Oculto en el pliegue del tronco de un árbol, a unos ochenta metros de distancia, el francotirador observó a través de la mira telescópica el cuerpo de Arno caer y desaparecer de su campo de visión. Con el pulgar enguantado, cambió rápidamente la modalidad de disparo, de sencillo a automático, y descargó una larga ráfaga que atravesó las ventanas del estudio. Cristales rotos y trozos de mampostería salieron volando en cuanto las balas alcanzaron su objetivo. Sonrió. Ben había saltado por encima de la mesa de Arno para agarrar a Leigh por la muñeca y arrastrarla consigo al suelo. Sacó el disco del ordenador. La pantalla estaba humeando a causa de un agujero de bala.
Otra ráfaga de disparos hizo añicos lo que quedaba de la ventana. Dejó una línea de agujeros desiguales en el escritorio, voló el ordenador por los aires e hizo trizas la librería que había en el fondo del estudio. El candelabro de oro cayó al suelo al romperse en pedazos la licorera de grapa. La bebida estalló en llamas y el fuego líquido se vertió sobre la alfombra, de la que enseguida se apoderó. Ben y Leigh estaban con el cuerpo pegado a la gruesa pared, bajo la ventana, mientras una tempestad de astillas y cristales caía sobre ellos. Ben sacó la 45 del cinturón y disparó a ciegas a través de los cristales rotos. Olía a quemado. Se volvió para ver de dónde procedía. El otro extremo de la habitación se estaba llenando de un humo negro y el fuego recorría ya todo el marco de la puerta.
Arno yacía desplomado debajo del escritorio y su sangre se extendía por la alfombra. Leigh se arrastró hasta él. Tenía los ojos vidriosos. Quería hacer algo, detener la hemorragia, apartarlo de la ventana. Quedaban tantas cosas que quería preguntarle…
—Profesor, la carta —dijo desesperadamente—. ¿Dónde está la carta?
Los ojos del anciano se centraron en ella por un segundo. Sus labios se movieron de un modo casi inaudible y arrojaron una sangrienta espuma. El tiroteo había cesado. Ben miró por la ventana destrozada y no vio a nadie, pero se oían voces y pasos que corrían abajo, en el patio, y el ruido de una radio. Media habitación estaba ardiendo. Los libros de las estanterías, atravesados por las balas, habían prendido. El humo era cada vez más denso.
Arno tosió y de sus labios brotó un chorro de sangre de un rojo intenso. Trató de hablar, pero emitió un largo suspiro y su cabeza cayó hacia un lado.
Ben lo miró.
—Está muerto, Leigh.
Leigh zarandeaba al anciano.
—Estaba intentando decir algo.
—No puedes hacer nada por él. ¡Vámonos!
Entre el zumbido de sus oídos y el crepitar del fuego alcanzó a oír movimiento en el piso de abajo. Se acercaban. Comprobó el arma: le quedaban tres balas. El fuego bloqueaba la puerta. Tendrían que atravesar las llamas corriendo. Cogió del perchero la chaqueta del muerto. Levantó del suelo a Leigh y le arrojó la pesada prenda de tweed sobre la cabeza y los hombros. Agarrándola por el brazo avanzó dos pasos rápidos hacia el asfixiante humo y dio una fuerte patada. Las llamas prendieron a la altura del tobillo y la puerta del estudio se abrió con la sacudida. Se protegió los ojos y corrió a través del fuego tirando de ella. El pasillo estaba vacío. Se oían pasos escaleras arriba. Ben corrió hacia la derecha sin soltar el brazo de Leigh. Al otro lado de una puerta, al final del pasillo, había un pequeño tramo de escalones y, a continuación, otra puerta más. Ben se hizo una vaga idea de dónde estaba. Al entrar, había reparado en la torre cuadrada del reloj que se elevaba desde el centro de la casa, con ventanas con postigos orientados hacia los inclinados tejados. Abrió la puerta de un tirón; estaba en lo cierto. La retorcida escalera los condujo arriba. La puerta que daba acceso a la torre era de grueso y viejo roble. Corrieron hacia el interior y Ben la bloqueó con una viga de madera. Miró a su alrededor para orientarse. Voces. Alguien golpeaba la puerta.
—Por aquí. —Ben señaló con la cabeza a las ventanas con postigos del siguiente nivel. La escalera de madera estaba vieja y destartalada. Hizo pasar delante a Leigh y la condujo hacia arriba.
Abajo, una ráfaga de disparos irrumpió en la torre y salieron volando astillas de la vieja puerta. No habían tardado en traspasarla.
Ben abrió los postigos de una patada y se asomaron a la enorme extensión de tejados de losa roja. Estaba anocheciendo.
