El Isolde navegaba hacia la costa francesa, bajo un despejado cielo azul, mientras Ben y Leigh subían sus cosas a cubierta. El patrón, Mick, dirigió el yate a una pequeña cala desierta que había a poco más de un kilómetro de distancia de Saint-Vaast-LaHougue y, a unos doscientos metros de la orilla, Ben lanzó al agua el bote con sus cosas y las de Leigh. Después, bajó un momento mientras Leigh se despedía del patrón en cubierta.
—No sé lo que ocurre contigo y el señor Anderson —dijo el marinero— pero buena suerte, cielo.
—Nos volveremos a ver algún día, Mick —respondió ella, y lo besó en la peluda mejilla.
Descendieron al bote por un lateral y Ben arrancó el motor fuera borda. Agarró el timón y alejó la pequeña embarcación del yate. Leigh se acurrucó en la proa, envuelta en su abrigo de ante para protegerse de la helada brisa marina. En lo alto, las gaviotas volaban alborotadas haciendo círculos.
—¿Crees que Chris llamará a la policía ahora que nos hemos marchado? —preguntó inquieta.
—No, no creo que haya ningún peligro —respondió Ben, examinando la orilla.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque le acabo de decir que si lo hacía, volvería a por él y le volaría los sesos.
Ella frunció el ceño y no respondió.
Unos minutos más tarde, llegaron a la orilla. Fue Ben quien arrastró el bote. Más allá de unas dunas de arena, hacia el interior, alcanzaron a ver los tejados y el capitel de la iglesia de una villa costera.
—Por aquí —dijo Ben, cogiendo su bolsa.
Subieron por las dunas, atravesaron una zona de hierba descuidada que bordeaba un campo de golf y, por un tortuoso camino, accedieron al centro de la localidad. No les costó demasiado encontrar un pequeño garaje, donde Ben pagó en efectivo por un Citroën barato de segunda mano.
Se pusieron en marcha. Ben no necesitaba un mapa de carreteras. Su trabajo lo había llevado a Francia en más de una ocasión y conocía bien aquel país. Se limitó a circular por carreteras secundarias, pero siempre alerta, por si veía a la policía. No vio nada.
Tardarían trece horas en atravesar el país y llegar Italia, así que se turnaron para conducir. Únicamente paraban para repostar, y comían en ruta. Hacía frío. Estaban cansados y hablaban poco.
Cruzaron la frontera italiana de noche. Había mucha niebla y Ben conducía en silencio, concentrado en el túnel que los faros del coche excavaban ante él. Leigh estaba inmersa en sus pensamientos, un poco adormilada a causa del calor del calefactor. De repente se acordó de algo.
—¿Puedo usar mi teléfono?
—Está en el fondo del canal —respondió él—. Te dije que tenía que deshacerme de él.
—¿Puedo usar el tuyo, entonces?
—¿A quién quieres llamar?
—A Pam.
—¿Tu asistente personal? ¿Por qué?
—Llevo días fuera. Seguro que está preocupada. La gente no tardará en pensar que me ha ocurrido algo. Tengo que decirle que estoy bien.
—De acuerdo, pero no le digas dónde estás y acaba rápido, ¿entendido? —Buscó el teléfono en el bolsillo de su chaqueta y se lo entregó.
Leigh asintió y marcó el número.
Pam sonaba inquieta pero aliviada. Todo el mundo estaba hecho un basilisco, dijo.
¿Dónde demonios estaba? A su agente le había entrado el pánico; la producción italiana de La flauta mágica empezaría en cinco semanas y los ensayos estaban programados para comenzar pronto, se había perdido dos entrevistas y nadie sabía nada de ella.
—Lo sé —intentó tranquilizarla Leigh—. No hay nada de qué preocuparse.
—Sales en todos los periódicos de hoy —dijo Pam—. Fotos tuyas con un hombre en Oxford. Estoy viendo una de ellas ahora mismo. El titular del día es: «¿Quién es el primo uomo de Leigh?».
Leigh chasqueó la lengua, irritada.
—Eso no importa.
—Un tipo muy guapo, por cierto. No me importaría quedarme con un poco —dijo Pam—. ¿Estáis saliendo?
—Déjalo, Pam.
—Pregúntale si todo va bien en Langton Hall —dijo Ben.
Leigh se apartó el teléfono de la boca.
—¿Por qué?
—Tú pregúntaselo. ¡Rápido!
Leigh preguntó y Pam dijo que todo iba bien por allí, que los albañiles habían ido esa mañana para empezar a trabajar en el estudio de ensayos.
—¿No encontraron nada… inusual? —preguntó Leigh.
—¿Inusual como qué? —dijo Pam con tono confuso—. ¡Ah!, por cierto, casi lo olvido. Te ha llamado alguien más.
—¿Quién? Dime, no puedo hablar mucho tiempo.
Se hizo una pausa.
—Es sobre Oliver.
Leigh se quedó helada.
—¿Qué pasa con Oliver?
Ben apartó la vista de la carretera.
—Un detective llamó desde Viena —dijo Pam—. Anoté su nombre en algún sitio… Espera… Aquí está. Kinski, detective Markus Kinski. Quería hablar contigo. ¿De qué va todo esto?
—¿Dijo algo más?
—No quiso hablar conmigo, pero parecía importante. Dejó un número de teléfono para que lo llamases. ¡Ah!, y también me dijo que era seguro llamarlo. ¿Estás metida en algún lío, Leigh?
—Tú dame el número, Pam.
Leigh cogió un bolígrafo de su bolso y lo anotó. Tranquilizó de nuevo a Pam, colgó y apagó el teléfono. Pensó un momento.
—¡Mierda!
Ben la miró.
—¿Qué te ha dicho?
