Burdeos, Francia, esa misma noche, un poco antes
El auditorio estaba atestado de gente y el ambiente era muy animado. La conferencia iba a celebrarse en la facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la universidad de Burdeos. Era abierta al público y había mucha gente de pie, en los pasillos; unas cifras de asistencia sin precedentes. Los organizadores no recordaban la última vez que la ponencia de un político en auge había generado una expectación de tal magnitud.
En el exterior, ligeramente nevado, había policía y personal de seguridad por todas partes. Se habían montado vallas, a ambos lados de la calle, para dejar paso a la caravana de Philippe Aragón, y una inmensa multitud estaba ya concentrada allí, vitoreando y exhibiendo pancartas. La policía había conseguido acordonar a los cerca de doscientos manifestantes neofascistas, con la cabeza rapada, que habían acudido a gritar y a agitar sus esvásticas en señal de protesta. Uno de ellos había intentado prender fuego a un monigote de Aragón antes de que la policía lo cogiera y lo metiera en un furgón.
Se produjo un enfrentamiento y los medios de comunicación acudieron rápidamente al lugar, para obtener la instantánea de tres polis sangrando, que estaban siendo arrastrados, y del arresto de una docena más de manifestantes heridos.
Los escuadrones de agentes se encontraban en estado de alerta, parapetados tras sus escudos antidisturbios, con las porras y los gases lacrimógenos preparados. Convenientemente alejados de los incidentes que se acababan de producir, gran cantidad de equipos de televisión y reporteros de la prensa escrita aguardaban impacientes algún altercado.
Henri Juste, el rector de la universidad, sonreía a las cámaras mientras salía de detrás de las pesadas cortinas y recorría el escenario. Sobre el estrado, en una pantalla gigante situada a unos cinco metros de altura, se leía el eslogan del partido de Aragón, «L’Europe redECOuVERTE». Resumía a la perfección las políticas de Aragón: una nueva Europa; una tierra redescubierta, ecológica y verde, llena de esperanza y promesas. Se habían izado todas las banderas de los estados europeos. A ambos lados y en el centro de control situado sobre el auditorio, el personal armado de seguridad escrutaba los monitores y examinaba a la muchedumbre. Juste subió al estrado. Alzó los brazos y el murmullo de fondo que había en el atestado teatro se acalló.
—Damas y caballeros —comenzó— nuestro orador de esta noche no requiere presentación alguna. Ninguna figura política moderna ha alcanzado nunca tanto relieve ni ha obtenido un apoyo tan abrumador de un modo tan convincente y rápido como él. Se le ha aclamado como el «JFK de Bruselas». Un arquitecto ecologista pionero. Un filántropo que ha donado millones para proteger a los menos favorecidos. Un defensor incansable de la mejora de los estándares educativos. A sus cuarenta y un años, el candidato más joven a la vicepresidencia de la Comisión Europea. Sus políticas audaces y su avanzada visión de una Europa plenamente integrada, así como su objetivo de liberar a Europa de su dependencia de la energía nuclear, lo han situado firmemente a la vanguardia de las políticas europeas. Damas y caballeros, con todos ustedes, Philippe Aragón.
El rector se retiró del estrado y extendió el brazo en dirección a Philippe Aragón, que entraba caminando con gran confianza. Un centenar de cámaras lo enfocaban y alrededor de quinientas personas se pusieron en pie para recibirlo. Alto y elegante, el joven político vestía un traje de impecable corte, sin corbata. Aguardó a que cesaran los aplausos y dio comienzo a su discurso.
—Damas y caballeros, les agradezco que hayan venido aquí esta noche. —Tras él, en la pantalla, el enorme eslogan desapareció y la audiencia comenzó a murmurar cuando apareció la imagen de los manifestantes de extrema derecha del exterior. Cabezas rapadas. Esvásticas. Rostros furiosos congelados en expresiones de odio. Aragón sonrió.
—Y también quiero agradecer su asistencia a nuestros amigos neonazis. —Dejó que estas palabras se mantuviesen un instante en el ambiente y prosiguió—. Con su presencia aquí, esta noche, me ayudan a exponer mis argumentos. Damas y caballeros, se nos dice que ya tenemos una Europa integrada. —Hizo una nueva pausa mientras el público reía. Entonces, él mismo dejó de sonreír y barrió a la audiencia con una mirada seria—. Podemos ver la verdad a nuestro alrededor —dijo—. Europa se está hundiendo bajo una marea de miedo y codicia nacionalistas. Pero podemos recuperarla. Juntos, podemos construir una Europa unida; una Europa limpia; una Europa libre; una Europa «del pueblo».
El auditorio murmuró en señal de aprobación. Detrás de Aragón, la imagen de los neofascistas desapareció y el llamativo eslogan apareció en su lugar para remarcar sus palabras: «L’Europe redECOuVERTE». El aplauso del público se hizo aún más sonoro.
Entre bastidores, contemplando su monitor en una confortable sala de recepciones, Colette Aragón se tomaba un café en una taza de poliestireno y sonreía ante el perfecto control que ejercía su esposo sobre la audiencia. Miembros del partido y del personal de seguridad, vestidos de paisano, merodeaban a su alrededor. Al otro lado de la ajetreada habitación estaba Louis Moreau, ex comandante de la unidad GIGN de respuesta antiterrorista, a quien ella había designado jefe de la seguridad privada de su marido. No tenía demasiada fe en los agentes gubernamentales. Moreau se tomaba su trabajo muy en serio. Las luces se reflejaban en su cabeza afeitada mientras observaba atentamente, con los brazos enjarras, el panel de pantallas que mostraban al público desde diferentes ángulos.
Colette había apoyado públicamente a su esposo en todos y cada uno de los pasos de su andadura. Era un buen hombre. Aunque, personalmente, deseaba que dejase todo aquello y regresase a la arquitectura. No se trataba solo del caos y la locura que suponían los constantes viajes y ruedas de prensa. Ni siquiera Philippe estaba preparado para lo rápido que había despegado su carrera política. Colette sabía que, a medida que su popularidad creciese, se iría convirtiendo en un objetivo cada vez mayor. En eventos públicos como este, ni las más calculadas medidas de seguridad garantizaban que estuviese completamente a salvo. No podían cachear a todo el mundo. Y bastaba con un fanático fascista entre el público que llevara una pistola en el bolsillo.
Se estremeció al pensarlo. Ella no había creído en ningún momento que el incidente del pasado enero en Cortina hubiese sido un simple accidente.