Capítulo 29

En algún lugar de la campiña italiana

Esperaron hasta que las llamas asomaran por las ventanillas del camión, la pintura de las puertas se ampollara y el humo negro se elevase entre los árboles. Sólo entonces, dieron la vuelta y se alejaron del claro del bosque. Estaban a oscuras y el aire era frío y húmedo. El brazo vendado de Ben empezaba a dolerle bastante, pero la bala solamente había rozado la carne. Había tenido suerte. Caminaron en silencio durante un tiempo por la desierta carretera rural. Abajo, en un valle, se distinguía una construcción con algunas luces encendidas. Un poco más adelante, llegaron a una verja con un letrero en un poste. Era temporada baja en el «Centro Rossi de excursionismo a caballo». Gino Rossi y su esposa tenían cinco cabañas libres, que alquilaban en verano a jinetes que exploraban los alrededores. Era una agradable sorpresa que aquellos dos forasteros les ofreciesen dinero en efectivo a cambio de alojamiento para pasar la noche. Rosalba Rossi preparó una enorme fuente de tagliatelle con salsa de tomate, que inundó la casa con el aroma de la albahaca y el ajo fresco, mientras su marido limpiaba el polvo de la cabaña y encendía el sistema de calefacción.

Después de cenar, Ben le compró a Gino dos botellas de Sangiovese. Él y Leigh se despidieron del matrimonio y se retiraron a su cabaña. El alojamiento era rústico, pero cálido y muy agradable. Había dos camas individuales de madera, con edredones de patchwork, y un crucifijo colgaba de la pared blanca que las separaba. Ben había notado que, durante la cena, Leigh no había hecho más que juguetear con la comida. Se derrumbó en una de las camas, pálida y exhausta. Ben se sentó junto a ella y sirvió un poco de vino. Se quedaron en silencio durante un rato, dejando que el vino los ayudara a relajarse.

—No puedo tomar mucho más de esto —dijo ella con voz forzada. Él le pasó el brazo por los hombros con delicadeza y la atrajo hacia sí. Aquella cercanía resultaba un poco extraña. Ella apoyó la cabeza sobre él y se acercó más. Ben podía sentir el calor de su cuerpo, su muslo contra el de él y su corazón latiendo contra su brazo. En ese momento se dio cuenta de que le estaba acariciando el pelo con ternura, disfrutando del suave y sedoso tacto, y dejó que su mano recorriese su cuerpo y la curva de su hombro sin pensarlo siquiera.

De repente, consciente de lo que estaba haciendo, se apartó de ella. Cogió la botella y se sirvió más vino.

—Todo irá bien —le dijo.

—¿Cómo sabían dónde estábamos? —preguntó ella con suavidad. Él no respondió, pero Leigh pareció leerle el pensamiento.

—Fue culpa mía, ¿verdad? El teléfono de Arno estaba pinchado.

—No, no fue culpa tuya. Yo también intenté llamarlo. No pienses en eso ahora, necesitas descansar.

—Pero dije mi nombre —prosiguió ella—. Me dijiste que lo mantuviese en secreto y, aun así, no te escuché. Ahora, por mi culpa, ese pobre hombre está muerto.

—Tú no apretaste el gatillo, Leigh —dijo él.

—Como si lo hubiera hecho… —Suspiró—. ¿Quién es esa gente? Están por todas partes. —Alzó la cabeza para mirarlo con ojos asustados—. Van a matarnos a nosotros también, lo sé.

Él la tranquilizó con voz serena, pero su mente seguía trabajando incansable y rápida. Se hallaban a unos veinte kilómetros de la casa de Arno. No había modo alguno de que los hubiesen seguido y, de momento, se encontraban a salvo. Pero no lo estarían por mucho tiempo y no tenía ni idea de adónde ir. Seguían sin saber dónde había escondido la carta. El rastro de Oliver parecía haberse borrado. Las palabras de Arno resonaban en su cabeza: «Ha vuelto a su lugar de origen». Había puesto la carta en un sitio seguro, pero ¿dónde? ¿Dónde podía estar el origen de la carta de Mozart? ¿Tal vez donde había sido escrita? ¿En Austria?