Leigh sentía que le temblaban las piernas mientras salía al tejado por la ventana. Tenía vértigo. Mantuvo los ojos clavados en el horizonte boscoso y el sol que se ponía.
El tejado descendía en pendiente hacia el lateral de la casa. Ben la condujo en aquella dirección, que los llevaba a una altura menor respecto del suelo. Ella resbaló sobre las erosionadas losas de arcilla y estuvo a punto de caer, pero él tenía su brazo firmemente agarrado. Se asomó al borde. Seguían bastante lejos del suelo. El postigo de la ventana de la torre se abrió de golpe y apareció un hombre. Vestía una chaqueta negra y empuñaba una pistola automática pequeña y gruesa. El cañón se encendió y las balas pasaron aullando junto a las losas que estaban pisando. Ben le devolvió el disparo y el hombre cayó hacia atrás contra la torre. Se enfundó la pistola en el cinturón y cogió a Leigh de la mano.
—Confía en mí —dijo, al ver la expresión de sus ojos.
Dio dos pasos hacia el extremo del tejado y saltó al vacío, arrastrándola consigo. Leigh dio un grito ahogado a la vez que caían. La lona a rayas del palio frenó la caída y a ella se le cortó la respiración. Comenzaron a deslizarse por ella. Oyeron un crujido cuando la endeble estructura de aluminio, que sostenía el toldo del patio a la pared, cedió. La lona tirante envolvió sus cuerpos mientras forcejeaban y, lenta y graciosamente, cayeron describiendo un arco sobre la zona del comedor exterior que había abajo.
Ben se estrelló contra una barbacoa de ladrillo. Leigh sufrió un aterrizaje más suave, sobre una mesa redonda de plástico. Rodó sobre ella y fue a parar al suelo como un felino, tan solo un poco magullada. Ben se puso en pie con dificultad, palpando su espalda y haciendo muecas de dolor, y la cogió de la mano otra vez. Atravesaron deprisa los jardines. Por encima de su agitada respiración Leigh oía gritos tras ellos. Sonaron algunos disparos y Ben notó que una bala pasaba a escasos centímetros. Se abrieron paso a través de unos densos arbustos y llegaron a un jardín boscoso. Corrieron entre los árboles. Las ramas les golpeaban el rostro. Más adelante, un alto muro de piedra se había derrumbado dejando un hueco al que podrían encaramarse.
Al otro lado había un viejo corral, descuidado y lleno de lodo, con construcciones de madera derruidas y cubiertas de musgo. Ben miró hacia atrás, a través del agujero en el muro. Seis hombres se acercaban corriendo a gran velocidad. Su expresión era dura y decidida, e iban bien armados.
A su pistola solamente le quedaban dos balas. Apuntó, pero cambió de opinión. Podría matar a dos, como mucho, y se quedaría con una pistola vacía. Un error táctico fatal.
Se colaron en un viejo cobertizo. La putrefacta construcción estaba llena de estanterías, cajas y herramientas. Ben cogió un rastrillo y trató de bloquear la puerta con él, pero un cuerpo pesado chocó contra ella y la abrió. Ben la cerró de una patada. El brazo del hombre se quedó atrapado. Tenía una Skorpion automática en la mano. Los ensordecedores disparos inundaron el interior del cobertizo. Leigh chilló. Ben cogió una herramienta oxidada de uno de los estantes que tenía más cerca. Era una pistola de clavos de aire comprimido. La presionó con fuerza contra el brazo del hombre y apretó. De un solo golpe, el brazo quedó clavado al marco de la puerta con un clavo oxidado de diez centímetros. La sangre salió proyectada a borbotones. Ben disparó otros tres clavos en la mano del hombre, que no dejaba de aullar de dolor, y la Skorpion cayó al suelo. La cogió. Estaba vacía. Inútil. La volvió a tirar.
Las balas penetraron las finas paredes de madera del cobertizo. Una pila de cajones se derrumbó y dejó al descubierto un hueco en la tablazón lo suficientemente grande como para escabullirse por él. Atravesaron atropelladamente un trecho cubierto de lodo y se deslizaron hacia el interior de un granero que había justo enfrente. Los pistoleros vieron como la puerta del granero se cerraba y se acercaron con cautela a la alta construcción de madera, mientras intercambiaban miradas de recelo y preparaban sus armas. Se produjo un incómodo silencio dentro del corral; no se oía más que el ruido de dos cuervos que graznaban a lo lejos. De repente, se escuchó el inesperado sonido de un motor revolucionándose. Procedía del interior del granero.
