Austria, esa misma mañana
Era fuerte y corpulento. Medía uno noventa y cinco y pesaba ciento veinte kilos, sin un solo gramo de grasa. Caminó desnudo hasta el borde del trampolín, sintiendo que este se doblaba con su peso, y saltó un par de veces. Los fuertes músculos de sus piernas se endurecieron. Cogió aire y se lanzó.
Su cuerpo se introdujo en el agua con una perfecta inmersión, que no salpicó prácticamente nada, y atravesó el agua hasta lo más profundo de la piscina antes de emerger y empezar a nadar. Se obligó a sí mismo a hacer treinta largos. Después, salió del agua y se dirigió a la silla en la que había dejado su ropa, perfectamente doblada. Apenas estaba sofocado. Al otro lado de los cristales que rodeaban la piscina cubierta, el terreno nevado de la finca se extendía en la distancia hasta un pinar.
El hombre se echó el cabello rubio cobrizo hacia atrás. Cogió una toalla y, mientras se secaba, admiró su estilizada figura. Sus brazos y su torso musculados estaban marcados con las cicatrices de nueve heridas de bala y tres cuchilladas. Recordaba exactamente cómo y dónde se había hecho cada una de ellas. Cada cual tenía su propia historia, pero todas compartían el hecho de que ninguno de los autores había vivido más de tres minutos después de hacerlo.
Tenía cuarenta y tres años. Era londinense de nacimiento y exsoldado del ejército británico. Se llamaba Jack Glass.
En ocasiones, cuando estaba borracho, fanfarroneaba sobre sus hazañas en el SAS. Incluso tenía el emblema del regimiento con la daga alada tatuado en el brazo derecho. Le gustaba que la gente lo viese.
Lo cierto era que había sido rechazado para continuar en el servicio muchos años atrás. Una evaluación psicológica reveló determinados rasgos que los altos cargos del regimiento no consideraron adecuados. Su inaptitud para seguir en el SAS fue confirmada cuando trató de estrangular al oficial que le dio la noticia. Lo mandaron de vuelta a su unidad, sancionado, se le hizo un consejo de guerra y, finalmente, lo echaron del ejército.
Después de aquello había estado vagando por ahí, arruinado. Como muchos de los que dejaban el ejército, se había visto obligado a aceptar trabajos menores durante un tiempo. Con un consejo de guerra en su expediente, ni siquiera podía conseguir un empleo como vigilante de seguridad.
Una noche lluviosa estaba en la barra de un pub de Londres cuando se encontró con un viejo contacto que le ofreció trabajar como paramilitar en África. El sueldo era excelente y el trabajo era perfecto para él. Lo aceptó de inmediato y voló allí tres días más tarde. Desde entonces, nunca había regresado a Gran Bretaña. En el Congo, Ruanda y Liberia trabajaba para el mejor postor. Rebeldes opositores del gobierno eliminados; escuelas arrasadas por el fuego; aldeas destruidas; familias enteras ejecutadas en sangrientas guerras tribales. Obedecía cualquier orden que recibiese, cogía el dinero y no hacía preguntas.
Fue en Liberia donde se hizo la cicatriz de la oreja; una bala de AK-47 le rebanó el lóbulo. La persona que empuñaba el rifle era una niña negra de nueve o diez años, una chiquilla. Era el último disparo que le quedaba en la recámara. Cuando lo vio allí de pie, agarrándose la oreja y gritándole, tiró el rifle y echó a correr.
Glass fue tras ella. Persiguió a la niña, que no paraba de chillar, hasta lo más profundo del monte. La derribó, se arrodilló sobre su pecho y le sujetó los brazos por encima de la cabeza con una sola mano. Con la otra mano sacó su bayoneta y apoyó la punta contra las costillas de su víctima. Cuando clavó la hoja lentamente en su pequeño cuerpecito, notó que su forcejeo disminuía y la vida se apagaba en sus ojos.
Todavía lo recordaba. Le gustaría volver a hacerlo algún día.
Después de África llegó el conflicto bosnio, donde Glass se involucró en el tráfico de armas. Abandonó los campos de batalla, se puso un traje y cambió la MI6 por un maletín. En la cartera solía llevar cheques bancarios. Descubrió que se podía sacar más dinero contratando a otros para que apretaran el gatillo. Dos años más tarde, convertido en todo un hombre de negocios con multitud de contactos y dinero a espuertas, conoció a un austríaco llamado Werner Kroll y se alió con él durante una feria de armas en Berlín.
Con treinta y seis años, Glass comenzó a trabajar para Kroll como su secretario personal y asesor. Para entonces, Glass ya se había acostumbrado al dinero, pero vender Kaláshnikovs a tribus enfrentadas era peccata minuta en comparación con los asuntos en los que Kroll estaba implicado. Era algo más que un simple hombre de negocios. Tomaba medidas muy escrupulosas para hacer desaparecer sus huellas y tan solo un pequeño grupo muy selecto conocía el alcance real de sus actividades.