Leigh se durmió por fin, sosteniendo aún entre los dedos la base de su copa de vino vacía. Su pecho subía y bajaba con suavidad. Ben le quitó el vaso, la tapó con una manta y se quedó durante un rato observándola, sentado en el borde de la otra cama, mientras terminaba la segunda botella de vino con su último cigarrillo. Su cabeza era un caos. Todo preguntas. Ninguna respuesta.

Pasaban de las once y media cuando salió afuera para despejarse la cabeza con el frío aire de la noche. La escarcha estaba dura bajo sus pies y hacía crujir la hierba. Levantó la vista hacia el cielo nocturno para orientarse por la estrella polar; era una vieja costumbre.

Al otro lado de la fila de cabañas, en el extremo más alejado del jardín, bañado por la luz de la luna, había un grupo de edificaciones anexas de piedra, establos y cobertizos de chapa destartalados. Un perro ladraba a lo lejos. En la polvorienta ventana de uno de los cobertizos había luz, y Ben pudo oír el ruido metálico de alguien que trabajaba con herramientas en el interior. Se acercó y curioseó a través de un agujero en las chapas veteadas de óxido. El cobertizo era un taller improvisado, provisto de material de granja y estantes de herramientas. Un joven de cabello rizado estaba trabajando en un viejo Fiat Strada dando golpes debajo del capó. Ben rodeó el cobertizo y se dirigió hacia la puerta abierta.

Ciao —dijo—. Soy Steve.

El joven se dio la vuelta. Era una versión más joven de Gino Rossi, de diecinueve o veinte años.

Ben señaló el coche.

—¿Problemas? —preguntó en italiano.

Ciao Steve. Sandro. —Sandro sonrió y alzó una bujía para enseñársela al recién llegado—. Cambiando las bujías, eso es todo. Lo voy a vender y quiero que esté en condiciones. —Terminó de apretar las bujías, volvió a colocar los capuchones y cerró el oxidado capó de un golpe. A continuación, se dirigió hasta la puerta abierta y encendió el motor. Ben escuchó. No hacía ruidos extraños y el sonido del tubo de escape era limpio. No había juntas reventadas, ni succión de aire. Tampoco humo azul.

—¿Cuánto pides? —preguntó.

Sandro se limpió las manos en los vaqueros.

—Es viejo, pero un buen coche. Digamos mil quinientos.

Ben sacó el dinero en efectivo de su bolsillo.

—¿Está listo para dar un paseo ahora mismo? —dijo.

Condujo despacio hasta salir de la finca por un camino lleno de surcos, y giró a la derecha para coger la tortuosa carretera rural que llevaba al lugar de donde habían venido. Los reflectores amarillentos del viejo Strada iluminaban las torcidas señales de tráfico y los mojones que recordaba de antes. Pasó de largo por el bosque donde habían abandonado el camión y deseó tener un arma consigo. No le gustaba nada regresar a casa de Arno. Era una táctica torpe y, posiblemente, peligrosa. Pero era la única forma. Lamentó no haber presionado más al anciano para que le contara dónde había ocultado la carta. Estaba cometiendo demasiados errores.

¿Merecía la pena, acaso, encontrar aquella maldita carta? Tal vez no, pensó, pero aferrarse a un clavo ardiendo era la única opción que tenía ahora mismo, y tenía que conservar la esperanza de estar aferrándose al clavo correcto. Eran las doce y media cuando llegó a la casa de campo de Arno. La verja principal estaba retirada de la carretera, al otro lado de un cuidado terreno de separación. Aminoró la velocidad. El camino y los jardines estaban iluminados con las parpadeantes luces de los coches de policía y de dos camiones de bomberos. Mientras maldecía y aceleraba, pasando de largo la verja, miró atrás, hacia la casa.

Ya no estaba allí. Apenas una pared seguía en pie. La villa era un caos arrasado lleno de escombros ennegrecidos y madera humeante; el tejado derrumbado yacía como la espina retorcida de una carcasa gigante; las losas, la mampostería carbonizada y las ventanas hechas añicos se esparcían formando un gran círculo. Era obvio que el incendio había durado un buen rato. Las brigadas habían dado la noche por concluida y estaban recogiendo sus equipos. No había nada más que mereciese la pena salvar.

Ben siguió conduciendo, pensando en las opciones que quedaban ahora. O bien el fuego del estudio se había propagado por toda la casa, o bien alguien se había asegurado de que el lugar fuese arrasado a conciencia. Esto último le parecía lo más probable. A aquella gente, quienquiera que fuese, le gustaba eliminar sus huellas. Y el fuego era la mejor forma de hacerlo.

