su viuda Constanze se contradice con la idea de que fuese asesinado por los suyos. —Arno se volvió hacia Leigh—. Su hermano reparó en estas incoherencias poco después de comenzar su investigación. Oliver sabía que no existía una explicación satisfactoria para la extraña y repentina muerte de Mozart.

—A menos que no hubiera sido asesinado —dijo Ben—. ¿Cómo sabemos que hay algo de verdad en la teoría de la conspiración?

—La causa oficial de la muerte fue una fiebre reumática aguda —contestó Arno—. Sin embargo, a muchos de los que lo rodeaban en aquella época, las circunstancias de su fallecimiento les parecieron altamente sospechosas. Hacia el final de su vida, Mozart a menudo expresaba su convicción de que algún día sería envenenado… No obstante, los estudiosos nunca se han molestado en analizar esto a fondo. Su hijo mayor, Cari Thomas Mozart, también albergaba serias sospechas de que su padre había muerto por alguna causa oscura. El cuerpo mostraba rasgos inusuales que encajaban con la muerte por envenenamiento. —Arno se encogió de hombros—. Basándose en los expedientes médicos de la época, nadie puede refutar que Mozart fuese envenenado. Pero la prueba más contundente es la propia carta.

—¿Y qué dice? —preguntó Leigh.

Arno parecía sorprendido.

—¿Acaso no la ha visto usted?

—Tenía la copia de Oliver, pero se quemó —dijo Leigh—. Lo único que he visto de ella son unos cuantos fragmentos.

—Pero seguro que su padre se la mostró alguna vez.

—Profesor, yo no tenía más que diecinueve años en aquella época. Tenía otras cosas en la cabeza. —Lanzó una rápida mirada a Ben—. No recuerdo mucho sobre ella.

—Ya veo… —Arno se detuvo y se rascó el mentón—. O sea que no está usted familiarizada con la Orden de Ra a la que se refiere la carta, ¿verdad?

Ben lo recordaba de las notas de Oliver. Pensó en ello durante un instante.

—¿«Ra» como Ra, el dios egipcio del sol? —preguntó.

Leigh se giró para mirarlo. Él, a su vez, la miró a ella.

—Teología —dijo—. De mi época de estudiante.

—¿Estudiaste teología?

—Fue hace mucho tiempo.

Arno sonrió.

—Está usted en lo cierto. Muchas de las ceremonias y tradiciones de la francmasonería pueden remontarse al antiguo Egipto. Pero «Ra» también significa rey. A veces se escribe como «Re» y es el origen de la palabra rex, en latín, y de las palabras «regio» y «real».

—Entonces, ¿qué es esa Orden de Ra? —preguntó Ben.

—La Orden de Ra fue originariamente una pequeña y oscura logia masónica —respondió Arno—. Sus miembros eran, en buena parte, aristócratas y pro monárquicos, y dieron a su grupo un nombre que reflejase sus inclinaciones políticas: para ellos significaba «la orden del rey». Estaban totalmente apartados del creciente espíritu republicano de la francmasonería y, poco a poco, se fueron aliando con los poderes dirigentes, a medida que percibían que la amenaza masónica iba en aumento. Mientras la francmasonería defendía la libertad, la democracia y el pueblo, la Orden de Ra defendía lo contrario. Eran belicistas, fervientes capitalistas; una asociación fundada para ayudar a los gobiernos elitistas a anular al pueblo.

—¿Una especie de grupo escindido? —preguntó Ben.

—Exactamente —respondió Arno—. Y con mucho poder e importantes contactos. La Orden de Ra estaba metida en muchas intrigas políticas, una de las cuales consistió en presionar al emperador de Austria para que prohibiese rotundamente el resto de la francmasonería, incluso bajo pena de ejecución.

—Deje que me aclare con todo esto —intervino Leigh—. ¿Está sugiriendo que la Orden de Ra mató a Mozart porque estaba popularizando la francmasonería a través de La flauta mágica?

Los ojos del profesor se encendieron.

—Eso es lo que creo. Y creo que la carta así lo demuestra. Mozart suponía una amenaza potencial para ellos. Si lograba restaurar el apoyo público a la francmasonería, podría resultar peligroso. Era una estrella en alza, un talento meteórico que empezaba a brillar; el éxito masivo de La flauta mágica le había otorgado un enorme prestigio, acababan de asignarle un puesto importante en la corte y gozaba de la confianza del emperador. Pero sus enemigos también estaban ascendiendo. En 1791, los miembros de la Orden de Ra se convirtieron, con rapidez, en una importante rama ejecutiva de los servicios secretos. Sus agentes eran brutales, violentos y despiadados, y su gran maestro no era otro que el jefe de la policía secreta austríaca. Era un asesino cruel que juró destruir a los masones.

Ben estaba a punto de preguntar el nombre de aquel hombre, pero Arno continuó hablando.

—En 1794, tres años después de la muerte de Mozart, la masonería en Austria había sido eficazmente eliminada. Se cometieron muchos asesinatos, algunos abiertamente, pero otros no fueron tan evidentes. El envenenamiento era uno de sus medios más habituales, y habría sido el más adecuado para deshacerse de alguien con la creciente fama de Mozart. Debían ser cautelosos. Otros masones tuvieron un final más violento y oscuro; Gustav Lutze, por ejemplo.

—¿Quién era? —preguntó Leigh.

—Era el hombre al que Mozart le escribió la carta —dijo Arno—. Un miembro de la misma logia masónica de Viena, «Beneficencia». Mozart le escribía para advertirlo del creciente peligro. La carta tiene fecha del dieciséis de noviembre de 1791, y tal vez sea la última que escribió en su vida. Por supuesto, los llamados expertos creen que la última carta que se conserva fue una que escribió a su esposa el catorce de octubre, mientras ella estaba en las aguas termales de Badén. ¡Idiotas! En cualquier caso, la carta nunca llegó a su destino; era demasiado tarde.

—¿Qué le ocurrió a Lutze? —preguntó Ben.

—Lo encontraron muerto el veinte de noviembre de 1791, justo dos semanas antes de la muerte de Mozart. Lo habían atado a un poste y torturado hasta la muerte. Lo destriparon y le arrancaron la lengua. La policía secreta culpó del crimen a un francmasón.

Ben se puso de pie y buscó en su bolsillo.

—Profesor, quiero que le eche un vistazo a algo. —Sacó el CD metido en la caja de plástico—. ¿Puedo? —Rodeó el escritorio e insertó el disco en el ordenador.

—¿Qué es esto? —preguntó Arno mientras la máquina arrancaba.

—Algo que Oliver vio la noche en que murió —dijo Ben—. Mire.

Arno miró la pantalla desconcertado. Leigh permaneció en su silla, no quería volver a ver el vídeo.

Las imágenes comenzaron a reproducirse. Ben observó la cara del profesor mientras el vídeo avanzaba. Estaban sacando a la víctima. El macabro espectáculo había comenzado.

Los ojos del anciano se abrieron exageradamente y sus mejillas palidecieron. Señaló la pantalla con un dedo tembloroso.

Ben detuvo el archivo justo antes de que arrancaran la lengua de la víctima. En la imagen congelada el rostro del hombre aparecía contraído por el terror. La hoja estaba suspendida en el aire, a la luz de las velas.

Arno se desplomó en su asiento.

Dios mío —musitó, y se secó el sudor de la frente con un pañuelo—. Así que es cierto.

—¿Qué es cierto, profesor? —preguntó Leigh.

Arno estaba a punto de responder cuando la ventana que tenía a sus espaldas explotó y un borbotón de sangre salpicó la pantalla del ordenador.