Glass conocía algo de la historia del negocio familiar de Werner Kroll. Llevaba tiempo en él y había recorrido un largo camino desde sus comienzos. También sabía que Kroll no dudaría en hacer que lo matasen, a él o a cualquier otro, si lo traicionaba o lo delataba. El viejo austríaco era pequeño y parecía inofensivo. Sus maneras resultaban algo extrañas y tenía aspecto de maestro de la vieja escuela. Pero era el hombre más peligroso que Jack Glass había conocido en su vida, y había conocido a mucha gente peligrosa.
Glass dibujó mentalmente el rostro arrugado y transido de Kroll. Un día iba a cargarse a aquel viejo cabrón y a tirarse a esa putilla que tenía como amante.
Se vistió con una camisa blanca y unos pantalones informales de color gris, se aflojó el nudo de la corbata y se puso la chaqueta. En el fax de su despacho había una hoja esperándolo. Procedía de Londres. La estudió con detalle. Era interesante.
Werner Kroll estaba desayunando con Eve en la terraza de su jardín de invierno. Comía en silencio, de espaldas a la ventana, al lago ornamental y a las montañas nevadas que se veían al fondo. Kroll llevaba desayunando lo mismo desde los últimos seis años: huevos escalfados con tostadas finas, cortadas con el mismo preciso grosor y colocadas del mismo modo en un plato de porcelana, sin mantequilla. Comía con delicadeza, casi con exquisitez.
Glass entró con una carpeta en la mano. Kroll detuvo el movimiento del tenedor, se limpió los labios con la servilleta y lo miró.
—Te he dicho que no me molestes cuando desayuno —dijo en tono glacial. La nariz le temblaba—. Pero, hombre, ¿ya estás otra vez mascando chicle?
Glass sonrió para sí y se sacó el chicle de la boca. Le encantaba chinchar al viejo.
—Discúlpeme, señor —dijo—. Creí que le gustaría ver esto. Acaba de llegar. —Abrió la carpeta y le entregó a Kroll la hoja de papel de fax.
Kroll se puso unas gafas de media luna y examinó la hoja. Era una copia de la portada del último Evening Standard. Mostraba una foto granulosa de Leigh Llewellyn rodeada de admiradores. Kroll reconoció el paisaje de Oxford y el teatro Sheldonian detrás de ella. A su izquierda había un hombre al que nunca había visto. Iban de la mano. El titular decía: «¿Quién es el primo uomo de Leigh?». Kroll bajó la hoja y miró a Glass por encima de las gafas.
—¿Es esta la mujer que mató a uno de nuestros mejores hombres con…? ¿Qué era?
—Una sartén, señor —dijo Glass.
Eve cogió la hoja y miró al hombre de la foto. Le gustaba su aspecto, alto y en forma. Glass reparó en la cara que ponía.
—A mí también me gustaría averiguar quién es el primo uomo de Leigh —dijo Kroll. Miró a Eve. Llevaba un largo rato contemplando la fotografía. Se la quitó de las manos.
—Creo que sé quién es, señor —dijo Glass.
—¿Un guardaespaldas profesional? —preguntó Kroll.
—Podría ser algo más que eso —dijo Glass—. Tengo que comprobarlo con mis contactos. Tal vez me lleve unos días, pero estoy seguro de que es él.
Kroll le mandó retirarse y regresó a sus huevos. Estaban fríos. Los apartó disgustado.
Tras el desayuno, Eve se dirigía de vuelta a su cuarto cuando se encontró con Glass en el pasillo. Estaba esperándola en el umbral de su puerta, apoyado contra la pared como por casualidad y con una de sus enormes manos contra el marco de la puerta. Ella se detuvo y lo miró.
—¿No vas a dejarme entrar?
Él esbozó una mueca mientras la miraba de arriba abajo. Ella trató de sortearlo, pero su poderosa mano agarró su brazo y la obligó a volverse.
—Quítame esas zarpas de encima —le advirtió. Glass la acercó más hacia él y le acarició los pechos con brusquedad por encima de la blusa—. Bonitos.
Ella se apartó y le dio una bofetada. Al hacerlo, sintió la dureza de su mandíbula contra su mano. Le ardía la palma. Glass sonrió.
—Te estoy vigilando —dijo—. Sé lo que quieres.
—¿De veras?
—Puta una vez, puta siempre. ¿Quieres probar a follar con un hombre de verdad?
—Suponiendo que encontrara uno… —replicó ella.
—Estás de suerte, nena, tienes uno justo aquí.
—En tus sueños.
La sonrisa de Glass se convirtió en una mueca.
—Algún día, zorrita. Algún día no muy lejano.