Capítulo 20

Viena, esa noche

Kinski se paseaba arriba y abajo por el salón de su casa. Sentía sus nervios como cristales rotos e intuía una previsible migraña. Agitaba las manos con violencia y tenía el estómago revuelto.

¿Dónde estaba Clara? ¿Quién se la había llevado? ¿Sería esto una represalia por alguien a quien hubiese encerrado? Pensó en algunos de los cabrones desalmados con los que había tratado en los últimos meses. Repasó mentalmente sus nombres y sus caras. Sabía perfectamente lo que eran capaces de hacer. Si le hacían algún daño, los mataría. Mataría hasta el último de ellos. Mataría a todo el mundo.

Se derrumbó sobre una butaca con la cabeza entre las manos, llorando y temblando. Incapaz de estarse quiero, se puso a caminar de nuevo y golpeó con los puños la pared hasta que empezaron a sangrar. El perro, Max, lo observaba con nerviosismo desde su rincón.

De repente, sonó el teléfono y saltó a cogerlo. Allí estaba: la petición de rescate. Levantó el auricular con una mano temblorosa.

Al otro lado, alguien intentaba venderle aislamiento para el tejado.

—¡Que te jodan! —Kinski colgó con brusquedad.

Fuera, el ruido de un coche que arrancaba lo sobresaltó. Un instante después, oyó el timbre de la puerta. Corrió hasta ella y la abrió justo a tiempo de ver a un Audi negro desapareciendo calle abajo. No consiguió distinguir la matrícula. Clara le sonreía con dulzura en el umbral de la puerta.

—¡Hola, papi! ¡Hola, Maxy! —El enorme perro se había levantado de su rincón y estaba encima de la niña, lamiéndole la cara y agitando el muñón de su cola amputada. Ella apartó la cara, riéndose mientras entraba trotando en la casa. Kinski apartó a Max de un empujón. Abrazó a Clara con fuerza y la apretó contra su pecho.

—Me estás aplastando. —Se escurrió de entre sus brazos y lo miró desconcertada—. ¿Qué te pasa?

—¿Dónde has estado? —Fue lo único que acertó a decir.

La sentó en una silla e hizo que se lo contara todo. Ella no entendía por qué estaba tan enfadado, cuál era el problema. Franz era simpático. Dijo que era un amigo. Un poli, como su papá. Papá le había pedido que cuidara de ella durante un rato y la llevó a un bonito café a tomar un helado. Franz era muy divertido. Le contó historias muy graciosas. No, no la tocó. No la tocó en ningún momento, excepto para cogerla de la mano para entrar en el café. No, no recordaba el nombre del café ni la calle en la que estaba. No era más que un café en algún sitio. ¿Qué ocurría?

Kinski escuchó todo esto y dejó caer la cabeza.

—¿Qué aspecto tiene Franz? —preguntó, tratando de disimular la furia de su voz. Ella agitó la cabeza, como si fuese una pregunta tonta.

—Es grande como tú, pero no tan gordo. —Soltó una risita.

—Esto es serio, Clara.

Clara se apartó el pelo de la cara y, con aspecto sereno, dijo:

—Es viejo. Debe de tener cuarenta. Probablemente, incluso más.

—Vale. ¿Qué más?

—Tiene una oreja graciosa.

—¿Qué quieres decir con que tiene una oreja graciosa?

Ella hizo una mueca.

—¡Es horrible! Como si se la hubiesen mordido o algo.

—¿Con cicatrices?

—Le pregunté qué le había ocurrido y me dijo que un enorme y viejo loro se había posado en su hombro y había intentado comerse la oreja. Mientras lo contaba, hacía gestos como si le estuviera pasando en ese momento y yo me reí un montón. Me gustó.

Kinski quería abofetearla.

—¡No vuelvas a hacer eso nunca más! Lo digo en serio, Clara. El único coche al que puedes subirte es en el nuestro o en el de Helga. ¿Lo has entendido?

Ella bajó la cabeza, se sorbió y se limpió una lágrima.

—Sí, papá.

El teléfono volvió a sonar. Kinski respondió al segundo tono.

—¿Herr Kinski?

—¿Quiénes?

—Limítese a escuchar.

—Está bien, lo escucho.

—Esto es una advertencia. Manténgase alejado del caso Llewellyn.

—¿Quién es usted?

—La próxima vez esa preciosa niña suya no regresará a casa tan sonriente. Kinski se mordió la lengua y notó el sabor a sangre. Inmediatamente después, la línea se cortó.