Después de recorrer un kilómetro aproximadamente, giró hacia la entrada de la granja y siguió el camino irregular y pedregoso hasta el campo desierto donde habían robado el camión aquel mismo día. Aparte del cobertizo semiderrumbado, no había señales visibles de lo que había ocurrido allí.

Apagó el motor y salió del coche. Aguardó en la oscuridad un instante. No había nadie en los alrededores. Registró las construcciones con el débil haz de luz de su Mini Maglite, pero no encontró nada, ni siquiera algún casquillo olvidado. Incluso habían limpiado la sangre de la puerta del cobertizo de herramientas, en cuyo marco había clavado a uno de los hombres. Los clavos también habían sido extraídos, solo quedaban cuatro agujeros limpios en la madera.

Se produjo un repentino movimiento tras él y oyó algo que caía. Con todos los músculos en tensión, se volvió en la oscuridad.

Un gato negro saltó desde su estratégica posición en un estante alto, aterrizó junto a la vieja lata de clavos que había tirado y salió corriendo a través de un agujero en la madera.

Ben atravesó la oscura granja y encontró el hueco en el muro derruido que conducía al laberíntico jardín boscoso de Arno. Permaneció entre los árboles observando a las dotaciones de bomberos que se marchaban y a las patrullas de policía, que recorrían arriba y abajo los laterales de la villa destrozada. Sabía que estaba perdiendo el tiempo allí. No merecía la pena.

Se dio la vuelta para irse y se dirigió de nuevo al agujero del muro, entre los esbeltos troncos de los árboles iluminados por la luz de la luna. Una nube cubrió la luna y dejó el bosque en penumbras.

Se detuvo. En el suelo, entre las hojas, oculto entre un musgoso nudo de raíces de árboles, yacía el cuerpo de un hombre, arrugado y gris, con los brazos extendidos hacia los lados.

El cuerpo no tenía cabeza.

Aguardó observándolo, totalmente quieto, hasta que la nube pasó y la luz de la luna volvió a brillar. Se acercó a él y lo empujó con el pie. No era un cuerpo. Era algo que se le había pasado a la brigada de limpieza.

La chaqueta de tweed de Arno. Recordó que Leigh la había tirado mientras corrían. Cogió la chaqueta del suelo. Estaba fría y húmeda, además de vacía, de no ser por una forma abultada en el bolsillo interior izquierdo.

Lo sacó. Se trataba de una cartera poco voluminosa.

—¿Quién anda ahí? —Su voz sonaba asustada en la oscuridad.

—Tranquila —dijo Ben—, soy yo. —Y cerró la puerta de la cabaña tras de sí.

—¿Dónde estabas?

Ben le contó todo.

—¿Volviste allí?

—El lugar ha sido arrasado, Leigh. No queda nada. Pero he encontrado algo. —Sacó la cartera—. Es de Arno.

Leigh se sentó en la cama mientras él encendía una lámpara. Se sentó junto a ella en el extremo de la cama y ella se apartó, impaciente, el espeso y negro cabello de los ojos.

—¿Dónde la encontraste? —preguntó adormilada.

—Entre los árboles, donde tiraste su chaqueta —dijo Ben, y abrió la pequeña cartera de piel de ternero y la cremallera de uno de los bolsillos interiores—. Aquí no hay demasiado —dijo—. La tarjeta de socio, caducada, de una biblioteca. Un par de viejas entradas de cine. Quince euros en metálico. Y esto. —Sacó un pedacito de papel y se lo mostró.

Ella lo cogió y miró a Ben inquisitiva.

—¿Qué es?

—Un recibo.

—Del museo Visconti de Milán —dijo ella, leyendo el papel arrugado.

—¿Lo conoces?

Ella sacudió la cabeza.

—Esto es un comprobante de algo que Arno donó al museo —dijo él—. El recibo no especifica qué es, pero tiene fecha de enero, pocos días después de la muerte de Oliver.

Ella apartó la vista del papel y miró a Ben.

—¿Crees que…?

—¿Que la carta está en Milán? No lo sé —admitió—, pero lo averiguaremos enseguida. Ahora, duerme un poco. Nos vamos a las cinco.