Los hombres no tuvieron tiempo para reaccionar. La pared del granero se desintegró dejando multitud de tablas y el viejo camión de plataforma de la granja irrumpió en el exterior con un rugido. Se dirigió directamente hacia dos de ellos y los dejó sepultados en el barro. Los demás hombres corrieron a ponerse a cubierto y abrieron fuego mientras el vehículo se alejaba dando bandazos, pero los proyectiles fueron a dar a los tres enormes fardos de heno, envueltos en plástico, que llevaba en el remolque. Uno de ellos maldijo y se puso a hablar aceleradamente por una radio. El camión salió de allí derrapando y se internó en una carretera rural que serpenteaba colina arriba. Ya estaba oscureciendo y los faros del vehículo arrojaban un tenue brillo amarillo sobre la escarpada pared de roca, que se alzaba a un lado de la estrecha carretera, y sobre el vertiginoso abismo que había al otro lado.
—¿Este trasto no puede ir más rápido? —gritó Leigh por encima del molesto silbido que hacía el camión.
Ben pisaba el pedal a fondo, pero la aguja del polvoriento cuentakilómetros no pasaba de la marca de sesenta kilómetros por hora. En el espejo retrovisor vio aquello que tenía la esperanza de no ver: unos potentes faros de coches que se acercaban a ellos con rapidez. Eran dos.
Leigh percibió la preocupación que reflejaba su rostro. Bajó la ventanilla del pasajero y se asomó para mirar hacia atrás mientras el frío viento agitaba su cabello.
—¿Son ellos? —preguntó.
Los disparos que sonaron a continuación respondieron a su pregunta. El retrovisor lateral saltó por los aires.
—Van a pinchar los neumáticos —dijo Ben—. Coge el volante, ¿puedes?
—¿Qué estás haciendo?
—Mantén pisado a fondo el pedal —dijo, y abrió la puerta del conductor. Cuando Leigh cogió el volante, él salió con gran esfuerzo de la cabina. El viento silbaba en sus oídos y le tiraba con fuerza de la ropa. La pared de roca pasaba a poco más de medio metro de su cuerpo, iluminada por los coches que los perseguían. Ben avanzó lentamente por el lateral del estruendoso camión.
Más tiros desde atrás. Gracias a los fardos de heno apilados en el remolque, no podían saber que estaba ahí. El camión zigzagueaba de lado a lado y, de vez en cuando, se aproximaba peligrosamente a la pared de roca. Un arbusto que sobresalía a punto estuvo de derribarlo, pero él se sujetó con todas sus fuerzas. Se balanceó como un loco y, desesperadamente, alcanzó el remolque.
Los enormes fardos redondos medían dos metros y medio de alto. Tres de ellos estaban dispuestos uno detrás de otro, con la envoltura negra de polietileno crujiendo a causa del viento. Estaban asegurados con gruesas cuerdas, tirantes como las de un piano. Ben se asió al lateral del camión con una mano mientras cogía el arma de su cinturón.
Cuatro cuerdas. Y solo dos balas.
El camión se desvió de la pared y las ruedas rozaron el borde del precipicio que había al otro lado. Durante un momento, Ben se quedó colgado en el aire, totalmente expuesto y cegado por los faros de los coches que iban tras ellos. Oyó el rugido de un disparo y sintió un dolor abrasador en el brazo, cuando la bala atravesó su manga izquierda y alcanzó la carne. Presionó el cañón de la 45 mm contra la cuerda más cercana, rezó una plegaria y apretó el gatillo.
La pistola dio un culatazo y la cuerda se rompió. Los extremos humeantes cayeron a los lados. No ocurrió nada.
Cuerda equivocada.
Una ráfaga de balas pasó a poca distancia de la estructura de acero del remolque y retumbó en sus oídos. Apretó la pistola contra otra cuerda. Era su última bala. Disparó.
La cuerda salió disparada y casi arranca el arma de su mano. Los fardos se sacudieron, al quedar repentinamente liberados, y comenzaron a rodar hacia atrás. Cayeron a la carretera y los faros traseros del camión los iluminaron de rojo. Las tres toneladas de heno saltaron como bombas de rebote hacia los dos coches, que tuvieron que frenar desesperadamente.
Los neumáticos chirriaron mientras los vehículos viraban con brusquedad, pero la carretera era demasiado estrecha para esquivarlos. El primer coche impactó con una estridente explosión de heno, cristal y metal abollado. El fardo se deshizo y se esparció por toda la calzada, y el coche patinó lateralmente, dio varias vueltas de campana y volcó. A continuación, el segundo vehículo se estrelló contra él por detrás y lo envió dando vueltas al precipicio. Ben alcanzó a verlo caer por el escarpado abismo mientras el segundo patinaba violentamente y se empotraba contra la pared de roca del otro lado de la carretera, rebotaba y se quedaba inmóvil.
El camión siguió su estrepitoso camino. La manga izquierda de Ben estaba manchada de sangre. Permaneció sobre el remolque y observó los restos que dejaban atrás en la oscuridad.