Cerca de Rávena, Italia
Cuando Leigh se despertó a la mañana siguiente, Ben estaba haciendo la novena llamada telefónica. En el directorio local no figuraba ningún profesor Arno, así que había tenido que probar con cada uno de los Arno que aparecían. Había llamado ya a media lista cuando decidió dejarlo y visitar en persona el instituto de música donde solía impartir clases el viejo especialista.
Desayunaron rápidamente en la pensione y fueron a Rávena en el Citröen. Aparcaron cerca del centro y recorrieron una zona peatonal de calles adoquinadas. No era temporada turística y la ciudad estaba tranquila.
Pasada la iglesia de San Vítale estaba el istituto Monteverdi, un edificio alto y estrecho con columnas blancas de piedra y un tramo de escalones. Una puerta de cristal conducía al vestíbulo de recepción. Sus pasos resonaban en el suelo de mármol, provocando un eco que se elevaba hasta el alto techo. Podían oír el sonido de un chelo que provenía de algún lugar sobre sus cabezas y, procedente de otra aula, la voz de una mujer que cantaba arpegios acompañada al piano. La música se mezclaba en un remolino discordante que reverberaba contra las paredes de piedra del viejo edificio.
Se aproximaron al mostrador de recepción. La recepcionista era una mujer de cabello gris azulado que iba vestida de negro. Los miró con cara de pocos amigos.
—¿Qué desean?
—Estamos buscando al profesor Arno —dijo Ben en italiano. La mujer sacudió la cabeza.
—El profesor Arno ya no trabaja aquí. Está retirado.
—Tal vez podría darme su número de teléfono… —sugirió Ben, aun sabiendo que la respuesta sería negativa.
—No damos números de teléfono.
—Lo comprendo, pero se trata de algo muy importante.
La mujer cruzó los brazos con mirada severa.
—Lo lamento, no es posible.
Ben iba a coger su cartera. El soborno siempre era una opción, aunque aquella mujer no parecía de esa clase de gente. Leigh lo detuvo.
—Déjame hablar con ella —le dijo.
La mujer los miraba con expresión hostil. Leigh sonrió y comenzó a hablar en un fluido italiano.
—Signora, por favor, llame al director.
La mujer parecía indignada.
—¿Por qué?
Leigh volvió a sonreír.
—Dígale que Leigh Llewellyn está aquí y que desearía hablar con él. Es urgente. La mención del nombre de Leigh tuvo un efecto inmediato y casi mágico. La desagradable recepcionista se convirtió, de repente, en un torrente de sonrisas y disculpas por no haber reconocido antes a la famosa soprano. Los condujo por un tramo de escaleras hasta el primer piso.
Leigh percibió la mirada de Ben.
—¿Qué? —susurró.
—A lo mejor no me he expresado con claridad. Creía que habíamos quedado en que pasaríamos desapercibidos.
—¿Se te ocurre una forma mejor?
—Estoy seguro de que se me habría ocurrido.
—¿Como ponerle una pistola en la cabeza?
—No habría sido una mala idea —musitó.
La recepcionista llamó a una puerta y asomó la cabeza. Lanzó una rápida retahíla en italiano, que Ben no consiguió seguir, y la voz de un hombre respondió en el interior de la habitación.
—La Llewellyn? Qui?
El director salió del despacho. Era un hombre rechoncho, de pequeña estatura. Vestía traje oscuro. Los saludó con un enérgico apretón de manos y pidió a la recepcionista que llevara café y dulces.
—Soy Alberto Fabiani —dijo con una amplia sonrisa. No podía apartar los ojos de Leigh—. Es un gran honor, maestra. ¿Qué puedo hacer por usted?
Tomaron asiento y Leigh reiteró su necesidad de ver al profesor Arno. ¿Era posible que los pusiera en contacto con él?
Fabiani no parecía muy seguro. Cogió aire de forma sonora.
—No está muerto, ¿verdad? —preguntó Leigh.
—No, no, no está muerto —dijo Fabiani precipitadamente—. Todavía no. Vive en el campo, a unos diez kilómetros de aquí. Con mucho gusto los pondría en contacto con él, pero creo que debería advertirles… —El director hizo una pausa—. Francesco Arno es un buen hombre. En su día, era considerado uno de los mayores eruditos mozartianos de todos los tiempos, pero, ahora, es un señor muy mayor. Con los años se ha vuelto… Cómo lo diría… Strano.
—¿Extraño? ¿En qué sentido? —preguntó Ben.
Fabiani se encogió de hombros.
—Sus creencias. Su obsesión. Con el paso del tiempo se fue volviendo más excéntrico y se enfrentaba cada vez más con sus compañeros, hasta que, francamente, mi viejo amigo y colega terminó convirtiéndose en una especie de incordio para el istituto. Incluso los alumnos se burlaban de él. Se divertían dándole cuerda y, una vez que empezaba, seguía despotricando durante horas. Sus clases se convirtieron en una pantomima. —Fabiani sonrió con tristeza—. Tengo que admitir que me alegré cuando anunció su jubilación.
—¿A qué creencias se refiere? —preguntó Ben.
Fabiani arqueó las cejas.
—Si hablan con él, no tardarán en averiguarlo.