Bélgica, ese mismo día
Philippe Aragón había pasado toda la mañana leyendo documentos políticos y firmando cartas en su despacho, y el montón de papeles que se apilaba sobre su mesa medía casi medio metro. Siempre que podía, le gustaba trabajar desde casa. La había diseñado y construido él mismo, en su época de arquitecto. La casa de la familia Aragón, cerca de Bruselas, era sencilla y modesta para el nivel de vida de su padre multimillonario. No se parecía en nada al fabuloso château en el que había transcurrido la infancia de Philippe. Pero estaba cansado de tanta opulencia. El lujo era solo cuestión de dinero. No significaba nada.
Mientras trabajaba, de vez en cuando echaba un vistazo a las fotografías enmarcadas que tenía sobre la mesa. Una buena colección de marcos amontonados. Sus padres. Su esposa, Colette. Vincent, su hijo, montado en la bicicleta que le habían regalado por su décimo cumpleaños. Delphine, su preciosa hija de cuatro años, balanceándose en su columpio con una gran sonrisa. Y Roger, su querido y viejo Roger.
Philippe se sintió repentinamente triste al pensar en él. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y cogió la foto enmarcada para verla de cerca. Su viejo amigo y mentor lo miraba desde abajo. ¡Tenía una mirada tan bondadosa! Seguía resultándole muy duro aceptar lo que había sucedido. Incluso llegar a comprenderlo.
Para el mundo de la política, el hombre de la fotografía había sido el ex político suizo-francés y respetado hombre de estado Roger Bazin. Para Philippe, que lo conocía de toda la vida, era como su tío. Le había enseñado muchas cosas, a pesar de que sus posiciones políticas se habían alejado radicalmente según Philippe iba creciendo. Roger nunca se había sentido muy cómodo con las inclinaciones socialistas y ecologistas de su protegido, y se habían pasado más de una noche debatiendo al respecto acompañados por una botella de coñac. Tal vez estuviesen cada vez menos de acuerdo, a medida que el tiempo pasaba, pero aquellas disputas intelectuales con aquel viejo hombre de estado habían supuesto una formación inmensamente valiosa para el joven político; dieron forma a sus ideas y las pulieron para las batallas que estaban por venir. Philippe siempre había considerado a Roger uno de los pilares de su vida, algo que nunca lo abandonaría, como el viejo roble que podía ver desde la ventana de su estudio.
Todavía sufría porque se hubiese ido. Dolía una barbaridad. Y dolía, aún más, pensar que tal vez Roger hubiese estado involucrado en lo que sucedió aquella noche.
Los acontecimientos del invierno pasado se mantenían frescos y nítidos en la cabeza de Philippe Aragón, y permanecerían así para siempre. Recordaba el chalé de Cortina como si hubiese ocurrido ayer.
Era uno de aquellos escasos momentos de su nueva y frenética carrera política en que había sido capaz de reservar seis días enteros para escaparse con Colette y los niños.
¡Le hacía tan feliz que los niños estuvieran deseando que llegasen aquellos días!
Había planeado enseñarles a esquiar. Pero, más que nada, ansiaba pasar tiempo con Colette, como solían hacer antes de que su vida se convirtiese en una locura. El chalé, del siglo XIX, era perfecto. Parecía sacado de un cuento de hadas. Apartado de todo, silencio absoluto, nada alrededor, excepto montañas, bosques y aire puro, muy puro.
El segundo día recibió una llamada telefónica. Pocas personas tenían el número de su móvil personal; Colette, su secretaria y algunos miembros de su familia y amigos íntimos.
Era Roger Bazin. Hacía tiempo que Philippe no tenía noticias suyas. Sonaba raro. Arrastraba las palabras como si hubiese estado bebiendo. Aquello, ya de por sí, era inusual, pero había algo más, algo aún más extraño. Se trataba de aquel tono asustado que Philippe percibió nada más oír su voz. Un matiz atormentado que nunca antes había detectado. ¿Qué ocurría?
—Philippe, ¿dónde estás?
—De vacaciones, ¿recuerdas?
—Sí, pero ¿dónde estás ahora mismo? ¿En este momento?
Philippe frunció el ceño, confuso.
—Estoy en el chalé. Estamos a punto de cenar. ¿Qué ocurre, Roger?
Una pausa vacilante. Respiración pesada, angustiada. Y a continuación:
—Sal de ahí.
—¿Qué?
—Sal de ahí. Salid todos. Corred. Tan lejos como podáis. ¡Ahora!
Philippe se quedó con la palabra en la boca. Se volvió para mirar a su familia. En la habitación contigua, Colette estaba abriendo una botella de vino para la cena y se reía por algo que Delphine acababa de decir.