—Hemos salido en los periódicos. Alguien del Sheldonian debió de enviar una foto nuestra con la intención de sacar algo de dinero.
—El precio de la fama.
—Tiene sus inconvenientes.
—Por eso me preocupaba que viajases conmigo —dijo—. Tenías que haberte ido a mi casa… —Golpeó el volante con los dedos—. Qué más da. No sirve de nada preocuparse ahora. ¿Y qué pasaba con Oliver?
Leigh le contó a Ben lo de la llamada del detective.
—¿Qué crees que quiere? —le preguntó.
—Ni idea.
—Tal vez, en lugar de ir a Rávena deberíamos seguir hasta Austria para ir a verlo. Podría ser algo importante —sugirió Leigh.
—También podría ser otra trampa.
—Vamos, Ben, no puedo ir por ahí evitando a la policía para siempre, ¿no? En algún momento voy a tener que acudir a ellos. Si alguien asesinó a Oliver…
—Lo entiendo. Quieres justicia.
—Sí, quiero que el asesinato de mi hermano sea juzgado. ¿Tú no?
—Yo quiero que el asesino de mi amigo pague por lo que hizo.
—¿Y qué significa eso?
—No confío en el sistema. Prefiero hacer las cosas a mi manera.
—Ya me he dado cuenta —dijo.
—Es lo que funciona.
—Mi idea de justicia no es una bala en la cabeza.
—Te aseguro que a mí me gusta tan poco como a ti, Leigh.
—Pero eso es lo que haces, ¿no es cierto?
Ben no dijo nada.
Se hizo un incómodo silencio que duró un rato. Leigh clavó la vista en la nublada carretera y se concentró en el sonido de los limpiaparabrisas.
Todo era tan abrumador, tan extraño… Se sentía como si se estuviese alejando de la realidad, vagando sin mapa ni brújula. Por momentos, apenas podía creer que nada de aquello estuviese sucediendo de verdad. Pensó en la vida que había dejado atrás, en la gente y la rutina que se habían quedado en el mundo real, esperándola. Todo parecía estar a un millón de kilómetros de distancia. Hasta ese momento, su vida había sido agitada, frenética, un constante trasiego de viajes, interminables ensayos y actuaciones, ópera tras ópera y hotel tras hotel, pero era una vida organizada y segura.
Ahora todo se había venido abajo. ¿Volverían las cosas, algún día, a ser como eran? ¿Cuándo iba a terminar todo aquello? Apoyó la cabeza entre las manos, cansada de no entender nada.
Ben le pasó la petaca.
—Bebe un poco. Te sentará bien.
—Supongo que sí. —Tomó varios tragos largos—. Una se acostumbra a esta cosa —le dijo, devolviéndosela.
—¡A mí me lo vas a contar! —Él también bebió un poco.
Leigh ya se sentía un poco mejor.
—Entonces, ¿qué pasa con el tal detective Kinski? —preguntó.
—Si quieres que vayamos a verlo, iremos. Pero primero tenemos que buscar a Arno. Tal vez él pueda ayudarnos a poner un poco de orden en todo este caos.
Poco después de las diez de la noche llegaron a Rávena. Se alojaron en una pequeña pensione de las afueras. Ben se registró como el señor Connors y dejó que asumieran que Leigh era su esposa. No le pidieron identificación y se mostraron encantados de cobrar en efectivo y por adelantado. La patrona los condujo escaleras arriba. Abrió una puerta, les entregó la llave y los dejó a solas.
La habitación era pequeña y sencilla.
—Vaya, sólo hay una cama —dijo Leigh. La cama era doble y ocupaba la mayor parte del espacio de la habitación.
—Yo, simplemente, pedí una habitación —dijo—. No sabía que iba a ser así. —Dejó su macuto sobre una butaca y abrió un armario que chirriaba. Dentro había mantas de sobra, así que las colocó formando un montón en el suelo—. Tengo que estar en la misma habitación que tú, Leigh. No puedo quedarme en la puerta toda la noche.
—No tienes por qué dormir en el suelo, Ben —dijo ella—. Podemos compartir la cama. Es decir, si tú quieres.
—Eso podría no gustarle demasiado a Chris —respondió él, arrepintiéndose en el mismo momento en que lo decía.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué tiene eso que ver?
—Nada. Olvídalo. Dormiré en el suelo. No es para tanto, he dormido en un millón de suelos.
—No, ¿qué querías decir con lo de Chris?
—Déjalo, Leigh.
—Lo dices por lo que ocurrió en el Isolde, ¿no es cierto? ¿Qué crees que viste?
—No es asunto mío lo que pase entre tú y Chris.
—No pasa absolutamente nada entre Chris y yo.
—Vale, estupendo.
—Lo que había entre Chris y yo se acabó —dijo ella—. Se acabó hace años.
—Pues parecíais estar muy bien juntos. —Sabía que estaba hablando más de la cuenta, cavando su propia tumba, y que sonaba mucho más celoso de lo que estaba dispuesto a admitir.
Ella se sonrojó.
—No es lo que te imaginas.
—No tienes que justificarte ante mí. —Sacó una botella de vino de su bolsa y empezó a abrirla—. ¿Quieres un poco?
Ella negó con la cabeza.
—Bébetelo tú. Y no me estoy justificando. —Suspiró—. Está bien, es verdad que Chris quiere volver conmigo —admitió—. Eso es lo que viste, pero el sentimiento no es mutuo y eso no va a ocurrir. —Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama—. Cuando algo se ha terminado, se ha terminado. Nunca es buena idea volver atrás. —Miró a Ben.
Él sopló el polvo de un vaso que había sobre la mesilla de noche y lo llenó de vino. Se lo bebió de un trago y lo llenó de nuevo.
—Creo que tienes razón —dijo—. Nunca es buena idea volver atrás.