Dudó durante unos segundos. Le parecía absurdo, algo de locos. Pero, súbitamente, corrió hacia ella y la agarró por los hombros. El vino cayó al suelo. Le gritó a Vincent que viniese rápido, cogió a la pequeña bajo el brazo y salieron corriendo al jardín. Colette no dejaba de preguntar una y otra vez qué sucedía. Una vez fuera de la casa, siguieron corriendo despavoridos. Al fondo del jardín, cubierto de nieve, alcanzaron el límite del bosque de pinos y se quedaron mirando hacia la casa. Los niños ya se habían percatado de que aquello no era un juego, por la expresión en el rostro de su padre. Colette volvió a preguntar a su marido.
—¿Qué ocurre? ¿Te has vuelto loco?
Mientras lo observaba allí, bajo el frío, con el teléfono móvil aún en la mano, pensó que tal vez se hubiese vuelto loco. O quizá fuese Roger quien se había vuelto loco. ¿O acaso se trataba de alguna clase de broma estúpida, insensata y de mal gusto?
Aquello no era propio de Roger.
—Aquí fuera hace un frío que pela —dijo Colette—. Los niños…
Philippe llenó de aire los carrillos y lo dejó escapar, bruscamente, exasperado consigo mismo.
—Debo de estar chiflado —dijo—. ¡Mierda!, tus zapatos. —Los mocasines de ante de Colette estaban empapados y la nieve formaba pequeños montículos que le llegaban a los tobillos.
—¿Quieres decirme qué se supone que pasa? —preguntó ella.
—No lo sé. —Suspiró—. A lo mejor el estrés está empezando a afectarme, o algo así. Lo siento. He sido un estúpido. Regresemos.
—¡Papá está loco! —canturreó Vincent—. ¡Papá está loco!
Delphine había empezado a llorar y Colette la cogió en brazos, lanzando una mirada implacable a su marido.
Aragón tomó la mano de su esposa a modo de disculpa y se encaminaron de nuevo hacia la casa.
La fuerza de la explosión los lanzó hacia atrás con violencia. El chalé acababa de desintegrarse en las narices de Aragón. El cielo nocturno se iluminó mientras la casa estallaba en enormes bolas de fuego que se multiplicaban hacia lo alto y arrojaban escombros a una distancia de cientos de metros. Vio que el tejado salía volando y las paredes reventaban. Sobre el suelo nevado llovían ladrillos, vigas destrozadas y trozos de cristal. Trató de proteger a Colette y a los niños con su cuerpo cuando empezaron a sucederse pequeñas explosiones en el edificio, hecho añicos, que lo arrasaron por completo.
No quedó nada de la casa ni de los alrededores. Las construcciones aledañas, el garaje y el coche quedaron reducidos a armazones calcinados. Colette y los niños estaban histéricos. Se refugiaron en una cabaña del jardín y llamaron a los servicios de emergencia. Después de aquello, se desató la locura.
Policía, seguridad, brigadas de bomberos, televisión y prensa habían atestado, en poco tiempo, el tranquilo valle. Aragón consiguió alejar a su familia de aquel lugar tan rápido como pudo gestionar el despegue de su avión privado. No le contó a nadie lo de la llamada telefónica. Dejó que pasara el tiempo y esperó a tener los resultados de la investigación. No revelaron nada, excepto indicios de un escape de gas.
Había intentado contactar con Roger Bazin una y otra vez. No sabía qué pensar. Necesitaba hablar con él. ¿Cómo sabía lo de la explosión?
Pero Roger parecía haber desaparecido. Los días pasaban y seguía sin obtener respuesta suya. Cuando ya estaba a punto de coger un tren para ir a buscar a Bazin a su casa de Ginebra, recibió otra llamada.
El viejo Alfa Romeo Spider había perdido el control en un túnel vacío y se había estrellado contra un pilar a ciento veinte kilómetros por hora. El deportivo había quedado pulverizado y los ardientes escombros habían bloqueado el túnel durante horas. Para cuando las brigadas de bomberos pudieron acceder al interior, quedaba muy poco de Roger Bazin. No había habido testigos del choque, el único testimonio que había eran las escabrosas fotografías de un paparazi que se habían apresurado a publicar en la prensa amarilla.
La consternada familia Bazin testificó que Roger había estado bajo un gran estrés varias semanas antes del accidente. Parecía deprimido y nervioso, como si tuviera miedo, pero nadie sabía de qué. Su médico le había recetado antidepresivos y sabían que bebía, que se tomaba las píldoras con brandy. No habían quedado restos suficientes de Roger para hacer la autopsia, y todo el personal médico coincidió en la conclusión obvia. El veredicto del juez de instrucción fue el de muerte accidental. Durante los seis meses siguientes, la empresa privada contratada por Philippe había invertido miles de horas en investigar la muerte de Bazin. Aragón, además, ofreció una recompensa de un millón de euros para cualquiera que pudiese ofrecer alguna información diferente a la de la versión oficial. No hallaron indicio alguno de nada sospechoso.
Los accidentes de tráfico ocurrían a menudo. Y, también, las explosiones de gas.